La producción argentina de videojuegos experimenta una suerte de "veranito". Se lanzan bastantes títulos que tienen cierta repercusión dentro de los espacios digitales especializados y que generan algún debate en redes sociales. Entre esos debates emergió recientemente una cuestión particularmente interesante. ¿Qué hace "argentino" a un videojuego? Todo esto a propósito de lanzamientos donde hay gauchos, malevos del 1900 que curten el tango y personajes que toman mate.

Es el caso de Runa & the Chaikurú Legacy, inspirado fuertemente en las culturas del norte argentino. Desarrollado por los debutantes Fanny Pack Studios, llegará a Epic y a Steam hacia finales de este año. Por ahora, se puede disfrutar de una demo que incluye todo el primer capítulo del juego y parte del segundo. En lo anecdótico, se puede decir que la protagonista (Runa) encuentra tesoros arqueológicos como la empanada dorada, acaricia carpinchos y sacude bichos peligrosos con sus boleadoras, todo mientras se toma unos amargos para recuperar puntos de vida.

La circulación de este material de prelanzamiento reavivó el debate. Y más allá del hate flojo de papeles de quienes creen que un juego (y por extensión, la industria que lo produce) sólo vale en la medida de que se acerque a ser categoría AAA y venga con millones de dólares de presupuesto detrás (que no, no todo juego tiene que ser tope de gama y más de un AAA es muy aburrido de jugar), hay una pregunta válida en eso que apareció en el debate: ¿qué hace "argentino" a un videojuego?

Aunque en la Argentina el sector aún se cuenta como incipiente, no es una pregunta que ignoren las industrias culturales locales. De hecho, hay casos históricamente recientes de este planteo (e incluso algunos circuitos se lo replantean a intervalos regulares). Es una pregunta identitaria que suele acompañar a un momento de consolidación de un sector.

Por ejemplo, en sus orígenes el rock argentino lo debatió fuertemente. Confrontó, incluso, con referentes de otros géneros musicales (como el tango o el folklore) que acusaban a los fundadores del género en el país de "extranjerizantes". El debate en sí mismo ya está saldado hace décadas y el rock encontró en la denominación de "nacional" una síntesis de sus particularidades (que incluían, notoriamente, la influencia del tango y el folklore, tanto a nivel musical como poético).

La historieta también experimentó esos debates. Por ejemplo, cuando los fanzineros de fines de los '90 se preguntaban si tenían que dibujar para pulirse y poder mostrarse en mercados de afuera, o si tenían que desarrollar una obra enteramente propia. ¿Era más argentino Morón Suburbio, El hombre primordial o Angela della Morte?

La conclusión a la que llegan la mayoría de estos circuitos es que hay una serie de rasgos intangibles, no siempre fácilmente señalables, que hablan de un modo de entender la realidad, una historia en común que se filtra aún sin querer.

En el caso de los videojuegos, pese a ser una industria con menos años de historia que las otras dos, sucede algo similar. Hasta hace 10 o 15 años, los desarrolladores locales se preguntaban qué podían ofrecer al mercado global de videojuegos en términos meramente industriales. ¿Qué rol jugar? ¿Proveer mano de obra barata pero especializada para cubrir determinados aspectos del desarrollo? ¿Juegos para dispositivos móviles? ¿Desarrollos lúdico-pedagógicos? Casi todas estas alternativas se exploraron en un momento u otro.

Cuando la producción se orienta hacia mercados exteriores, muchas veces por encargos de desarrolladores o estudios extranjeros, esas preguntas ganan preeminencia. Pero cuando los estudios locales tienen margen para desarrollar sus propios proyectos además de los encargos, surge la otra pregunta, la identitaria, donde qué se va a ofrecer al público/ audiencia/ mercado es una cuestión más profunda, porque aún sin notarlo están planteándose qué quieren decir con los videojuegos que desarrollan.

Todo esto para hablar de Runa & El legado Chaikurú. El juego en sí mismo se anticipa como un plataformero 3D bien hecho, con recursos y obstáculos ingeniosos, y muchos guiños para expresar eso identitario. En la superficie, sí, la empanada dorada, los carpinchos y el mate. Pero ya partir de un pasado mítico inspirado en las culturas originarias locales habla de una mirada puesta aquí, que no por eso se deja anquilosar.

Cuando uno descubre que Runa encuentra como tesoro arqueológico un cartucho de 9999 videojuegos en 1… pues es un homenaje hermoso a las infancias de los '90 a las que pertenecen los creadores. O la valija llena de patacones. Esos gestos pueden entenderse hacia afuera, sí, pero se disfrutan mucho más -y emocionan- aquí, por quienes pasaron por esas experiencias o que, al menos, las tienen inscritas por historia familiar.

Y entonces sí, se puede anticipar sin lugar a muchas dudas que Runa es un juego bien argentino.