El momento preciso en el que una mujer decide desprenderse de su memoria como si fuera un órgano marchito que es necesario arrancar no responde a la lógica de la desilusión sino a la magnitud de lo espectacular. Algo dislocado parece ocurrirle a Linda (Paula Staffolani) cuando Lady Di, en su visita a la Argentina a mediados de los años 90, se niega a probar su torta galesa. 

Esa destreza que la protagonista de El tiempo del fin supo adquirir en sus días aciagos en Puerto Madryn se desmorona ante el fracaso. La llegada de la princesa de Gales era la culminación, la posibilidad de encontrar la validación de toda su vida. Frente al rechazo de su ofrenda, Linda decide que ya no quiere seguir siendo quien es, que todo su pasado deberá irse como un objeto innecesario que ocupa un lugar indebido.

Pero internarse en esa clínica, con el paisaje de un club náutico como fondo desolado, la obliga a desarmarse. Lo que vemos en la película de Alfredo Staffolani y Agustín Adba es un estado mental extraviado como la maquinaria que sostiene la discontinuidad de la trama.

El tiempo del fin dialoga con Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, el film de Michel Gondry donde una pareja, después de una separación, descubre que una clínica promete la cura del dolor gracias a la extirpación del tiempo que vivieron juntos.

Las imágenes hacen de cada personaje de la vida de Linda seres aislados en el derrumbe de esas edificaciones bonaerenses que alguna vez fueron palacios. Linda relata su estadía en esa clínica inhóspita y decadente que recuerda los escenarios de las primeras películas de Lucrecia Martel, con una médica prepotente y enérgica a cargo de Nayla Pose, como si estuviera dentro de un documental. El film es onírico porque se desprende de los efectos de una mente descuartizada por esos electrodos encargados de volverla un ser de puro presente.

Los personajes de su vida, el hombre que amó interpretado por Jorge Eiro, su hermano (Bruno Moriconi) que falleció en la adolescencia y aquí es retratado con una olla en la cabeza en una imágen que sintetiza ese mundo entre naturalista y fantástico donde todo se ha dado vuelta por la velocidad de los recuerdos y su padre (Juan Castiglione) surgen como partes disociadas de un relato donde el entorno, la disposición del espacio, la relación que los directores encuentran entre esa forma selvática, los escombros y esas construcciones macizas y derruidas componen la verdadera acción ligada a la disociación que sufre la mente de Linda. De hecho la protagonista también aparece en su versión adolecente en esos recuerdos que son la presencia de lo que se va a abandonar, a partir de la actuación de Renata De Benedetto.

Pero el relato no es completamente melancólico, la desilusión y cierta soledad de la trama (que se sustenta en el desprendimiento de la protagonista de todo lo que posee) nunca se deja ganar por la tristeza. 

Paula Staffolani juega una fragilidad agónica combinada con ciertos destellos de diva del cine de antaño. Hay una impronta teatral en la actuación del conjunto que intenta poner en crisis y traspasar la pantalla. 

El tiempo del fin no es únicamente una película. Esta propuesta que integró la programación del Club de Artes Escénicas Paraíso y ahora se presenta en el marco del FIBA tiene una instancia teatral. Paula Staffolani se ubica a un costado de la pantalla para contar en vivo, como si multiplicara su rol de narradora y, de este modo, se articulan dos temporalidades, el pasado del film que deviene presente gracias a la interpretación de la actriz y del músico Agustín Della Croce que la acompaña con el chelo.

Si El tiempo del fin es pura interioridad, la palabra ordena el itinerario perdido de una mente que se rompe en asociaciones despojadas de todo sentido. La memoria es el alma de esa identidad. Su ausencia implica una expiación. La falta completa de aire.

El tiempo del fin se presenta el miércoles 23 de octubre a las 16 horas en El Cultural San Martín (Cine /2). Entrada gratuita.