Es una mañana de agosto, acabo de leer La invención del equilibrio, de Alicia Genovese, y me siento a murmurar algunas ideas. Miro por la ventana, y el Sakura, justo desprende una de sus bellas y fugaces flores. Recordé instantáneamente unos de los versos del poema que cierra el libro: “Agradecí este lazo anudado, que desaparece y aparece, para volver a abrazar”. Y agradecí yo también, estar en este círculo.

El poeta crea la armonía partiendo del caos, decía el poeta ruso, Alexander Blok. Un quehacer minucioso en busca de la palabra que siempre es subterfugio. Muchas cosmogonías antiguas sitúan al Caos junto a Gea, en el origen primigenio del universo. Por eso una contingencia, una caída, un desorden, pueden ser el inicio de un avatar filosófico-poético con el lenguaje.

Genovese entiende que la armonía se encuentra en la tensión de los opuestos, que no hay modo de inventar un equilibrio sin abrazar el desequilibrio. La lucha constante de lo Apolíneo y lo dionisíaco. No es en la dominación de uno sobre otro, sino en la integración de ambos, donde se da permiso a lo vital, a la expresión artística.

La ética del accidente es justamente esa, su pulsación, su ritmo, una fluidez acompasada que abre al misterio desde esa invención. Pero el ritmo no sólo es fluir, también contiene, es continente, es la forma como se manifiestan los poemas. Levertov hablaba del poema como un zigzag, marchas y contramarchas donde el verso danzará.

Hay algo de lo movedizo, pero también algo de la sujeción en ese hacer equilibrio de cada verso. Esos engranajes que van marchando no sin temor a la caída, que en algún momento también debe ser olvidada para avanzar en la línea. El poema que abre el libro se titula: Caídas (hacer del tropiezo inicio) escribe: “Quien pudiera cada vez que se para/o camina, cada vez que trepa/un escalón pensar que es peligroso. El acto automatizado/ lo olvida”.

La caída primera proporcionará otras caídas y estas, serán facilitadoras de otra cosa, de un abrirse en otro espacio en continuo giro.

La poeta va buscando el verso desde la contingencia y el trabajo, al mismo tiempo en que se lo atraviesa, como esa trapecista del poema. Así mismo, “el ritmo desata el movimiento y el movimiento desata el ritmo” en palabras de Arturo Carrera.

Siempre que se aborda el equilibrio, se figura también, la oscilación, el péndulo, lo inestable. Las simetrías en sus posibles improvisaciones. Y el equilibrio como lo inesperado, donde algunas de las claves están en el jardín, y en los animales, aparecen metáforas extendidas a todo el dictum de lo vivo.

En constante intertextos, con Klee, con Kandinsky, magistralmente trazados, aborda las ideas de la Línea y el Círculo, las formas básicas e infinitas donde en la búsqueda del equilibrio siempre de alguna manera aparece lo imprevisto que trastoca las imágenes. Reflexiona con pintores como Turner y Veernir contemplando esa pared que ha decidido dejar en blanco, esa simetría que permite el movimiento, permite meditar. Porque este libro se podría pensar como el resultante de largas meditaciones. El equilibrio como quietud y vacío: esa pared y ese pentagrama del poema Simetría (las improvisaciones) donde el poema canta: “Hay un pentagrama en blanco/en las improvisaciones/una felicidad aún informe/en la vía venturosa/hacia ninguna parte”

Percibimos así, el flujo natural del Tao en sus circunstancias, lo siempre dinámico y abierto, lo que contrae y lo que expande. Dice: “Existe el equilibrio y no existe. Ese es el equilibrio” en esa dimensión podríamos pensar la escritura del poema, siempre en movimiento. Así como Valery definía a la prosa como un caminar y a la poesía como un danzar; encuentro en este libro una manera más de mirarlo; como una caminata sin objetivos, no porque no se sepa ,tal vez, a donde ir, sino porque en los avatares que se presentan, en esos ajustes y desajusten, las lianas del verso van haciéndolo posible, para que esa cuerda que es el corazón de quien escribe, en ese hacer casi imposible, experimente, invente ser la cuerda, en la presencia de esas dos fuerzas transformadoras inmanentes del universo.

Cuando termino de escribir la última línea temblorosa, me acerco al cerezo y veo para mi sorpresa, nuevos brotes de flores, la felicidad en lo inesperado hace latir más fuerte mi corazón, y recuerdo otro verso de Alicia que me queda vibrando en su sonoridad etimológica: “cor, cordis, el corazón impone su azar”. Vuelvo al escrito más agradecida aún, de estar en este círculo, para poder abrazar a este libro y a su autora.