"Un soviético y un estadounidense corrieron
una carrera. Ganó el estadounidense.
Al otro día Pravda tituló:
'El camarada salió segundo,
y el yanki salió anteúltimo'.
Chiste popular soviético.

ALERTA ESPÓILER: Esta columna contiene conceptos que, estén probado con datos certeros o no, igualmente podrán ser interpretados como prejuicios por quienes y quienas así lo perciban. Sin embargo, toda la intención de quien esto escribe es mostrar ciertos absurdos, quizás devenidos certezas, de nuestra vida cotidianamente globalizada y “estadistificada” (no encontré una palabra exacta ya existente para esto; si la hay, agradezco que la incluyan como comentario).

Recuerdo un informe que leí una vez; decía lo siguiente:

“Argelia es el país con menos actividad sexual del mundo; allí hay muchos menos infartos que en EE.UU. Brasil es el país con más actividad sexual; allí hay muchos menos infartos que en los EE.UU. India es el país con menor consumo de carne vacuna que existe; allí hay muchos menos infartos que en los EE.UU. Argentina es el país con mayor consumo de carne vacuna que existe; allí hay muchos menos infartos que en los Estados Unidos. En Arabia no toman alcohol, y hay muchos menos infartos que en los EE.UU. En Francia chupan como locos, y hay muchos menos infartos que en los EE.UU". La conclusión “lógica” de este informe es: “lo que te mata no es el morfi, ni el sexo, ni el chupi, sino el imperialismo”.

Por supuesto que este informe es en realidad un chiste, pero los datos son rigurosamente ciertos, lo que es absurdo y cómico es la conclusión que se saca de ellos. De la misma manera, creo yo, las estadísticas, cualesquiera que fueran, se evalúan a conveniencia de la subjetividad de quien las elabora. Podríamos decir que con cualquier dato se puede sacar cualquier conclusión.

Un ejemplo de esto es un dato que se suele usar como ejercicio de pensamiento lateral: En Gran Bretaña, desde que los soldados comenzaron a usar cascos, se advirtió un tremendo aumento de heridos en la cabeza después de cada batalla. Un sociólogo de bajo presupuesto podría haber aconsejado que se dejara de usar casco, lo que le habría valido el agradecimiento –dirían Les Luthiers– de los enemigos de Inglaterra, ya que, en rigor, con el casco aumentó el número de heridos en la cabeza pero disminuyó muchísimo el número de muertos.

Otro ejemplo: más o menos el 20 por ciento de los desaparecidos durante la dictadura empresario-eclesiático-mediático-cívico-militar (y sigue la lista) del 76-83 eran judíos, aunque menos del 1 por ciento de los argentinos se reconocen en el judaísmo. Cualquier persona más o menos razonable relacionaría este hecho con el antisemitismo reinante entre los golpistas genocidas del 76. Pero algún estudioso que respondiera a esos mismos golpistas podría decir que “los judíos eran subversivos”. Los prejuicios, siempre los prejuicios, infectan, contaminan, ensucian los datos. Y casi no conozco excepciones que destruyan este concepto (que tampoco es una regla).

El tremendo aumento de la pobreza y de la indigencia durante nuestro actual desgobierno no escapa a lo que estamos hablando. El dato en sí es escalofriante, pero, no me caben dudas, el ver, oír, convivir con las personas reales afectadas por esta situación le dan su verdadero trágico relieve. Porque si nos quedamos con el dato en sí, y no le damos “carnadura”, cualquier partido político que suela ser votado por las personas de bajos recursos podría concluir: “Mejor que haya más pobres, así en las próximas elecciones tenemos más votos”. Esa detestable conclusión podría atravesar perspectivas e ideologías.

Ni qué hablar de “las violencias”. O, si se me permite la opinión, “la violencia”, porque a mi gusto es una sola, que se manifiesta de diferentes maneras. Suele ocurrir que se acuñen diferentes nombres para el horrible acto en el que una persona mata a otra. Esos nombres pueden tener que ver con el motivo, la situación social (guerra-paz), o alguna condición puntual de la víctima (raza, sexo, género, vínculo). Personalmente, no quiero que me maten por ningún motivo, y si lo hacen, no me va a importar por qué. Nada hay que lo justifique, a mi manera de ver.

Entiendo que los motivos y las condiciones ayuden a generar “conocimiento social”, pero el costo es demasiado alto. Digo yo: en vez de preguntarse por la condición de la víctima, habría que preguntarse “qué le tiene que pasar a una persona en la cabeza para llegar a matar a un/a semejante” o “hasta dónde una persona puede 'deshumanizar' a otra como para permitirse quitarle la vida”.

Posiblemente esta columna entretenga al 65,44 por ciento de los lectores, irrite a un 10,50 y a un 24,05 les resulte indiferente. Pero si hay un 0,01 que se siente interpelado, que se pregunta algo a partir de esta lectura, me sentiré profundamente satisfecho.

Sugiero acompañar esta columna con el video de Rudy-Sanz “Yo solito”: