Saldré de Argentina como argentina y entraré a Italia como italiana. Por primera vez: Italia. Una italiana que no conoce su país. ¿Cómo es posible ese sinsentido? Me dicen que no tengo que sentirme así, que legalmente es lo que corresponde. La sangre lo determina. No seré la primera ni la última con estas condiciones. Igual me siento un poco estafadora porque de esa otra identidad sé poco y nada. No hablo italiano.
Hablo por teléfono con el familiar que me va a recibir en Acri, el pueblito del sur donde nació mi padre. Él habla español porque vivió unos años en Argentina. Me reta cariñosamente porque no sé el idioma. De chica tomé unas clases, no recuerdo si me mandaron o yo quise aprenderlo pero lo dejé ante el primer tropiezo, me resultaba dificil; nunca se me dieron bien los idiomas. Pero además había otra cosa. El italiano me parecía un idioma bruto, gritón, ruidoso. Qué estupidez me digo hoy. Ahora me encanta escucharlo. Me parece simpático y fuerte. Ahora la bruta soy yo que no sé hablarlo.
Supongo que voy a Italia justamente para saber un poco más. No solo del idioma. Para encontrar allá algo que tal vez tengo y no reconozco.
O tal vez vaya para hacer ese viaje que mi padre no hizo. Se vino a los nueve años después de la Segunda Guerra. Jamás volvió, nunca pude entender por qué. ¿Qué se lo impedía? Ya no puedo preguntarlo. Se fue demasiado pronto como para contestar este tipo de preguntas. Tengo la edad que tenía cuando murió. Tengo su sonrisa un poco ladeada, sus pómulos marcados; a veces, en verano, sus ojos amarillos. Tengo también parecidos arranques enojosos.
Quiero conocer la casa en que vivió. Me dicen que está en las afueras del pueblito donde nació. En la montagnola. Caminaré por donde él pisó. ¿Habrá cabras? Un recuerdo escurridizo me dice que las había.
Por estas semanas vi algunas películas italianas para escuchar la música del idioma. Las de Paolo Sorrentino. Mr Ripley ubicada en la encantadora costiera Amalfitana. Pero en realidad en mi vida no he visto muchas películas italianas salvo las de Nanni Moretti y alguna que otra. Tampoco leí muchos libros.
Qué pecado. Ahora me gustaría haber leído más y rememorar pasajes en los lugares que voy a visitar. Leo, en cambio, El pasadizo secreto. Escenas de una autobiografía feminista, de Elsa Drucaroff, que acaba de editar Marea. Un libro precioso en que ella reconstruye su vida y narra su vínculo con Italia y las feministas italianas de la diferencia sexual, especialmente con Luisa Murano, con quien dialoga extensamente en sus páginas.
En un fallido, escribo “autobiografía secreta”, mientras pienso que quizás Italia es justamente eso para mi: biografía secreta, desconocida incluso para la autora.
Drucaroff relata que fue en Italia que se hizo feminista o por lo menos pudo ponerle nombre a lo que era sin saberlo hasta entonces.
Cuenta además que en la casa de sus abuelos siempre había un “pensionista”, alguien que caía a la hora de comer sin haber sido invitado y el abuelo le decía a la abuela que pusiera un plato para fulanito. “Total así como hay oxígeno en el aire y sale el agua de la canilla del baño, de la esposa sale comida si te sentás a la una a la mesa, lo sabe cualquier macho”, dice.
Leer ese fragmento me recordó las veces que mi padre invitaba a comer a cualquiera que pasaba por casa sin preguntarle a mi madre si tenía ganas de cocinar. Ella enseguida empezaba a sacar comida de la galera con su silencioso disgusto.
Esas eran cosas que yo asociaba a la italianidad (aunque ahora sé que son más universales).
Tal vez tener un padre italiano y machista fue lo que a mí me hizo feminista.
Por eso, ahora que lo pienso, mi rechazo de chica a lo italiano. Lo bruto que yo asociaba al lenguaje era en realidad toda una modalidad cotidiana que a las mujeres nos sometía. No podía separarlo de las prohibiciones, las reglas que me querían en casa ayudando a mi madre, obediente. “Ser mujer es padecer la enfermedad subjetiva de estar conformada por un lenguaje que nos niega”, dice Drucaroff.
En mi origen, siempre fui la segunda porque el primero había nacido antes que yo, algo obvio, era incluso el primero en toda la familia ampliada, pero era segunda también en un sentido simbólico, sobre todo porque él era varón.
Al final, yo que siempre fui la segunda de mi hermano, tuve dos hijos varones. Mentira que es fácil el vínculo de la madre con el hijo varón. Dificil ser madre en tensión permanente por no dejarme arrasar por el rol de abnegación que me propusieron en la cuna y que no puedo soltar del todo, aun con mis hijos ya grandes y con años de feminismo transitados.
Quizás porque ya no hay padre, ni madre, ni casa de la infancia a la que volver, ir a Italia se me hizo necesario. Hace unos cinco años que imagino este viaje.
En el libro El pasadizo secreto, que es un relato de viaje a Italia y también un viaje personal, Drucaroff juega todo el tiempo con la voz del narrador. Habla de “ella” cuando se refiere a aquella joven loca de amor por un italiano en los 80s, habla en primera persona cuando se refiere al presente, el del último viaje en el que se encuentra con aquella que fue y resignifica su estar hoy en el mundo. Interesante ese juego porque todas somos un poco ella y un poco nosotras todo el tiempo.
Buscar “nuestras palabras propias”, propone Drucaroff. La frase, que parece redundante no lo es para nada. Las palabras nuestras, las de las mujeres, las mías.
El feminismo es un viaje sin retorno, dice.
Es cierto que trabajé para ser ciudadana italiana. Estuve casi veinte años para lograrlo. Empecé en el 2001 cuando el Consulado estaba atestado porque todo el mundo se quería ir del país y conseguir turno era imposible. Pasaban los años, me agotaba insistir con los turnos y no conseguirlos pero volvía. Tuve un hijo, pedí la partida de nacimiento especial para poder hacerlo a él también ciudadano. Seguía sin conseguir turno. Me embaracé nuevamente y alguien me dijo que para los tanos una mujer embarazada es como Dios así que si iba con la panza me dejarían entrar al Consulado. Y así fue. Entré casi al filo de los nueve meses, me atendieron pero marche preso.
Ya no me acuerdo cómo conseguí el ansiado turno para la ciudadanía y logré acceder a ese título; un certificado que trasladé a mis dos hijos, que no conocieron a su abuelo.
Allá vamos con nuestra carta de presentación. Viajo con mi hijo mayor. Tiene un nombre italiano en honor a Moretti, ese director de cine que me gustaba tanto. Ahora él, mi hijo, se dedica al cine. Me gusta pensar que tuve algo que ver con eso. La relación madre e hijo también tiene esas cosas.
A veces digo que mi trabajo a lo largo de los años fue ir deshaciéndome de aquella que me pedían que fuera y no era del todo yo. Mientras crecía me alejaba de esa italianidad asociaba al machismo.
Encontrar mis palabras propias, parafraseando a Drucaroff, fue el trabajo que me llevó y me lleva toda la vida. Animarme a hacerlas públicas más aún. Decidirme, con ellas, a cruzar el charco también.