EL REINO ANIMAL 7 puntos

(Le règne animal; Francia/Bélgica, 2023)

Dirección: Thomas Cailley.

Guion: Thomas Cailley y Pauline Munier.

Duración: 128 minutos.

Intérpretes: Roman Duris, Paul Kircher, Adéle Exarchopoulos, Tom Mercier, Billie Blain.

Estreno en salas de cine.

La conversación a bordo del automóvil, estancado en un embotellamiento, es de lo más corriente: un padre y su hijo adolescente discuten con ironía sobre casos y cosas cotidianas, entre otros temas la conveniencia o no de consumir papitas de bolsa. De pronto ocurre algo muy extraño. Una ambulancia se sacude y un hombre con enormes alas que no parecen de guardarropía sale corriendo del vehículo, saltando por los techos de los autos y escapando. Ni François ni Émile parecen asombrarse demasiado, más allá del susto inicial. Es que en el universo del segundo largometraje del francés Thomas Cailley, estrenado el año pasado en el Festival de Cannes, se da por sentado que algunos seres humanos han comenzado a desarrollar mutaciones que los transforman irreversiblemente en animales. De hecho, padre e hijo están de camino al hospital para visitar a la madre de Émile, cuya conversión física se encuentra en estado avanzado de animalidad.

El juego que propone Cailley cruza el drama familiar, la ciencia ficción y el tono fabulesco en una narración que logra triunfar en casi todo lo que se propone. A poco de mudarse a una pequeña ciudad de provincia, François (Romain Duris) consigue empleo en un restaurante y bar del lugar, al tiempo que su hijo Émile (Paul Kircher) reinicia las clases en la nueva escuela. No es fácil volver a empezar y los conflictos tampoco escasean, pero cuando la madre escapa del riguroso control médico y el hijo comienza a desarrollar extrañas actitudes, menos humanas que bestiales, la trama se pone en verdadero movimiento. Al dúo protagónico se le suma una agente de policía local interpretada por la súper estrella del cine galo Adèle Exarchopoulos, que a poco de conocer a François intenta mantener sus obligaciones como agente de la ley sin perder de vista la empatía, y una joven que entabla amistad con Émile a pesar de (o justamente por) su particular carácter.

Sin adherir de lleno a ningún formato genérico establecido, jugando con las referencias y códigos sin abrazarlos por completo, El reino animal reestructura los relatos de lobizones y otras hibridaciones animales: en el camino de ese padre y ese hijo hay hombres-pájaro, niños-lagartija, mujeres-pulpo y otras criaturas de un bestiario fascinante. En el fondo, podría pensarse que el guion recoge la estructura básica del relato de crecimiento (eso que en la jerga cinematográfica suele llamarse coming-of-age), aunque el paso de la adolescencia a la adultez de Émile definitivamente no es uno común y silvestre. Como si se tratara (de eso se trata, precisamente) de una versión excesiva y excéntrica de las explosiones hormonales y torpezas propias de la edad, Émile intenta ocultar la hirsuta calidad de sus relucientes pelos y esas excrecencias de queratina que insisten en usurpar el lugar de las tradicionales uñas.

En el camino, y más allá del drama personal de los personajes centrales, la discusión que se da en el ámbito social resuena con fuerza en toda su cualidad simbólica. ¿Aprender a convivir con esos seres que, más allá de su aspecto e instintos, parecen recordar algo de su humanidad previa, u optar por la salida de la exclusión y la violencia? Si algo no puede decirse de El reino animal es que sea una película previsible. Y en el marco de un relato que sólo opta por recurrir de manera pertinente al suspenso en apenas un par de secuencias, las emociones que acechan sobre el final no son otras que la de la tristeza por lo que ya no podrá ser y la esperanza –esa cualidad tan humana– ante un posible nuevo orden.