Mis días de trabajo eran intensos, pero flotaba, así que no consumía mucha energía. En tierra me habían asignado siete u ocho horas de sueño. Me di cuenta que solo necesitaba tres o cuatro. No porque estuviera nervioso; más bien estaba emocionado. Tenía mucho que hacer. No avisaba al control de la misión que estaba despierto. Parte de ese tiempo lo usaba para terminar experimentos y tomar fotografías, pero también tenía horas libres alrededor de la Luna solo para mirar hacia afuera, asombrarme y pensar. Sabía que nunca regresaría, así que me aseguré de absorber cada sensación, cada experiencia. También creía que no lo hacía solo para mí. Después de la nuestra, quedaban dos misiones lunares nada más; comprendía que iban a pasar varios años antes de que los humanos pudieran regresar. Necesitaba sentirlo por todos.

Giré alrededor de la Luna hasta el punto donde ni la luz del Sol ni el brillo de la Tierra podían alcanzarme. La Luna era un círculo de un negro sólido y profundo, y solo podía adivinar sus límites ahí donde las estrellas desaparecían. En la quietud y la oscuridad me sentía como un ave nocturna, planeando suavemente y dando vueltas a su alrededor sin llegar a tocarla jamás.

Apagué las luces de la cabina. Las estrellas se extendían sin fin. Podía ver muchas más estrellas –decenas o cientos de veces más– que en la noche más oscura y transparente en la Tierra.

Sin atmósfera que difuminara su luz, podía verlas todas hasta los límites de mi vista. Eran tantas que ya no podía encontrar las constelaciones. Mis ojos estaban colmados de un gran resplandor de luz estelar.

A diferencia de otros astronautas, que solo tenían tiempo para vistazos apresurados, yo tuve muchas horas, durante varios días, para observar este paisaje alucinante y reflexionar sobre su significado. El universo era mucho más de lo que alguna vez hubiera podido imaginar.

Eso me hizo pensar en nuestro concepto del universo. No podemos ver mucho de él desde la Tierra, al menos no a simple vista. Entre más sabemos, a través de telescopios, más cambia la concepción que tenemos de él. Solo podemos dar sentido a lo que podemos observar. Ahora, al ver mucho más con mis propios ojos, podía sentir cómo mi percepción cambiaba con rapidez. Ahí afuera había mucho más de lo que nuestras filosofías terrenales pudieran hacernos creer.

Con cientos de miles de millones de galaxias en el universo, pensé que sería ingenuo creer que éramos la única expresión de vida. Si tan solo un porcentaje ínfimo de las estrellas resplandecientes que veía tenían planetas similares a la Tierra, la vida podía estar en todas partes. Si nuestro sistema solar es un proceso natural, entonces el resto del universo debería seguir patrones semejantes. ¿Y si la vida, de hecho, hubiera llegado a la Tierra de algún otro lugar en el universo? Mi mente se aceleraba con estas posibilidades.

¿Era el programa espacial algo más que un programa de ingeniería? ¿Podría ser parte de nuestra vocación genética? Tal vez no me encontraba dando vueltas alrededor de la Luna por una decisión política, o por la Guerra Fría, sino porque estamos programados mentalmente para explorar el espacio. En unos miles de millones de años nuestro sol morirá. ¿Tal vez la vida se mueva de estrella en estrella, durante milenios, rehusándose a quedarse atrás y extinguirse? Apolo podría ser el primer paso de ese instinto de supervivencia programado.

Veía el resplandor inmenso de las estrellas y me imaginaba la vida allá afuera como algo continuo, como semillas que vuelan por los aires, algunas sobreviviendo, otras no. Me imaginaba la vida extendiéndose entre los astros, eterna, siempre ahí, adaptándose, propagándose, impulsada por la sobrevivencia.

Estos sentimientos se amplificaban con la sensación de ingravidez. Parecía tan natural, tan confortable: era como si volviera a casa. Como si ya hubiera estado en esta situación o como si el espacio fuera mi sitio. Viajar a través de él, quizá, era el estado natural de los humanos.

Portada de la antología editada por la ediotrial mexicana Gris Tormenta


EL VIAJE POR DELANTE

No llegué a ninguna conclusión. Todavía no sé qué hay allá afuera. Lo que percibí con mucha fuerza es que como especie no hemos experimentado todavía lo suficiente del universo. Todo lo que ahora creemos podría ser inexacto. Hemos desarrollado nuestras ideas apoyándonos solo en lo que podemos ver, tocar y medir. Ahora vislumbraba el infinito y podía intuir sutilmente –aunque no comprender– el viaje que los humanos tenían por delante.

Fue una lección de humildad para un niño de campo de Míchigan cuya mayor preocupación en algún momento fueron doce hectáreas de pasto. Solo, del otro lado de la Luna, en la oscuridad, tan lejos como era posible de otros humanos, me sumergí en la experiencia por varios días y largas noches sin dormir. Sigo ponderando, décadas después, lo que absorbí en esas horas intensas.

Dejamos la Luna a una velocidad de nueve mil kilómetros por hora, con la nave girada de tal forma que pudiéramos ver hacia atrás y usar casi toda la película que nos quedaba para capturar la Luna que disminuía rápidamente. “Estamos anonadados viendo esta cosa”,dijo Dave al control de la misión. “Es asombroso, parece que estamos yendo directo hacia arriba”, agregó, comentando sobre nuestro nuevo incremento de velocidad. “Nos estamos yendo, no hay duda de eso”.

Desde el primer vistazo por la ventana quedaba claro que la Luna se estaba encogiendo. Y el ángulo dramático del Sol realzaba nuevos rasgos en la superficie mientras nos alejábamos. Por primera vez podíamos ver algunas zonas del polo sur lunar y el inmenso cráter Tycho, y tomé fotografías con una mezcla de fascinación y tristeza. Nunca volvería a verlos de cerca.

“Es una muy buena vista después de todos esos días de dar vueltas y vueltas, ¿no?”, dijo Dick Gordon desde el control de la misión.

“Ya lo creo”, respondí, mientras inspeccionaba el terreno rugoso que se extendía hacia nosotros. “Estamos viendo un nuevo territorio”. Por primera vez en una semana, podía observar la esfera completa de la Luna a través de una ventana. “La puedes ver toda de golpe, ¡y qué golpe!” Continué describiendo flujos de lava que no habíamos detectado antes hasta que los detalles se hicieron muy difíciles de distinguir.

Manipulé algunos experimentos en el módulo de instrumentos científicos, puse la nave espacial en “modo de asador” nuevamente y me instalé para el regreso a nuestro planeta. El control de la misión se desconectó, recordándonos que “estaremos vigilándolos todo el tiempo mientras duermen”. Antes de que el día terminara, Dave compartió una frase simpática con Houston. “Tuvimos de nuevo una votación unánime aquí arriba. Fue realmente un viaje increíble”.

Pareciera como si la misión hubiera terminado. Pero mientras me preparaba para dormir, sabía que el día siguiente sería uno de los más importantes de mi carrera como astronauta. Iba a realizar la primera caminata espacial en el espacio profundo.

Al Worden durante su caminata espacial

A SU ALCANCE, FRÍAS

Llegó el momento en que los tres teníamos que meternos de nuevo en los trajes espaciales y ayudarnos mutuamente a cerrarlos. Cubrimos los interruptores de los tableros de control para no golpearlos al salir flotando. Desactivé algunos de los propulsores de la nave: lo último que necesitaba era que uno de ellos se encendiera mientras flotaba cerca de él. También guardamos y aseguramos objetos sueltos en la cabina. Después del trabajo que Dave y Jim habían hecho para recolectar rocas lunares y ponerlas en contenedores de muestras, no queríamos que escaparan volando por la escotilla. Trabajamos con calma y cuidado durante todos los preparativos para mi caminata espacial y todo sucedió sin contratiempos. Estaba feliz porque estábamos a punto de hacer algo que no se había intentando antes en el programa espacial.

“Despresurización autorizada”, dijeron desde el control de la misión. Lentamente, a través de una válvula especial en la escotilla, comenzamos a dejar salir el oxígeno de la cabina. Todo en la nave espacial se veía igual, pero sabía que si me quitaba el casco en ese momento, moriría. El interior del Endeavour quedó de pronto tan desprovisto de aire como el espacio interestelar por el que viajábamos.

“Estamos listos para abrir la escotilla”, dijo Dave. “De acuerdo. Pueden abrirla”. Oprimí el botón de seguridad, diseñado para que la escotilla no pudiera ser abierta por error: siempre una sabia precaución en el espacio. Empujé la palanca para hacer girar las cerraduras y sacarlas de su posición de bloqueo. Luego, empujando con cuidado, abrí la escotilla.

Sin contar que unos días antes había flotado brevemente en el Falcon, llevaba once días confinado dentro del Endeavour. La última vez que crucé esta escotilla para salir fue en la plataforma de lanzamiento en Florida. Ahora, a trescientos quince mil kilómetros de ahí, estaba a punto de salir flotando al espacio exterior entre la Tierra y la Luna. Era una idea alucinante.

“La escotilla está abierta”, anuncié. La forma cuadrada de la escotilla enmarcaba solo una profunda negrura. Saqué la cabeza e instalé con cuidado una cámara de televisión y una cámara de película en el borde para que capturaran mi caminata espacial. Luego, agarrándome del pasamanos más cercano, salí flotando silenciosamente al vacío.

Me detuve un momento y esperé a que Jim asomara la cabeza por la escotilla detrás de mí. Él se quedaría ahí y me observaría mientras yo avanzaba hacia uno de los costados de la nave. Además del módulo de servicio brillando con la luz del sol, todo lo demás era de un negro profundo ahí afuera. Observé toda la longitud del módulo de instrumentos científicos. “La cámara de mapeo está totalmente extendida”, reporté al control de la misión. Era uno de los equipos que había comenzado a fallar a medida que avanzaba el vuelo, y sospechaba que ya no podía retraerse por completo a su alojamiento. En efecto, estaba sobresaliendo. Eso podría complicar un poco la caminata espacial pues tendría que pasar flotando sobre ella sin soltarme del pasamanos. “¿Estás listo, Jim?”, le pregunté. “Comenzaré a ir hacia abajo”.

Después de once días en el espacio, estaba acostumbrado a la ingravidez. Trabajar afuera resultó ser mucho más simple de lo que pensaba. Con la mano en un pasamanos, podía girar mi cuerpo con la muñeca. El módulo de instrumentos científicos estaba ligeramente a la izquierda de la escotilla, por lo que primero necesitaba cruzar el frente del Endeavour. Dejé que mis piernas flotaran y luego giré y comencé a bajar por el costado de la nave, una mano tras otra, nunca usando los pies. Era aun más fácil que en el tanque de entrenamiento acuático.

Floté sobre la cámara de mapeo, luego me di vuelta en el pasamanos, poniendo mis pies en retenciones especiales. Eché un vistazo rápido alrededor mientras Jim flotaba a su posición.

Hasta este momento realmente no había tenido una idea clara de dónde estaba. De pie ahí, sobre un costado de la nave, sujetado solo por los pies y el umbilical que salía holgadamente de la escotilla, tuve una sensación momentánea de estar en lo profundo del océano, en la oscuridad, al lado de una enorme ballena blanca. El Sol estaba detrás de mí, en un ángulo inferior, por lo que todas las salientes en el exterior del módulo de servicio proyectaban una sombra dura. No me atrevía a mirar hacia el Sol, pues sabía que su brillo sería cegador. Hacia el otro lado y a mi alrededor no había, en absoluto, nada. Es una sensación imposible de experimentar a menos que flotes a decenas de miles de kilómetros del planeta más cercano. Esto no era agua oscura y profunda, o cielo nocturno, o ningún otro espacio abierto que pudiera comprender. La negrura desafiaba el entendimiento porque se extendía por miles de millones de kilómetros.

Me di cuenta que tenía un punto de vista único: podía ver la Luna completa si miraba en una dirección. Si volteaba la cabeza, podía ver la Tierra completa. Esta vista era imposible desde la Tierra o la Luna. Tenía que estar lo suficientemente lejos de ambas. En toda la historia de la humanidad nadie había podido ver lo que yo veía solo volteando la cabeza. Era increíble.