El 20 de noviembre, el lunes siguiente al triunfo electoral de Javier Milei, me pasé el día escribiéndome con amigos igual de aturdidos. Nadie lo podía creer. Por la tarde me escribió Renzo. Cada tanto viene a las sierras para verse con su familia; se ve conmigo también. Es artista, buena onda, buena cama. Quería saber si estoy con ganas. La verdad que no, pero le dije que sí. Capaz que me hacía bien desnudarme.
Renzo llegó e hicimos un sondeo político. Compruebé con alivio que el resultado lo tenía mal también. Acá siete de cada diez votaron a la Libertad Avanza; hacia medianoche del 19 de noviembre se escuchaban los bocinazos festejando su triunfo. Fuimos a la pieza. En la vida Renzo se presenta como un muchacho tranquilo, pero en la cama se vuelve dominante, el tipo de chabón que te coge la boca hasta que los mocos te salgan de la nariz. La última vez rompió los calzoncillos que yo tenía puestos y se los llevó después. Me gusta. Ya nos hemos visto bastante y con la confianza que tenemos es fácil entregarme. Creo tener el control incluso cuando me sujeta.
Se armó lo de siempre. Me escupió en la boca; poco después me encontré arriba suyo e intenté escupirle yo. Ahí la cosa cambió. Renzo apartó la cabeza, pero no solamente eso: me miró casi con furia. Sus ojos decían: «¿Cómo te atrevés, mierda?»
He salido del lugar sumiso que voluntariamente acepté.
Me enojé sin entender del todo por qué: me fui al baño y al volver le pedí que se fuera. Por un lado soy un ridículo: me ofendo porque Renzo no quiere mi saliva en la boca. Por el otro me queda grabada la violencia –hasta la repugnancia– en su mirada. De repente no quiero someterme a eso. No quiero esa ira en mi cama. Me parece que no he entendido cabalmente lo que implica el juego con Renzo. El rol de puto que asumo con él me deja expuesto, sin el derecho a devolver baba por baba. En este nuevo país sólo los machos están autorizados a dar escupitajos.
Quizás no me guste más ocupar ese lugar. De todos modos lo echo.
Incluso coger es distinto en los tiempos de Milei.
Vivo en un pueblo de unos diez mil habitantes y las opciones no sobran. Hay muchos hombres tapados. Pocos ponen la cara en las aplicaciones. Durante un tiempo me veía con Raúl, de acá, casado con una mujer. No me banco mucho el closet –que, por cierto, no es solamente un fenómeno de pueblo–. Me separé de mi ex novio en Rosario en parte porque no asumió su sexualidad. Tampoco me gustan las situaciones de engaño. Sin embargo, yo justificaba el arreglo con Raúl con una variedad de excusas.
Era un garche nomás: no buscaba ningún compromiso con él. Su vida oficial no era asunto mío. El hecho de que estuviera tapado hasta me convenía: no iba a comentar lo que hacíamos a nadie. En Rosario el chisme me había jodido bastante: si una ciudad de un millón de personas podía volverse un infierno grande de gente metida, en un pueblo chico de verdad tenía que cuidar incluso más mi intimidad. Raúl no iba a decir nada. Simpatizaba con él además: el tipo vivía en un ambiente conservador, salir del closet implicaría perder a su familia y posiblemente su trabajo. La situación me hacía un poco de ruido, pero no lo suficiente para dejar de verlo. Como dije, las opciones no sobran.
Una tarde después de culiar nos sentamos en mi cocina tomando mates. La charla tocó el tema de la política. Raúl había votado a Milei: empezó a hablar de la necesidad de un cambio, de los ladrones de la otra banda. De repente yo contemplaba su doble vida con ojos menos comprensivos. Quedarse en el closet no era una cuestión de miedo solamente, sino de contar con los privilegios de un varón aparentemente heterosexual. No se trataba sólo de temor y la homofobia del medio sino también de hipocresía e interés. Votó a Milei desde esa heterosexualidad trucha. Yo a mi modo colaboraba con la farsa: me mandaba mensajes cuando quería quitarse la calentura de encima. Después regresaba a su vida de familia.
Me la bajó terriblemente. No lo eché de mi casa, pero tampoco lo volví a invitar.
Aún me tira onda de vez en cuando. Le respondo –de manera muy anglosajona– que estoy a full, que no me encuentro en casa. No le digo que no me escriba más, que no pienso acostarme con él por libertario. Casi todos mis vecinos lo son. En rigor no es una cuestión de principios sino de deseo. En ese momento en la cocina me dejó de calentar.
¿Qué significan estas experiencias? ¿La convivencia con el gobierno libertario me ha vuelto más vainilla, menos tolerante? ¿Mi perfil de Grindr debería rezar «Trátame suavemente»?
No creo, al menos no del todo. Este año me ha provocado una alergia a la impostura, a la masculinidad como performance. La violencia como show se ha convertido en una parte tan cotidiana de la vida que su aparición en el sexo no da morbo sino rechazo. Aún me gusta que me cojan fuerte, pero si tienen que armar un personaje de machito para poder hacerlo me recuerda el espectáculo que Milei sostenía por un tiempo con Fátima Flórez para demostrar que era un hombre como todos los demás. Pensar en Milei es como pensar en Barney de Los Simpson en bikini: mata todo deseo.
Busco una fuerza menos actuada, que se sepa fuerte sin la necesidad de la muleta de los roles.
Así que últimamente tengo menos sexo. Los tiempos me tienen alterado, como a todo el mundo: listo para percibir faltas de respeto por todos lados. No aguanto ni los disfraces ni la doble moral. En la cama, al menos, quiero un poco de sinceridad.