Todavía no me mudé físicamente, pero en sueños ya habito mi próxima casa. En el sueño es de noche y estoy en el balcón de mi nuevo hogar: un tercer piso, que me da vértigo. Diviso a lo lejos, por el este, unas luces; tal vez sean del puerto. A pesar de mi aprensión, me apoyo en la baranda, con mi viejo teléfono móvil en la mano, y la mano sobre el vacío que se abre ante el balcón. Es un teléfono antiguo, pesado. Lo tengo a Bruno hablando en altavoz, desde Buenos Aires. Me resulta raro, porque yo ya no me hablaba más con Bruno. Su voz oscura pesa como un ancla. Le dejo decir dos frases y lo interrumpo con una excusa. Se ve que se da cuenta de que es una mera excusa, y me dice algo que me hace enojar. Entonces corto. El teléfono, tal como temía, se resbala de mi mano, pero hacia arriba, y queda flotando en el aire. Me asombra que haga eso, y pienso que a lo mejor los teléfonos siempre flotaron y yo no lo sabía. Tanto la ingravidez como el pensamiento duran un breve instante. Paso del asombro al espanto, porque veo cómo enseguida el teléfono sigue subiendo, atraído por algo muy en lo alto.

Me desespero, pero no lo alcanzo. Sube unos kilómetros en la noche. Al fin desaparece.

Me quedo muy mal. ¿Acaso he vivido en un mundo de teléfonos flotantes, y no lo sabía? Y no lo sabía porque nunca había soltado el mío. Y por no saberlo, al instante en que aflojé la presión de mis dedos se deslizó de entre ellos, como el piolín de un globo a gas de entre las manos de un niño. Y flotó lejos, hasta quedar fuera de mi alcance. Y lo perdí para siempre. Extraño mi viejo teléfono. Me duele el vacío que dejó. Y me molesta lo inverosímil de la pérdida. No es algo que se pueda andar contando. Se lo cuento a mi primo Tomás, que es un escéptico. ¿Qué hace mi primo Tomás en este sueño? Me había prometido ayudarme con la mudanza, y la promesa misma ya lo trae a este espacio de mi nueva casa, porque así es como funciona el mundo de los sueños. Eso pienso.

Tomás era un creyente y ahora también, pero al revés. En mi nueva casa del sueño ya tengo mesa, porque fue en lo primero que pensé cuando decidí mudarme: una mesa de madera, bien amplia, donde puedan desparramarse mis libros y mi gato. Alrededor de la mesa estamos. La madera es de un tono marrón claro. Las luces son cálidas. Hay tal caos sobre la mesa que no tenemos ni un resquicio donde usarla; nos quedamos de pie a su lado. Le cuento a Tomás que fue como si al viejo teléfono lo hubieran atraído con un imán desde alguna parte, un lugar imposible en lo alto. Pero quiero que le quede claro que no estoy hablando de la posible existencia de platos voladores de otros planetas, ni de abducción ni nada. Que sucedió tal como lo cuento, y que no entiendo qué pasó.

Siento que al no entenderlo tampoco puedo aceptarlo. Estoy esperando encontrar mi viejo teléfono por ahí en cualquier lugar de la casa y descubrir con alivio que fue una confusión. Lo busco entre el caos de cosas recién llegadas. Pero no lo recupero. El viejo teléfono desapareció. Tomás me dice que no desespere, que caben dos posibilidades: si subió solo, a lo mejor cae solo; si me lo sustrajeron, en una de esas lo tiran por ahí.

¿Pero entonces estamos en un mundo en el que los teléfonos flotan? Sí, claro, y así es el mundo de este sueño, me explica una voz, que no es ni la de Tomás ni la de Bruno. Y en este mundo, por lo visto, sigo hablándome con Bruno, tan enojado como estaba él por los sucesivos lugares horribles en los que traté de vivir y que vengo abandonando. En este mundo ingrávido, no dejé de hablarle a Bruno, y puedo mandarle fotos del nuevo lugar, más lindo que los otros. Y me dirá que tenga cuidado, que los teléfonos se alejan flotando de nosotros y los perdemos, a menos que los sostengamos todo el tiempo.

Sé que pronto voy a despertar en otro lugar, más denso, donde las cosas se quedan donde las dejamos, ya que la ley de gravedad las ata al planeta Tierra. ¿Entonces esta nueva casa donde estoy ahora en el sueño no es la Tierra, sino una copia más leve?

Esto puede ser mi nuevo departamento o una nave en el espacio. Aquellas luces no sé si brillan desde el puerto o desde el mundo terrestre que he dejado atrás. Y comprendo, a medida que observo mi nueva casa, que en este nuevo mundo las emociones crean los acontecimientos: yo quiero mudarme y me mudo sin más, me teletransporto al nuevo lugar. Bruno me extraña y aparece hablándome por teléfono, como si nada; yo temo que el teléfono se me caiga por el balcón y eso hace. Solo que cae para arriba, al no haber planeta que lo abaraje. Al menos no se rompe. Es muy leve todo aquí para romperse.

Es un mundo en el que lo leve sigue, porque de tan leve se vuelve indestructible. Y al mismo tiempo que es imposible tenerlo, asirlo con firmeza, tampoco se puede romper ni cortar ni quebrar. Todo flota a cierta distancia de todo, a la vez inasible y presente.

A lo mejor dentro de un rato me despierto y encuentro mi viejo teléfono en el mismo lugar donde lo dejé antes de dormirme, al lado de mi cama, en mi vieja casa. O puede pasar que no me despierte más: que mi corazón también se haya soltado, y esto sea el después.