Con sus sonrisas después de cada gol, Lionel Messi rompió otro parámetro. Demostró que para los campeones del mundo, por más millonarios que sean y más allá de lo que se diga de ellos, el fútbol es también un juego.
Desde lo técnico, no hay nada para agregar sobre Messi. Desde lo humano (¿será humano?) se lo vio como en sus mejores tiempos. Desde la final de Qatar que no se lo veía sonreír como contra Bolivia. Vean el primer gol, como lo mira a Lautaro Martínez a poco de fundirse en el primero de los seis abrazos de la noche. Fue por vos, fue por vos, parece decirle al delantero del Inter.
Ni hablar de los otros dos. Con el quinto y en carrera al nuevo festejo lo abraza a Thiago Almada, otro de los que piden pista en una Selección que no afloja su nivel. Pero en el sexto, el tercero de la noche messiánica, todo se vuelve alegría, risa, abrazos, palmadas. Una conjunción más Monumental que nunca. Adentro y afuera, porque la gente se queda como callada, que no es otra cosa que una forma de expresar asombro. Gritan pero están hipnotizados mirando a ese tipo que viene de otro mundo y que no para de darnos alegrías y que festeja. Acaba de hacer lo que algunos definen –en tono europeizado– como hat-tricks. Pero que en nuestros pagos siempre serán "3 goles en un partido"; o como dice un amigo, "tres pepas".
Hasta un pibe llora en la tribuna, con una adulta (¿su madre?) a su lado que lo abraza sonriente, como si el gesto común de la noche del 6 a 0 fuese el del abrazo. El pibe llora porque seguro que ama a Messi y que se sabe testigo de un partido histórico. Quién podrá olvidar que alguna vez Messi volvió a reír como ante los bolivianos.
A sus 37 años (digamos más directo: a sus casi 40), Messi demuestra que puede jugar cómo, cuándo y contra quién quiera. Si en el Mundial dejó por el suelo, literalmente, a veinteañeros que le querían sacar la pelota, dos años después gambetea y corre ante todos y no se la sacan. No pasa el tiempo para él. ¡Lo detiene! A lo sumo pasa para el resto que lamentamos de antemano su retiro. Pero Messi está mejor que Roger Federer o Rafa Nadal, sus contemporáneos deportivos más grandes, por citar ejemplos de alto nivel.
Los jugadores de la Selección juegan para divertirse. No hay otra manera de entender, si no, esas caras de pibes de potrero, que es lo que fueron o lo que son y que no quieren olvidar por más superprofesionales que sean. Ahí está el rostro como embobado de Rodrigo De Paul al mirar desde el banco de suplentes a Messi festejar el último de la noche. Después lo abrazará, ladero suyo como es, pero por el momento no le sale otra cosa más que la admiración. Dicho sea de paso, qué enorme jugador es De Paul y qué necesario en esta historia. Irritable para los contrarios, pero perfecto para la fiesta argentina.
Volvamos a los goles. En el segundo, es Lautaro quien devuelve el gesto a Messi y mientras se zamarrean y se abrazan mira a la gente y gesticula un fue él, fue él, por el pase que le acaba de dar.
Las pruebas del sentimiento siguen. Julián Álvarez festeja el suyo y en el regreso al mediocampo habla como si fuese el pibe que siempre fue; o el que era –hoy ya mucho más maduro– hace dos años, cuando ni se perfilaba aún con ser titular de una Selección campeona del mundo. Miren también la cara de Thiago Almada tras anotar el cuarto, el primero suyo oficial en el seleccionado.
Estos pibes no pueden más de alegría. Si muchas veces se los criticó y se los calificó de millonarios a los que no les importaba nada, ahora es el momento de reconocer el error y entender que sienten la camiseta. En las buenas y en las malas, con caras tristes o con sonrisas, como las de la noche ante Bolivia. Otra cosa: hay que dejar de hablar del retiro de Messi. Y cambiar el concepto de "viejo".