¿Dónde podemos encontrar el origen nuestra apatía, de nuestro aburrimiento radical, del vacío de sentidos que desertifica nuestra existencia, de la distancia infranqueable de nuestros cuerpos, de la soledad?.

Para entender este proceso Nietzsche se remonta a los orígenes de nuestra civilización. Afirmaba que allí había existido un pueblo fuerte, que a través del arte afirmaba la vida, creaba valores, imprimiéndole un sentido a su existencia.

Hablaba del origen de la tragedia, en la Antigua Grecia, del culto a Dionisio, proveniente de Asia. Dionisio era el Dios de la embriaguez, de la locura, del caos. Implicaba la disolución de las fronteras entre los cuerpos, de las jerarquías sociales, de la diferencia entre el hombre y la naturaleza. Era el Dios que derribaba el principio de individuación, -que marca la diferencia entre los seres, fusionándolos, en la medida en que implicaba entrar en contacto con la unidad o comunión primaria entre ellos. El arte dionisiaco arrasaba también con la conciencia, con cualquier tipo de idea relacionada con la responsabilidad, con la libre elección o la mesura. Contagiaba a los cuerpos, los arrastraba al éxtasis, llevando la vida a un estado de plenitud extraordinario. Dionisio era el Dios del azar, el que tiraba los dados para jugar con la vida, y sus seguidores ya no podían frenar sus impulsos, controlarla, ser responsables de las decisiones que tomaban. En ese estado, ni siquiera sería posible conservar una identidad, la fragmentación de las partes que podrían constituir un todo, porque se trataba de la fusión universal del todo, anterior a las partes.

El tiempo y el espacio desaparecían en este avance de una nueva realidad, metafísica, absoluta, donde el hombre conectaba con la eternidad y con sus dioses. Los participantes de este culto ingresaban a un mundo anterior a la palabra, a las conceptualizaciones, a los símbolos.

El culto a Dionisio vino de la mano de la música, a través del Ditirambo, coro de seguidores de Dionisio. Cuando los griegos se encuentran con él, vieron un mundo nuevo, caótico, demencial. Era la vida, desnuda, creada por un Dios que, como decía Heráclito, se divertía jugando a los dados con el mundo y con el hombre, armando castillos para después destruirlos. Toda la crueldad entonces, de las fuerzas creadoras del universo, al desnudo, se mostraba frente a un pueblo, corriendo el velo de maya, es decir, de la ilusión. Frente a esta irrupción, los dioses estaban en peligro. Fue necesario que interviniera el Dios Apolo, como fuerza antagonista, para ponerle algún tipo de límite a Dionisio. De manera que entre ellos se llega a una tregua, delimitándose un espacio y un ámbito de acción para cada uno.

Con el arte apolíneo, el griego pudo figurar las terribles imágenes que tenía en sus sueños. Frente al caos en el que Dionisio jugaba a afirmar y a destruir el mundo, frente al desenfreno que era un éxtasis pero a la vez desataba el terror, el griego, gracias al mundo apolíneo, pudo ponerle palabras y símbolos a ese universo que tanto sufría. La tragedia nace, por lo tanto, de un sufrimiento profundo, de un intento para hacer soportable la vida de un pueblo que sufrió, tal vez, más que cualquier otro.

Apolo era el Dios de la mesura. Más tarde quedará asociado al arte que brota de la conciencia, o de la razón. Con Sócrates, y a través de Eurípides, el mundo apolíneo se diseminará en la cultura griega, a costa de la influencia de Dionisio. La belleza, decía Sócrates, tiene que estar ligada a lo que pueda ser comprensible, es decir, a las ideas verdaderas. Un arte como el de Dionisio, al no ser consciente, y a la vez comprensible, no podía ser verdadero. La verdad estaba relacionada con lo correcto. Un artista, de esta forma, tiene que ser consciente de lo que hace, y para quien lo hace. El público debe entenderlo, y el artista debe seducirlo, conquistarlo. Se forma así el gusto erudito, que legitima al artista, lo cual cimentará, en la historia del arte, una vez llegada la modernidad, el gusto burgués. En él, la técnica, el saber específico del artista, pasa a tener preponderancia, y el público tiene que tener el ojo cultivado, o adiestrado, para entenderla. A la vez se tratará de un “público cansado”, que asiste a un teatro para distraerse, evadirse de su realidad cotidiana, en un gesto de entretenimiento, sabiendo que, en general, los personajes que representan un drama son una ficción.

Se tratará de un arte consciente, tanto por parte de los actores como del público. Por el contrario, dirá Nietzsche, lo mejor del arte, surge de un estado de inconsciencia, como ocurría con el arte dionisíaco. Se tratará a su vez de la división entre el público y el actor, cuando en el arte dionisiaco esas instancias no estaban separadas. A su vez, en la tragedia ática, el hombre no solo creaba el arte, sino que él mismo era la obra de arte. Mientras que en el arte apolíneo, y el arte que le sucedió, la obra de arte se vuelve un objeto exterior al artista.

Antes de Sócrates, debemos decir que el arte no estaba separado tampoco del resto de la vida del artista. El arte estaba integrado a una totalidad vital, a la mitología, a la moral del pueblo griego. Cuando llega Sócrates establece algunas divisiones. La razón se separa del arte, lo analiza, lo juzga, lo somete a conceptos y a cánones, lo separa de la verdad, lo expulsa al universo de prácticas que conducen al error, en la medida en el que el arte estaba, antes que Sócrates, relacionado con los sentidos, con la sensualidad, con los instintos.

Después de Sócrates el arte apolíneo se separa del arte dionisiaco, y crece por diferentes espacios de la vida social. Ya no será una forma de resistir, soportar, o llevar la vida hacia el cenit de sus posibilidades. Se separará de la vida, y se autonomizará. Los artistas también se autonomizarán, tomarán distancia del público, con prácticas que requieren saberes específicos. Ya no todos serán artistas (el hombre dejará de ser artista de su tiempo, destruyendo valores y creando nuevos). El arte ya no será intempestivo, sorpresivo, violento, impredecible. La vida, separada del arte, se tornará monótona, insípida. Un público cansado, que ya no puede creer en nada -nihilista- asistirá al teatro para escapar de su tediosa vida cotidiana, o de sus sufrimientos. El arte, impotente, ya no podrá encantar la vida. Y la vida, separada del arte, se tornará un simulacro.

[email protected]