Desde Barcelona

UNO Rodríguez primero lee acerca de ella y a la noche (para eso también sirve leer) sueña con ella y con que la visita. Una instalación llamada La biblioteca vacía o Bibliothek creada en 1995 por el escultor israelí Micha Ullman y conmemorando la quema de libros del 10 de mayo de 1933. Esa noche, un alegre grupete de 5.000 jóvenes pertenecientes a la Unión Estudiantil Nacional Socialista --acompañados musicalmente por la SA y SS Kapellen-- quemaron alegremente unos 20.000 libros para celebrar la llegada de un nuevo orden, de un nuevo orden de biblioteca. Unos 40.000 ciudadanos más se unieron al jolgorio y festejo con brazo en alto y Mein Kampf en mano y ojos. Así, un Säuberung --una purificación por fuego-- contra toda esa ficción y ensayo anti-germano. Hubo desfile de antorchas, el ministro de propaganda Joseph Goebbels dijo sus cositas contra "esta era de exagerado intelectualismo judío que debe llegar a su fin" y festejó el "arrojar a las llamas esta basura del pasado para que de ellas surja un nuevo alemán que no sea nada más que un hombre de libros". Y es bien sabido que una de las primeras medidas que toman los psicópatas cuando ganan/toman el poder es la incineración de papel impreso porque, por algún motivo, este parece funcionar como crucifijo y ajo y luz de sol para/contra los vampiros. En cualquier caso, entonces, el happening prendió y se puso de moda; y ese mes se repitió treinta y cuatro veces a lo largo y ancho de Alemania; y ya saben cómo sigue y siguió y a quiénes quemaron después. Porque se empieza quemando libros y se acaba quemando a lectores. Y esto no lo piensa Rodríguez (aunque sí lo comparte) y son las proféticas palabras del escritor germano-judío Heinrich Heine extraídas de su obra Amansor de 1820 y que pueden leerse en una pequeña placa al pie de peatón y de La Bibioteca Vacía en el lugar exacto en que tantos pirados prendieron pira.

DOS Ahí está, en Berlín, en la foto del periódico donde la descubrió Rodríguez y en sus sueños donde ahora la mira y la tiembla.

La instalación de Ullman --Rodríguez se asoma a ella como quien se asoma a un abismo-- no se alza sino que se hunde. En el sitio exacto del centro de Berlín donde todo tuvo lugar --la alguna vez conocida como Kaiser-Fran-Josef-Platz que en 1947 cambió su nombre por el de Bebelplatz-- para hacer lugar en los estantes de la peor manera posible. Y el memorial inolvidable de Ullman no es otra cosa que un hueco en el centro de la plaza cubierto por un cristal transparente y blindado con, allí abajo, un conjunto de bibliotecas baldías. La idea/concepto de Ullman fue la de crear un vacío para que lo llene el recuerdo de aquello que se debe olvidar. Así, estos estantes hoy sin libros en memoria de ese fuego funerario. Y, suele ocurrir, tratándose de una elección elegida en concurso conmemorativo por el ayuntamiento, hubo muchos a favor y muchos en contra (algunos criticaron la idea de que allí no había ninguna "resonancia filosófica" y sí demasiado "vacío estático"). Y Rodríguez se informó de que el cristal debe cambiarse cada tres meses, que la temperatura se mantiene constante y controlada para que no se produzca condensación y la visión sea clara en todo clima, y que hay que entrar dos veces al año para sacudir el polvo de esos volúmenes fantasma que, en 1933, a muchos no les dijeron nada ni les produjeron felicidad alguna.

TRES Porque eso es lo que en su momento --hace ya unos años, pero parece que fueron décadas-- profetizó propagandísticamente la "consultora de organización" Marie Kondo. La japonesa más perturbadora desde Yoko Ono primero se metió con los armarios y enseguida atacó las bibliotecas con la siguiente orden para el orden: no podía haber más de treinta libros en la biblioteca doméstica de todo hogar que aspirase a la dulzura. Y, según Kondo, el modo de escoger a esos privilegiados era el de sostenerlos y sentir si te hablaban o te hacían feliz. Kondo --entonces en la cúspide de su fama ingresando a esa dudosa lista de las 100 Personas Más Influyentes del Año de la revista Time-- es autora, Rodríguez lo verifica, de muchos más de treinta libros (que incluyen hasta versión manga de sus enseñanzas y agenda planificadora). Pero ya no figura en lo de Time porque, se sabe, vivimos tiempos TikTok de influencias pasajeras y de modas efímeras. Y la metodología de Kondo era primero la del férreo y disciplinado KonMari; pero el año pasado --asegura que después de dar a luz a su tercer hijo y de, seguramente, tener una conversación a fondo, a fondo de armario, con su agente y el departamento de marketing de su editorial-- lo suavizó, relajó y "flexibilizó". Y el contemporáneo KonMari mutó al ancestral Kurashi; porque Kondo fue iluminada por la sabiduría de sus ancestros y "la filosofía nipona Chowa" y se dio cuenta de que "no podía ser tan estricta" (¿se permitirán ahora unos sesenta libros?) y de que "hay que dejar un espacio para el caos". Lo que no pueden imaginarse como lo tranquiliza a Rodríguez, desde siempre practicante del tsundoku o arte de comprar y acumular libros sin que sea obligatorio el leerlos; porque basta con mirarlos y verlos ahí, felices y reproduciéndose y hablándole todos al mismo tiempo en ese caótico y colorido agujero negro que no devora luz sino que la irradia y que es su nada vacía biblioteca.

 

CUATRO Pero semejante alivio de Rodríguez --ya se explicó-- no reduce para nada el agobio de que todos sus libros le hablan y lo hagan sentirse feliz y de, por cuestiones espacio-estructurales, haberse visto obligado a poner en práctica su propio método: el RodriOut. Una suerte de Sophie's Choice que lo obliga a sacar tres libros "viejos" por cada libro "nuevo" que entre (y, sí, todo parece indicar que de ese talentosos advenedizo y cortesano y finalmente deprimido William Styron sólo conservará Set This House on Fire: su novela más fallida por menos calculada y más honesta; y es que para Rodríguez este autor nunca volvió a ser el mismo luego de leer sus cartas rebosantes de intrigas y trepar metódico a la vez que, disimuladamente, se daba un empujoncito a colegas para que rodasen escalones abajo). Pero, claro, no hay elecciones tan fáciles (o tan menos difíciles) y Rodríguez se acuerda de esos talking books en The Time Machine de H. G. Wells que no eran (no serán) los de Mary Kondo riendo histéricamente e intentando convencerte de que ellos te hicieron tan feliz sino explicándote cómo fue que todo se vino abajo, estantes incluidos. Y Rodríguez recuerda la biblioteca de sus padres. Menos de treinta libros, seguro. El de los récords Guinness, un par de premios Planeta comprados casi bajo hipnosis, aquel de Irwin Shaw (tanto mejor que Styron) en el que se basó aquella serie de tv de tanto éxito, los tomos sueltos de una enciclopedia incompleta, alguno de algún político, la Biblia, y --favorito de los que leen poco-- el inevitable y jamás destronado El Principito. Ese que se anticipó a Kondo con aquello de lo esencial es invisible a los ojos pero, también, jodiendo todo el tiempo con aquello otro de que le dibujen un cordero. Y, claro, el narrador se lo dibuja en la página de una libreta que acabará siendo la página de un libro. Ese libro que Antoine de Saint-Exupéry escribirá luego de salir volando de ese desierto para que lo derriben y lo maten sobre el mar esos mismos nazis que, sin quererlo, ayudaron a inspirar una novela titulada Fahrenheit 451 en la que una jovial cuadrilla de bomberos se dedican a vaciar/reordenar bibliotecas con el más eficiente de los métodos.