En 1884 los católicos habían perdido la batalla ante la promulgación de la educación laica a nivel nacional. Las relaciones entre el gobierno argentino y la Santa Sede habían llegado a un máximo de crispación. En ese contexto José Manuel Estrada convocó a “restaurar el reinado de Jesucristo” en la pagana república, convocando a todos los fieles a la Sexta Peregrinación a Luján con el objeto de “impedir la acción maléfica de los enemigos”.
Florentino Ameghino, bajo el seudónimo de Serafín Esteco, publicó el 4 de septiembre de 1884 una carta en el diario La Crónica bajo el título de Una virgen falsificada. Esteco se presentaba como ex miembro del “Club Concólico Apostacólico marrano” y aseguraba a sus lectores que la Virgen de Luján no puede hacer ningún milagro por que la Virgen de Luján no es la Virgen de Luján sino una “terracotta vestida de arlequín”.
Esteco-Ameghino aclaraba que según la leyenda de la iglesia el origen de esa “rara antigualla” venía de Europa. Llegada al puerto de Buenos Aires su destino era Tucumán o Santiago del Estero. Sin embargo, la carreta donde se desplazaba se detuvo “milagrosamente” en Luján, donde no hubo modo de moverla por más bueyes que se agregaran al transporte. De modo que rendidos ante la evidencia se resolvió armarle allí mismo una capilla, a orillas del río que la Virgen no deseaba abandonar.
Si la verdadera virgen alguna vez existió —nos dice el Sr. Serafín— “no debía tener ni un pelo de tonta” pues comprendía que querían servirse de ella para vivir a costillas de los pobres quichuas de Santiago, y para salvar a éstos de la explotación se le ocurrió lo de la empacadura en un pantano.
Ameghino pone en duda toda la historia. Se hace valer de otro avatar, un científico corresponsal, una especie de infiltrado, que le cuenta sobre el “sagrado acto de la peregrinación al Santuario” junto a “los beneméritos miembros del Congreso de los Católicos Argentinos”.
Durante la jornada, el amigo científico de Serafín tuvo la ocasión “de observar [entre los presentes] un crecido número de frentes planas, rugosas, deprimidas, aplastadas, estrechas y angulosas, indicios evidentes de cerebros enfermos, obtusos e infantiles, tales como sólo se encuentran en las razas más inferiores, debido a una cesación de desarrollo, una especie de reversión al tipo simio.”
El científico de Ameghino concluye que aquella pieza con la “cara pintarrajeada del modo más grotesco” no podía venir de Europa sino que estaba hecha a la manera de los querandíes, con materiales que se consiguen en las inmediaciones de la misma localidad bonaerense, y que de milagrosa “no tiene nada.” Unos ochenta años más tarde el padre e historiador Juan Guillermo Durán nos dice que la virgen fue realizada en Pernambuco en el Siglo XVII.
Si de los curas dependiera —continúa el airado Serafín— y si el poder de la Virgen fuese real “noche y día, sin descanso, la harían milagrear.” Admitir su falta de milagros por los miembros de “langosta con sotana”, era dar “principio a la diminución de las ofrendas y demás prebendas que, aunque donadas a la Virgen, iban y han ido siempre a parar al buche de sus guardianes.”
En 1853, luego de la batalla de Caseros, se reunieron los delegados de las Provincias de la Confederación Argentina. Todas las provincias menos Buenos Aires. El objetivo del congreso era definir la Carta Constitucional del país, algo que deliberadamente Juan Manuel de Rosas había postergado durante los veinte años de su influencia. El “cuadernito”, denominaba Rosas a los pedidos de los gobernadores, en particular el de Santa Fe, don Estanislao López, cada vez que se solicitaba la necesidad de redactar una carta orgánica para la República. El Brigadier General de Buenos Aires consideraba que tal proyecto era un gasto de tiempo y dinero en las circunstancias en que se encontraba la Federación del Plata. Veía que el emprendimiento “del cuadernito” era una oportunidad más para los unitarios e intrigantes, los cuales iban a fomentar “cuestiones odiosas y acaloradas” que nadie podría resolver. El riesgo según Rosas era que “la República toda se vea convertida en un teatro de anarquía”. El dictador esperaba que un orden “lento, progresivo y gradual” se presentase “a concurso”.
Finalmente, el momento había llegado junto con un cambio repentino, agolpado y violento. La Convención Constituyente se reunió en la ciudad de Santa Fe. Las discusiones más acaloradas giraron en torno a la religión. Los representantes de las provincias se dividían entre liberales, cuya mayor parte de su existencia la habían pasado en el exilio, y viejos federales, en algunos casos, ex-aliados del rosismo. Los liberales eran los “unitarios”, aun cuando se inclinaran por la federación. Los federales eran “los montoneros” incluso si propiciaban ideas liberales. El gran punto de inflexión en la redacción de nuestra carta magna fue el tema de la libertad de cultos. La cuestión ocupó varias sesiones.
Los “montoneros”, solicitaron que la “Religión Católica Apostólica Romana (única verdadera)” fuese la “Religión del Estado” exigiendo a los habitantes del país le tributasen “respeto, sumisión y obediencia”. El grupo liberal, por su parte, defendía la libertad de cultos. El diputado santiagueño José Benjamín Gorostiaga, masón, señalaba que esta, la libertad de cultos, ya existía en el país desde el tratado firmado en 1825 con el Reino Unido el cual permitía a los residentes de la comunidad anglicana practicar el protestantismo.
El diputado y sacerdote catamarqueño Pedro Alejandrino Centeno, en cambio, alegó que aceptar la libertad de cultos era para él promover el camino del error y el indiferentismo. Cualquier católico “quedaba libre para profesar el culto que quisiese” garantido para colmo “por la ley constitucional”. Para Centeno “no había razón para mezclar las aguas puras y saludables, con las infectas y corrompidas”.
Lejos, muy lejos, habían quedado las súplicas de Atenágoras, filosofo cristiano, cuando solicitaba a los emperadores por la tolerancia religiosa y la libertad de cultos: “se debe permitir que cada cual tenga los dioses que prefiera”. O Tertuliano, padre de la Iglesia, en algún momento igual de partidario por la libertad de religión: “es un derecho humano y una libertad natural para todos adorar lo que le parezca mejor”.
Por su parte, el diputado santafesino Juan Francisco Seguí (miembro de la Logia Jorge Washington Nro. 44), siguiendo los lineamientos de Las Bases de Alberdi (escritas a toda prisa con motivo de la Convención), sostuvo que “era indispensable la tolerancia para el progreso del País por la inmigración virtuosa que traería a nuestro suelo.” Recurriendo a un sutil juego de sicología política Seguí intentó convencer a los diputados apostólicos argumentando que recibir inmigrantes de otras religiones era una magnífica oportunidad para la iglesia de convertirlos, “una ocasión favorable para que los sacerdotes católicos ejercitasen su celo en la predicación evangélica obteniendo para el catolicismo [grandes] triunfos”.
Juan María Gutiérrez, diputado por Entre Ríos y miembro de la Logia San Juan de la Fe de Paraná, señaló “la falta de respeto que significaría atraer al inmigrante para luego negarle adorar a Dios como lo había aprendido en el hogar de sus padres”.
El diputado y sacerdote santiagueño Benjamín Lavaysse, apoyó la moción de Seguí agregando que “el catolicismo nada tenía que temer de las otras religiones”. Él mismo, “como sacerdote les predicaría después el Evangelio [a los inmigrantes] y la verdad de su religión con calor y conciencia como acostumbraba hacerlo en desempeño de sus obligaciones ministeriales.”
La libertad de cultos se aprobó con reservas por trece votos contra cinco. No obstante, nuestra carta orgánica dispuso que el presidente y los altos funcionarios de la república tenían que ser católicos, una cláusula que persistió a través de todas las reformas de la Constitución durante los siguientes 150 años. En 1994, la exigencia constitucional dejó de tener efecto bajo el gobierno de Carlos Saúl Menem, el presidente que gobernó la república como católico, aunque con familia musulmana.
La libertad de cultos dentro de la Constitución Nacional no contempló la religión de los mapuches. El artículo 14 estipula que “Todos los habitantes de la Nación gozan […] de profesar libremente su culto”. Sin embargo, el padre Lavaysse, representante por Santiago del Estero, que había apoyado el principio de tolerancia en nuestra carta magna, solicitó a su vez que dentro de las obligaciones del Congreso se promoviera por Ley la conversión de los indios al catolicismo. Un detalle que no fue discutido por ninguno de los diputados liberales.
El propio Juan Bautista Alberdi, masón, perteneciente a la Logia Joven Italia, en su libro “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”, objeta la presencia del indio en el territorio de América. Un prejuicio radicalmente opuesto a las actitudes que San Martín, Belgrano, Castelli y Monteagudo habían tenido para con los habitantes originarios. En este sentido y otros sentidos, Alberdi sostenía que “Nuestros patriotas de la primera época no son los que poseen ideas más acertadas del modo de hacer prosperar esta América”.
El tucumano menospreciaba a los indios alegando que no habían participado en las luchas por la independencia. Minimizaba a nada la participación de los caciques Padilla, Azurduy, Pumacahua, Antezana y otros cien durante las sangrientas luchas que por quince años (1809-1825) se desarrollaron contra los realistas cuando el Alto Perú era aún parte de las Provincias Unidas del Plata. Tampoco consideraba la destacada actuación de Andrés Guazurary quien luchó contra portugueses y paraguayos en defensa de lo que es hoy el territorio de la Provincia de Misiones. Desestimando, a su vez, la asistencia que San Martín había recibido por parte de la tribu huilliche en el cruce de los Andes.
Alberdi, no obstante, sostenía: “todo en la civilización de nuestro suelo es europeo [..] el indígena no figura ni compone mundo en nuestra sociedad política y civil. […] No conozco persona distinguida de nuestra sociedad que lleve apellido pehuenche o araucano. […] Nuestra religión cristiana ha sido traída a América por los extranjeros. A no ser por Europa, hoy América estaría adorando al sol, a los árboles, a las bestias […] En América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay más división que ésta: 1.º, el indígena, es decir, el salvaje; 2.º, el europeo, es decir, nosotros, los que hemos nacido en América y hablamos español, los que creemos en Jesucristo y no en Pillán. […] Con la revolución americana acabó la acción de la Europa española en este continente; pero tomó su lugar la acción de la Europa anglosajona y francesa. […] Nosotros, europeos de raza y de civilización, somos los dueños de América.
En el mismo Capítulo XIV de las Bases, el autor pregunta:
“¿Quién lleva la soberanía de nuestras modas, usos elegantes y cómodos? ¿Cuándo decimos confortable, conveniente, bien, comme il faut, aludimos a cosas de los araucanos? ¿Quién conoce caballero entre nosotros que haga alarde de ser indio neto? ¿Quién casaría a su hermana o a su hija con un infanzón de la Araucania, y no mil veces con un zapatero inglés?”