Milena está en la terraza del hotel. Da al abismo que sobrevuelan dos cóndores, tal vez tres: hay poca luz. Oscurece sobre el pueblo adherido a la falda de la montaña que, de lejos, lo suficientemente lejos, se parece a los que se pueden ver en los Alpes. El paisaje es magnífico a pesar de la sequedad y el silencio espeso.

Fuma el segundo cigarrillo del día, el aire raro le impide disfrutar la aspereza picante del tabaco. Fuma por costumbre y porque el lugar es magnífico. A Florencio le costó llegar con el auto por la estrechez del camino de acceso, pero el hotel vale la pena. Ayer cenaron allí, incluso bailaron. Ayer fue 31 de diciembre. Hoy van a cenar en un modesto comedor que está unos doscientos metros hacia abajo. No quieren hacer el esfuerzo que significaría subir a pie desde la plaza, en la base del pueblo, a la vera del río casi seco y alrededor de la que se distribuyen dos o tres boliches que dan de comer.

―Ya estoy listo ―dice el hombre moreno, delgado, de músculos correosos. Huele a colonia de mediana calidad y viste ropa casual y correcta. Parece muy alto.

―Estás muy lindo ―contesta ella y baja la mirada que fija en el piso.

―Vos estás muy linda. Muy linda.

Ella lleva el pelo entrecano, sin teñir porque está de moda. Debajo de la piel blanca y pecosa resaltan los fuertes músculos que reflejan su condición de deportista o de ex deportista.

―¿Lo extrañás?

―¿A quién?

―¿Cómo a quién? No va a ser a tus hijos, si te comunicás todo el tiempo…

Milena busca con la mirada a alguno de los cóndores. No andan o no se ven contra la ladera de enfrente, negra.

―Es la primera vez que no paso las fiestas con ellos. Son muchos años juntos.

―Pensá lo que tenemos nosotros. Anoche estabas contenta, hasta te le animaste a la chacarera conmigo.

La mujer levanta los ojos y suelta una sonrisa. El hombre se inclina a besar sus labios finos y fríos.

―¿Vamos al boliche que vimos a la tarde?

―Si, si, vamos a ése, aquí nomás.

Salen del hotel sin pasar por la recepción donde está el conserje. Dijo que los esperaba esta noche. Luces dispersas marcan la vida abajo. La calle es de adoquines, irregular y centenaria. A poco y a la izquierda hay un salón con el olor de lo no terminado que exhibe afuera un pizarrón con el menú: ofrecen tamales y tortilla de quínoa. Dos mujeres atienden, madre e hija, seguramente, ambas bajas y rechonchas como la mayoría. El salón también tiene una terraza que da al abismo, pero hace frío. Se quedan adentro y piden lo que tenían pensado más puchero.

―¿Cómo viene la temporada? ―pregunta el hombre que no es tan alto como parece.

La mujer se acerca y se detiene a unos dos metros de la mesa, las manos colgando a cada lado de la cadera.

―Todavía no llegó mucha gente, siempre empiezan por esta fecha.

―Ya casi está terminado el salón, quedó muy bien.

―Sí, lo vamos haciendo de a poco con mi hija, las dos solas. El Covid nos paró un año. De a poco seguimos y ya casi está, Queremos terminar este verano. Nos tenemos que arreglar las dos solas porque mi marido no pudo perdonarme lo que pasó con Ramoncito.

Milena, sentada en diagonal a la puerta que da paso a la terraza, gira la cabeza y observa a la mujer que mantiene sus brazos colgando.

―Lo que pasa es que parecía que yo no podía tener más chicos, estuve doce años sin tener más que a la nena. Y cuando ni yo ni mi marido lo esperábamos quedé de nuevo y vino el Ramoncito. Él quería un varón y no me lo perdonó.

―¿Qué no le perdonó? ―pregunta Milena con sus ojos claros fijos en la mujer. El hombre escucha atento.

―Vino con problemas, tuvimos que operarlo y casi se nos va, pobrecito, pero ahora anda bien ―la mujer sigue recitando ―ahora está con la abuela en la escuela especial en Salta, ahí aprende mucho más que acá. Pero mi marido no me lo perdonó y se fue. Después volvió con el covid.

―¿Por qué con el covid?

La luz es amarilla y no termina de iluminar el espacio.

La hija debe estar en la cocina, no se la ve ni se la oye: suena un programa de radio con música romántica. Tanto la mujer como la música se escuchan claramente, la voz de ella es neutra. No hay otros clientes. La comida tarda en llegar. La mujer, siempre en la misma posición, levanta ostensiblemente la voz y sigue declamando:

―Porque se enfermó y yo tuve que atenderlo. Estuvo aislado como un mes en el dormitorio que está abajo del salón. Yo le dejaba la comida y él se mantenía encerrado.

―¿No se había ido?

Florencio permanece silencioso. Ahora la mujer se dirige solamente a Milena, siempre en voz alta. La hija debe seguir en la cocina.

―Son muchos años juntos, vio, y era mi marido, el papá de Raquel. Había que atenderlo.

La mujer, siempre a Milena

―¿Ustedes de dónde son?

―Del sur ―responde el hombre mientras se pasa una mano por el abundante y brilloso pelo oscuro peinado con fijador.

―Me parece que vi a la señora el año pasado.

Florencio vuelve a pasarse una mano rápida por el cabello.

Después de un silencio Milena dice:

―¿Ah sí?, qué raro.

―¿Se curó su marido? ―se apura Florencio.

―Sí señor, tardó bastante. O vaya a saber. Se pasó un mes allí abajo y yo trayéndole la comida y la ropa limpia, las sábanas limpias que lavábamos con mi hija.

―¿Se fue?

―Yo tuve que echarlo después de que una tarde entré al dormitorio porque no contestaba el teléfono y me asusté. Ahí estaba el hombre con una chica de diecinueve años, una vecina del pueblo, conocida. Y la piba tenía una panza como de siete meses. Estaban los dos echados en la cama, durmiendo.

La noche es muy oscura, la luna no ha salido y, hacia afuera, es casi imposible distinguir los detalles de la montaña y el abismo. Resalta, entonces, el salón iluminado del boliche.

―¿No lo vio nunca más?

―No, ya no está por aquí. No lo vamos a ver nunca más ―. La mujer intensifica la expresión de sus ojos separando un poco sus párpados.

En ese momento entra la hija a paso rápido con la bandeja y los platos humeantes. Florencio se sobresalta apenas. La muchacha esquiva a su madre y se acerca sonriente a la mesa. Enseguida entran dos parejas y se sientan a la mesa contigua. Hablan despreocupados y en inglés, están sonrientes.

Casi una hora después Florencio y Milena se levantan. Mientras salen, al saludarse, la mujer sostiene la mirada sobre Milena. Ella sigue su camino de la mano del hombre que guía en silencio, afrontando la cuesta empinada en la hondura de la noche liviana y pesada.