Mi madre guardaba en mi bolsillo unas DRF cuando me llevaba en bicicleta a la casa de un amigo de la primaria; yo aprovechaba cada parada para desacalambrarme mientras la escuchaba decir: guardalas, no las comas todas juntas, que son para compartir, no para que comas vos solo. No eran de mis golosinas predilectas, pero a ella sí le gustaban mucho, como los medallones de chocolate rellenos de menta. O tal vez, eran las que podía comprar. A mí me gustaban las de naranja, no las verdes o las de limón que no tenían gusto a nada. Aunque siempre prefería las azules que eran de Anís. Por eso, cuando ella se iba a trabajar de portera a la escuela yo iba a la bodeguita de papá y me tomaba del pico el licor 8 hermanos, que era azul y de Anís como las pastillitas. No llegaba a emborracharme porque pensaba que papá se podría dar cuenta observando la medida y abandonaba con culpa mi primer bar de copas.
De ella aprendí a guardar. Quizá porque es hija de italianos que vieron los fantasmas de la guerra o porque una vez cansada del frío del tambo en horas que los gallos todavía no cantan por miedo a que le salgan sabañones en la garganta se propuso cumplir el sueño de estudiar en la ciudad. Y tuvo que juntar uno a uno los pesos que costaba el boleto a Rosario vendiendo plantines y pajaritos silvestres que amaba. Quizá porque aprendió, al pisar la ciudad y que le robaran ni bien se instaló en la pensión, que las cosas había que guardarlas mejor y que en la ciudad no hay perros que ladren cuando aparecen sombras cuatreras.
Suele decir, cuando hay algún dulce en casa (repitiendo los ecos del folclore familiar), el que se come todo ahora mañana pone el diente al sol.
Para ella siempre fue negocio guardar y se burla de los minimalistas, porque no la engrupe el engaño del Mercado invisibilizando el tiempo y sudor que cada cosa le costó; y si a futuro algo necesitara, sería libre como las flores y pájaros que bordaba en manteles y repasadores, exorcizando cualquier luz mala del campo en aquellas zonas que el tendido eléctrico olvidaba.
Tampoco pudo convencerla la época del club de trueques, porque sospecha que el aura de cada objeto es kármico y no todo en la vida es intercambiable por más que los refucilos de la crisis nos enceguezcan como a las libres las noches de caza.
En el departamento donde crecí, los objetos se iban acumulando en los rincones desobedeciendo todas los consejos del Feng shui en torno al fluir energético; y mi madre, como ya no hacía tiempo para ordenar (o porque no se quería enfrentar a la ardua tarea de hacerles un lugar o desprenderse de algo) los tapaba con la misma cortina del comedor, dejando bultos amenazantes que seducían la curiosidad de las visitas. En una cena de cumpleaños, como mi madre no sabía qué hacer con ciertos objetos porque en poco tiempo venían parientes de visita, los puso todos en unas cajas y lo guardó en la bañera oculto detrás de la mampara. Mi hermana le cuestionaba que si los invitados iban al baño y se les ocurría abrir la mampara se iba a encontrar con todo los bártulos. Pero mi madre argumentaba que nadie tenía por qué abrir la mampara si vinieron a comer no a ducharse. Algún apresurado podría hablar equivocadamente de síndrome de Diógenes, pero mi madre conoce a la perfección cada cosa que tiene y puede reconocer si mi padre, de un portazo, rompe alguno de los imanes de porcelana que decoran la heladera.
Paez Vilaró construyó su Casapueblo con trozos de puertas enmohecidas, disecciones de mascarones de proa, utensilios erosionados que perdía el reflujo del mar para que la historia de la humanidad con manos de mujer moldee el barro de su casa. Y cada color que le robó al azul marino, lo invirtió en soles y horóscopos. El trozo de madera que Neruda rescató del Pacífico sirvió de escritorio en su casa de Isla Negra. Mi madre el mar lo conoció de grande pero aprendió a valorar los tesoros que las aguas tumultuosas de la vida le entregaban.
De los casamientos y cumpleaños de quince, como siempre fue costumbre, se llevaba el cotillón que después reutilizaba según la ocasión. En una oportunidad se había llevado como souvenir una careta de mujer bocona como el guasón pero muy triste o apenada porque la comisura de los labios estaba fuertemente caída y entonces esa careta, en una fiesta, funcionaba de manera antagónica y grotesca. Y mi madre se divertía en el anonimato bailando cumbia y rockandroll con ese rostro de mujer desahuciada.
Le gustaba sacarla a lucir en oportunidades singulares. Por ejemplo, solía aparecerse en los patios del colegio donde trabajaba de portera y observaba a mi hermana durante los recreos con sus amigos de curso asomándose por detrás de columnas romanas de una galería que bordeaba el patio central. Mi hermana no podía contener la vergüenza ante sus compañeros (y tal vez, algunos amores), pero la única que sabía la identidad de mi madre era ella. Aunque el solo hecho de verla asomarse, saludar detrás de una columna, caminar por la galería o mirar desde una ventana mientras cursaba sus estudios a mi hermana le daban ganas de evaporarse.
También solía llevarla en una bolsa junto con otras en los viajes que hacíamos a Villa María y, al pasar por el peaje o ante los zorros de la ruta, ella se ponía su careta predilecta y nos daba a mí y a mis hermanas algún cotillón para que usáramos. Mi padre no terminaba de entender a mi mamá y, enardecido, pedía que nos quitemos las caretas porque éramos más propensos a cualquier averiguación de antecedentes. Pero mi madre jugaba más que nosotros que éramos niños y no renunciaba a una buena ocasión para salir a lucirlas o se creaba el motivo para usar aquellas cosas que con esmero guardaba.
En una oportunidad, un sábado a la noche, mi madre tenía que ir a un cumpleaños; pero antes iban a ir a misa, para luego ir al evento. Mi padre, como mecánico que era, cuidaba el auto como una orquídea extinta, estacionó en la oscuridad de la calle Santiago sin luna ni poda y, como era costumbre en él, pidió que nada quedara arriba del auto. Mi madre guardó debajo del asiento del acompañante la cartera con lo único que tenía adentro de valor, la careta desahuciada. Al volver de misa, mi padre encontró el auto violentado en su cerradura y el único botín que se llevaron fue la cartera con la careta dentro. Imagino que ahora salen a asaltar como los personajes de la Casa de Papel. Mi padre profería un rosario de puteadas y blasfemaba al cielo lamentando lo poco que le había durado la comunión. Pero mi madre fue la más afectada e intentó durante años y sin éxito alguno comprarse la misma careta en cuantiosas casas de cotillón.