En el comienzo fue la claridad. La inmensidad del mar y el horizonte. Lo que se abría hasta donde alcanzaba la vista. Bosque, llanura, playa, ciudad extendida, poco importa. Había el horizonte y la promesa, la posibilidad. Y todo eso era también una voz, la voz sin rostro de una multitud creciente. Algo está por suceder, algo sucede, la incitación de lo desconocido activa el viaje.
Esta es la historia de un navegante en tierra, una especie de albatros, magnífico en su vuelo, tan imponente como inadecuado, tan amigo y hermano como hosco y solitario, lleno de claroscuros, de veneno, lealtad e incertidumbre, un hombre de cuidado, risa y rabia, de lucidez y honestidad, de negación y sueño, alguien que se elevó a través de las palabras buscando la presencia de las cosas, buscando lo que inicia en el nombre y es de nadie y de todos, una promesa ardiente.
Inserto plenamente en el tiempo que le tocó vivir –la historia de esa “otra vanguardia” agitada en ideas y debates que comenzó en Buenos Aires a mediados de los años cuarenta– y a la vez apartado de todo, manteniendo la luz de un astro solitario, la presencia de Edgar Bayley cambió de una forma sutil pero definitiva la poesía argentina, la forma de pensarla y de vivirla, como una corriente subterránea cuyos efectos llegan hasta hoy.
¿De qué Bayley hablamos? Del lúcido pensador de la poesía, el buscador de lo nuevo, el estilete listo para irrumpir en el lugar común o la quietud, para poner tensión en todo espacio instituido. El amigo que andaba siempre en grupo y al que un suceso en apariencia nimio podía alejar de los demás. El activo protagonista de debates, revistas, manifiestos, que nunca se preocupó por figurar, por ganar un concurso ni entrar en la trenza literaria. El que podía ser intempestivo y herir con su sarcasmo. El que publicó siete libros de poemas que expresan un deseo inaplacable, el que supo escribir un verso que es el santo y seña entre los iniciados de la poesía argentina. El solitario, el seductor empedernido, el eterno habitante de los bares, el arbitrario, el enamoradizo, el de las relaciones turbulentas, el generoso de ternura escondida, el padre y compañero. El de humor ocurrente, que la emprendía contra cualquier atisbo de solemnidad. El gigantón de presencia impactante que gustaba ser el centro y que a la vez huía de una sociabilidad que sentía que lo rebajaba. El bebedor autodestructivo, el que estaba seguro de conocerse y a la vez se cuestionaba implacablemente. El referente impulsor de jóvenes poetas de los últimos años.
Edgar Maldonado Bayley nació en Buenos Aires el 15 de diciembre de 1919, el mismo año que Rodolfo Wilcock, Alberto Girri y César Fernández Moreno. Su padre, Tomás Ramón Maldonado Ortiz, había nacido en Salta en 1884 en el seno de una familia tradicional; participó en la revolución de los radicales y a raíz de la persecución política fue a instalarse a Córdoba. Era farmacéutico (estudió bioquímica) y entre otros cargos se desempeñó como profesor de Física en colegios secundarios. Sus nietas recordarán que muchos años después seguía concurriendo asiduamente al Centro Salteño en la ciudad de Buenos Aires.
La madre se llamaba Margarita Elisa Bayley Bustamante (“Margot”), era descendiente de irlandeses y tenía nueve hermanos. Casi diez años más joven que su marido, “era una mujer muy interesante para su época, muy histriónica”, cuenta Silvia Maldonado, la sobrina de Edgar, “aunque solo terminó el secundario, escribió hasta su muerte un diario personal”. Parece que Margot era hábil con las manos y se desempeñó durante un tiempo como ayudante de labor en una Escuela Normal; era también una excelente declamadora. Católica ferviente, tendrá con Edgar un apego especial y una influencia marcada. Había nacido en Buenos Aires el 10 de octubre de 1895.
Tomás y Margot se conocen en una fiesta en el Tigre Hotel y al poco tiempo se casan. “Mi abuela era una persona muy nerviosa y mi abuelo muy pacífico” cuenta una de las nietas, “tenía debilidad por Edgar pero él siempre le dio dolores de cabeza. Bueno, los demás también, se casaban, se descasaban”. La pareja tendrá tres hijos: dos años después de Edgar, en 1922, nace Tomás Maldonado, y en 1927, Héctor. Todos eran muy altos, Tomás y Enrique 1,95 y Edgar 1,90. Edgar heredará el tipo físico de la madre, alto, tez blanca, ojos celestes, mientras que sus hermanos eran de piel más oscura, como el padre salteño.
Viven algunos años en calle Sarandí 661. Edgar es bautizado en 1920 y Margot, fiel a su creencia, desahogará en sus diarios décadas más tarde el temor a que sus hijos estuviesen “errados en sus vidas”. Deseaba íntimamente que sean buenos católicos –“como les he enseñado desde que han nacido”– y que triunfen “sin alejarse de Dios”.
En una composición escolar escrita a los diez años, titulada “La madre”, Edgar alude a esa palabra como algo sagrado, y conjetura que solo los que la han perdido conocen el verdadero significado: “Ella es el único ser del cual no podemos esperar ninguna traición ni actos desleales”, “Si algo bueno llegamos a ser se lo debemos a ella. Cuando nuestra madre esté ausente y no nos pueda corregir alguna acción mala que estemos por hacer pensemos en ella y no la haremos.”
No había libros en la casa de los Maldonado, solo una Biblia en la que Margot guardaba recetas de cocina. Héctor, el hermano menor, decía que Edgar había sido el que introdujo la inquietud intelectual en la familia. También Susana, la hija de Edgar comenta: “En la familia siempre se dijo que mi padre inició a sus hermanos en el campo literario, pero eso fue desmentido por Tomás en sus últimos años”.
Bayley ingresa a la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini en 1933, y se recibe de Perito mercantil cinco años después. La familia se muda varias veces, posiblemente por razones económicas, recalando en los distintos domicilios de los hermanos y hermanas de Margot. Viven en la calle Bustamante, en Capital, más tarde en Bella Vista y en 1935 se instalan en la calle 5 de Julio, un pasaje del barrio de Munro, en ese entonces un suburbio fabril perteneciente al partido de Vicente López. Ahí pasará Edgar su adolescencia, cerca de sus tías y otros parientes, y muy cerca también de los recientemente inaugurados Estudios Lumitón, pioneros de la que será una floreciente industria cinematográfica local. Cuentan en la familia que Edgar jugaba a la pelota con Leopoldo Torre Nilson.
El ejercicio de un humor corrosivo, herencia de la rama materna, era parte del clima familiar que ya de jóvenes los hermanos Maldonado adoptaron como propio. “No creo aventurado suponer que el humor sarcástico ulteriormente cultivado de Edgar (y en manera mucho más sobria de parte de Héctor y mía) tenía su origen en aquellos insólitos ejercicios adolescentes”, cuenta Tomás en un escrito dedicado a su hermano mayor. “Ejercicios en los cuales, no se olvide, los Bayley se adjudicaban, de hecho, la más implacable, férrea regia. Pero ¿quiénes eran estos legendarios Bayley? Eran de origen irlandés, provenientes de Dublín y católicos practicantes. Mientras, en general, los Maldonado –mi padre incluido– eran vistos por nosotros como típicos “argentinos”, con todo lo que ello significaba de positivo y de negativo, los Bayley –mi madre incluida– eran percibidos, siempre por nosotros, como “gringos”, raros, fuera del común, casi extraterrestres. Mientras los primeros nos ofrecían la muy confortante, aunque poco estimulante, calma y seguridad, una sensación de indolente pachorra, los segundos, en cambio, nos obligaban a conmensurarnos de continuo con la experiencia, por cierto muy estimulante, de un mundo nervioso, fantasioso e imprevisible.”
La elección de Edgar de adoptar el apellido materno, no solo como nombre de pluma sino también en su intimidad, alegró a su madre y a todo el clan de los Bayley. Como era previsible no ocurrió lo mismo con su padre que no obstante, una vez acusado el golpe, lo toleró.
“Algunos, malévolamente, –sigue diciendo Tomás– han imputado esta opción a la influencia de la proverbial inclinación anglófila de los argentinos, o mejor: de una cierta élite de escritores argentinos de extracción alto-burguesa que, a caballo de los años 20 y 30, han ejercido en el país una influencia considerable. Es difícil imaginar a Edgar en el rol de cultor o secuaz de esnobismos de este género –o de cualquier género-. Por otra parte, la verdad es que él ha sido siempre intemperante respecto a los protagonistas de aquel período de la literatura argentina. Con una sola excepción, más que justificada: la estima personal y poética que profesaba por Oliverio Girondo.”
Si bien la cuestión de inventarse un nombre o usar un apellido distinto del paterno es una forma usual de inscribirse en un linaje, la elección tiene que ver para Tomás con una identificación sutil y más amplia: “Yo estoy convencido de que la fascinación por el mundo de los Bayley ha dejado una huella en la personalidad de los tres hermanos. Pero en Edgar, la influencia ha sido más profunda y duradera.” La atracción ejercida por ese patrimonio cultural –“muy subjetivo, por otro lado”, dice Tomás–, de valores y comportamientos atribuidos a la herencia irlandesa, desmiente, o matiza la idea comúnmente aceptada de que Edgar se cambió el apellido para diferenciarse del hermano con el cual compartió grupos y publicaciones.
En ocasión del homenaje que se le realiza a Edgar unos años después de su muerte, Tomás prende el micrófono y declara que su hermano no es un poeta argentino sino irlandés. El gesto de ironía no es muy bien recibido y algunos lo interpretan como un menoscabo a la argentinidad literaria de Bayley. Tomás confiesa luego que su provocación buscaba poner en evidencia los aspectos (“contaminaciones”) de lo que se da en llamar irish temper en la obra y la personalidad de su hermano, uno de cuyos elementos era una profunda aversión por cualquier forma de sentimentalismo.
TOMÁS Y EDGAR
Desde muy joven, Bayley entra en contacto con algunos de los nombres que serán parte de la renovación artística de los años cuarenta. Es probable que Tomás fuera un nexo importante. A comienzos de la década ya estudiaba Bellas Artes y junto a Jorge Brito, Claudio Girola y Alfredo Hlito se había relacionado con Torres García, artista plástico uruguayo que será uno de los faros de los jóvenes invencionistas.
La vocación de Edgar sin embargo era incierta. Los movimientos de esos años muestran que se encontraba en plena búsqueda. Quizás tengan que ver con esto las expectativas y presiones familiares. En 1940, a los 20 años, comienza a trabajar en el Ministerio de Agricultura y a estudiar en la Facultad de Ciencias Económicas. Un altercado con un profesor, a raíz de un examen, lo precipita a dejar la carrera. También empieza otros estudios, por ejemplo Medicina, que al poco tiempo abandona.
EL VIAJE A BRASIL
En mayo de 1942, a los 22 años de edad, pide licencia para viajar a Brasil. Se dice que este viaje es determinante: Bayley regresaría decidido a dedicar su vida a la poesía. Su madre cuenta que pensaba viajar a los Estados Unidos como corresponsal de guerra, pero más verosímil es ver este periplo como parte de una búsqueda ligada a algo coyuntural. Con la guerra en Europa, el viaje al país vecino era a comienzos de los años cuarenta una de las alternativas más viables para los jóvenes creadores. Ciudades como Río de Janeiro se estaban convirtiendo en la patria adoptiva de artistas refugiados de Europa, Japón y Estados Unidos. Pero lo más importante es quizás que varios de los integrantes de la que sería la revista Arturo coincidirían en el mismo destino.
Bayley llega a Río de Janeiro a mediados de 1942. Permanecerá seis meses alternando el trabajo de periodista con su nueva afición de paseante. Camina por la Avenida Atlántica que bordea Leblón, Copacabana, frecuenta los botequims para beber algo espirituoso o bien tomar café, se adentra por las calles estrechas y empinadas de Santa Teresa. Es fácil imaginar momentos de soledad o desasosiego, vislumbrar a ese joven apuesto ir en busca de alguna compañía. Pero Edgar no estaba totalmente a la deriva, tenía algunos contactos y la incipiente sociabilidad de amigos que desde Buenos Aires habían emprendido el mismo viaje. El contacto clave en Río es Arden Quin, que había llegado poco tiempo antes y había trabado relación con artistas que tenían la idea de sacar una revista de vanguardia. Según la investigación de María Amalia García, allí conoció a los poetas brasileños que formaron la Santa Hermandad de la Orquídea, una empresa colectiva ligada a la poesía surrealista y a otros intereses, como la admiración hacia Murilo Mendes, uno de los poetas más reconocidos de la vanguardia modernista de los años 20.
El Bar Vermelhinho, en el barrio de Santa Teresa, y el Hotel Internacional (construido a principios de siglo y que en los 40 estaba prácticamente en ruinas), eran puntos de encuentro de la bohemia carioca integrada también por artistas exiliados que orbitaban alrededor de Mendes, y de la cual posiblemente Bayley, Quin y otros argentinos formaron parte. García pinta de este modo el clima que ahí se vivía: “La vida en este hotel se desarrollaba entre sesiones de música erudita y talleres de plástica. Vieira da Silva y Mendes eran apasionados de Bach y Mozart; de hecho, recuérdese que en la revista Arturo Mendes publicó su poema “Homenaje a Mozart”. Los fines de semana se realizaban las reuniones: los visitantes más asiduos eran Cecilia Meireles, el músico Arnaldo Estrela, Manuel Bandeira y, por supuesto, Murilo Mendes, figura clave en este circuito de artistas exiliados”.
ABRIR LA PUERTA
Luego de varios meses de errancia y de contactos Bayley vuelve a Buenos Aires y retoma su empleo en el Ministerio. En 1943 los Maldonado se mudan a la calle Rivadavia 2884, en un séptimo piso frente a Plaza Once. Ahí vivirá Edgar varios años, incluso después de casado y ya con su primera hija. Era un departamento amplio con un living al que daban todas las habitaciones y que los tres hermanos convertían en un lugar de encuentros. Margot recuerda en sus diarios el ambiente jocoso que se respiraba en la casa y cómo el sentido del humor de sus hijos teñía sus propias reuniones sociales: “Ridiculizaban todas mis relaciones, pero la familia se divertía y festejaba las bromas de ellos”.
Varios meses después del viaje a Brasil el caldo de cultivo en que se gestará la vanguardia de los cincuenta estaba a punto. El arte abstracto devenido concreto y el invencionismo fueron un nuevo intento de renovación radical de la práctica artística, cuyo epicentro estuvo en la ciudad de Buenos Aires. Bayley será uno de sus actores principales. Su actividad como teórico, poeta y activista inicia en ese momento. Esto tiene que ver sobre todo con un hito: la aparición de la revista Arturo, que financiada por sus propios miembros apareció en el verano de ese mismo año. Se podría decir que 1944 fue el año en el que todo comenzó.