El discurso de Javier Milei en las últimas jornadas monetarias del Banco Central, se basó en explicar el actual programa monetario a partir del esquema ortodoxo de la teoría económica. Allí explicó su idea de que la inflación es siempre un fenómeno monetario y por qué se opone a fijar la tasa de interés, prefiriendo fijar las cantidades de dinero.
Según el presidente, la evolución de la economía real está determinada por las decisiones intertemporales de consumo de los individuos a partir de la dotación de factores y el estado de la tecnología. Esas decisiones también fijan la tasa de interés, que depende en última instancia de la productividad del capital y las preferencias intertemporales de los individuos.
Intervenir en la tasa de interés sería alterar las decisiones intertemporales de consumo, afectando el sendero de crecimiento establecido por los individuos, por lo que nuestro líder libertario prefiere fijar la cantidad de dinero, esperando así que los precios se estabilicen e incluso desciendan a medida que la economía se expande (“deflación”).
Pero la teoría de la tasa de interés ortodoxa tiene una falla de origen que el presidente parece ignorar. La microeconomía ortodoxa asume que, a medida que se acumula capital, su rendimiento va siendo relativamente menor (rendimientos decrecientes). Siendo así, existe un nivel de capital por habitante óptimo (“regla de oro”), más allá del cuál, no conviene seguir ahorrando. Si se alcanza ese nivel óptimo de capitalización, un mayor ahorro disminuye el consumo intertemporal, ya que la mejora de productividad obtenida, no compensa el sacrificio de consumo de un mayor ahorro. Llegado ese punto de capitalización de la economía, no hay incentivos a ahorrar y la tasa de interés de equilibrio intertemporal se vuelve cero.
Es así como los economistas ortodoxos se quedaron sin teoría de la tasa de interés, hecho inaceptable para cualquier teoría que busque explicar el funcionamiento de las economías modernas. Ante ello, optaron por inventar un concepto sui generis de “impaciencia”, según el cuál los individuos prefieren consumir más hoy que mañana.
Esa excesiva e injustificada valoración del presente, sería el origen de la tasa de interés. Sin embargo, el resultado de asumir individuos impacientes es que el sistema siempre se ubica en niveles subóptimos de capitalización. Ese hecho podría justificar la intervención estatal para estimular un mayor ahorro que empuje la economía a mayores niveles de capitalización.
Otra línea de los ortodoxos optó por descartar conceptos sin fundamentos como la “tasa de impaciencia” y buscar la explicación de la tasa de interés en una teoría general del excedente económico. Allí desembocan las teorías que derivan de los planteos de Joseph Schumpeter, donde el excedente se explica por la innovación tecnológica. Ese excedente tecnológico sería la fuente de la ganancia empresarial, y la tasa de interés sería la proporción de ella que se quedan los financistas del empresario innovador. Esa proporción está indeterminada en sí misma, y de acuerdo a planteos heterodoxos, es fijada exógenamente por las autoridades de los Bancos Centrales.
Este último planteo implica que los países que dirigen el desarrollo tecnológico global tienden a atraer los capitales del mundo, ampliando su desigualdad con los países periféricos. Ello implica que los países del tercer mundo que abren sus mercados financieros, tienen que subir fuertemente sus tasas de interés para intentar compensar las menores oportunidades que brindan sus economías reales. Un punto que tendría que tener en cuenta nuestro presidente si va camino a eliminar el cepo cambiario.