Primer acto
María tenía diecinueve años cuando se quedó a cargo de sus hermanos en el barrio de la Guindalera. Sus padres se habían ido unos días a Ejea de los Caballeros, sin saber que permanecerían muchos más, porque entonces comenzó el asedio de Madrid y la familia quedó aislada. Paco apenas tenía catorce años. Luis, dos más. Ángeles, al menos, no solo había cumplido dieciocho, sino que también cocinaba. Cada vez con menos ingredientes. Luego con algunos que no se habría imaginado en tiempos de paz.
- ¿Qué crees que será esto? Me han dicho que era cordero.
- Esto es perro, pero un perro flaco y asqueroso. Anda, vete a devolverlo.
En la casquería han intentado darle gato por liebre. "Pobre perro, quién te había de decir que te iban a querer pasar por cordero lechal…", escribe María de Monlora Castillo Sancho en su diario, donde relata cómo comenzaron a escasear los víveres, al tiempo que se distribuían las cartillas de racionamiento, proliferaban las colas del hambre y los estraperlistas se aprovechaban de las necesidades y penurias de los madrileños cercados por las tropas franquistas.
María consigue acaparar unos cuantos kilos de arroz y lentejas, amenazados por un enemigo hasta entonces invisible. "A medida que las tiendas iban vaciándose, los ratones emigraron y nos invadieron los pisos". Campaban a sus anchas, porque sus rivales menguaban día a día.
"Estaban mejor que querían, porque no quedó un gato en Madrid. Por más que pusieron en las escaleras de las casas unos letreros grandes impresos [...] para evitar la peste gris que se venía encima".
¡Respete el gato del vecino!
"Pues como si nada", se lamentaba la joven. "Yo no sé qué pasó con los gatos, si se murieron de hambre o se los comieron, lo cierto es que desaparecieron. Se los comerían a falta de conejos, porque eso de respetad parece que quiere decir que no se los comieran. Así que los ratones tan contentos".
Segundo acto
Pilar Sánchez Acal ya es una treintañera que lleva media vida recopilando recetas, aunque a partir de aquel verano de 1936 las estrecheces condicionarán sus notas. Como María, también ha nacido en Zaragoza y se ha ido a vivir a Madrid, donde pasará los mismos aprietos que su joven paisana.
La palabra guerra acompaña los nombres de muchos platos, como la merluza de guerra, un trampantojo que escatima la merluza y la sustituye por una masa de bacalao y arroz rebozada en harina y frita. Todo es susceptible de admitir término bélico, como la verdura, el membrillo, la bayonesa, el arroz o las croquetas, en este caso evacuadas.
No hace falta explicar que la tortilla de guerra no lleva huevos, ¡pero tampoco patatas! A base de pan, unas gotas de aceite en la sartén si hay suerte, de lo contrario toca manteca, y lista. Tampoco que las cebollas estofadas son eso: cebollas. Basta un diente de ajo o una brisa de pimentón para ilustrar el manjar.
"Los pelondizos bien lavados se fríen como las patatas (son hasta buenos)", escribe Pilar Sánchez Acal sobre una receta cuyo único ingrediente, además del aceite y la sal, es la piel del tubérculo. Quién nos iba a decir que, casi un siglo después, en los bares molones de los gentrificados barrios antaño castizos servirían mondas de patata a precios nada populares, excepto que la salsa picante o la crema agria se hayan puesto esta mañana por las nubes.
Tercer acto
Fue periodista antes que cocinera y conserva el apellido de su tía abuela, a quien le rinde homenaje en Recetas de guerra. España a través de su gastronomía (Kailas), donde recrea sus platos y detalla los pasos a seguir para apreciar con exactitud lo que comían nuestros abuelos.
"El recetario es un tesoro que nos permite conocer la cocina doméstica de aquellos años, es decir, cómo se vivía y se comía en una casa cualquiera durante un tiempo de hambruna, porque somos lo que comemos", explica Berta Álvarez Acal, también autora de las imágenes que acompañan los ingredientes.
"Mi intención era que las fotos ensalzasen los platos, aunque algunos no están ricos", reconoce la autora de libro, donde contextualiza las recetas y profundiza en cada época, desde antes de la guerra civil hasta bien entrado el franquismo. "Algunas reflejan la tristeza de aquellos días, pero admiro el ingenio de la gente", añade Berta Álvarez, quien se queda con la tortilla guerra, los pétalos de girasoles fritos o los pucheros, mientras que descarta el membrillo —del que hablaremos luego— o los polvorones, porque "estaban realmente malos".
Cuarto acto
Las dos Españas pasaron hambre, aunque la situación fue más dura en las ciudades que en el campo. "Además, la población que vivía en la zona republicana lo pasó peor, porque estaba más desabastecida, sobre todo en Madrid, Barcelona, Valencia y Alicante", precisa la periodista y cocinera, quien recuerda que en situaciones extremas "la gente llegó a comer ratas, culebras y otros animales que jamás había consumido antes".
"Cuando hay hambre se comen muchas cosas que en tiempos buenos nos revolverían el estómago", contaba María en sus memorias." Yo gato no comí, pero caballo sí. Debía de ser algún penco viejo y flaco y la verdad es que no se le podía hincar el diente [...]. Lo que no llegué a comer fue perro, pero faltó bien poco".
Si no fuese por una amiga carnicera que percibió que aquella carne no era de cordero, lo habría hecho. Otros se la zamparon a conciencia.
"Las memorias de María de Monlora me impactaron. Solo he reproducido un extracto de los cuatro cuadernos que escribió, cuya lectura completa merece la pena, aunque yo me centré en la alimentación durante la guerra civil", matiza Berta Álvarez Acal, quien reflexiona sobre la suerte que corrieron ella y sus hermanos. "Antes de julio del 36, era una familia con posibles, lo que indica que nadie está a salvo de una catástrofe, da igual tu condición social y económica. Y, de un día para otro, los ratones se comían lo poco que había en la casa".
Quinto acto
Entre los nuevos ingredientes —mondas de patatas, naranjas o plátanos; verduras y hojas silvestres, y un largo etcétera—, destaca una leguminosa cuyos efectos se desconocían entonces. "La almorta ya se comía antes de la guerra, pero el abuso de su consumo desencadenó el latirismo, una enfermedad horrible que hizo muchísimo daño", apunta la cocinera, quien insiste en que "aquellas generaciones estuvieron muy marcadas por el hambre que pasaron".
Muchos no quisieron echar la vista atrás y desterraron de sus mesas algunos productos, porque aquella cocina de pobres les recordaba una época infausta. La autora de Recetas de guerra lamenta que nos hayamos olvidado de las migas, las gachas o las sopas de ajo.
Algunos platos, en cambio, desaparecieron por completo. Podríamos englobarlos en la cocina sin, porque las recetas carecen de su ingrediente principal, sustituido o emulado por otro menos noble. Entre las conservadas por Pilar figuraban el arroz con leche (sin leche) y la carne de membrillo guerra, elaborado con harina, agua y vino dulce mostel —y, por supuesto, sin membrillo—.
Para ampliar el recetario de su tía abuela, Berta Álvarez recurre a la Cocina de recursos, de Ignacio Doménech, quien propone los calamares fritos sin calamares —pero con aros de cebolla—, la "tortilla sin huevos de gallina, para casos de necesidad" y, más difícil todavía, la tortilla de guerra con patatas simuladas —¡con naranjas!— y, cómo no, sin rastro de yemas.