Kierkegaard observaba que “la paradoja es la pasión del pensar”. Uno de sus más fecundos lectores, Franz Kafka, signó la elaboración de lacónicas pesadillas intolerables en ese dictum. “A partir de cierto punto no hay retorno. Es ese punto el que hay que alcanzar” -escribió. Ese tipo de paradojas encuentran en el checo su punto de máxima condensación; nadie como él ha cifrado su literatura en la fisura irreparable del alma expuesta con espantosa naturalidad a situaciones irresolubles.

Franz Kafka, el tímido judío checo que escribía en alemán, enfermizo y taciturno, deambulaba por una Praga cargada de presagios donde descubrió ese continente ignoto -el del absurdo encarnado en la existencia- y lo puso al descubierto hace un siglo, en vísperas de la tormenta guerrera que sacudiría a Europa. Sin embargo, su obra -cuentos, relatos, novelas inconclusas, aforismos, cartas- dota de un aura desdramatizada al horror en ciernes, naturalizando su estela. La mirada escrupulosa con que ausculta la perplejidad de su época dibuja en nosotros, lectores, el inquieto laberinto anímico que llamamos “lo kafkiano”. Que, casi sin saberlo, nos habita. Pues el efecto de su escritura labra, indeleble, un alerta en la memoria: es un más allá de la mera literatura. Forma ficcional de lo siniestro -lo umheimlich- que poco antes describiera o inventara Freud, ese vacío escueto y sin nombre surca sus relatos confiriéndoles un aura perturbadora.

La materia de su escritura es lo impensable, lo íntimamente atroz del mal tácito, en estado de promesa. Que, sin embargo, es visible: el mal es una potencia actual, aunque no siempre sea percibido como tal. Borges vio en ello un halo que irradia sobre el pasado creando precursores hasta la víspera desapercibidos, pero sobre todo arrojando una estela ominosa actual que la sola presencia de sus textos produce. Los efectos retroactivos que organizan la mirada sobre las paradojas que rigen y atosigan la vida, son, sobre todo, futuros. Sus fábulas sin moraleja muestran el núcleo absurdo de la naturaleza humana; por ello resultan en denuncias involuntarias de las tramas opresivas. Esa circunstancia -su no buscado profetismo- es el vórtice secreto que actualiza su lectura en un mundo que se ha vuelto trágica, absurdamente kafkiano: todos somos Josef K. Sin exagerar, podemos decir que la más precisa descripción del mundo es El proceso.

Sus tópicos devinieron alegorías, acaso involuntarias. La postergación indefinida de un mal que no sucede y que, por ello, queda en estado de oscura promesa; o su complemento, la consecución impedida de un objetivo que coloca al mundo en estado de vísperas, han sido leídas como relatos alusivos a los sistemas sociales totalitarios, en particular -pero no solo- los de cuño socialista. Los censores soviéticos, de hecho, fueron los primeros en advertirlo: El Castillo y El proceso eran eficaces descripciones de la gris burocracia que se interponía entre el sueño redentor de la igualdad y el terror explícito del cual era sombra e instrumento. Por la misma época Max Weber teorizaba sobre el paraíso burocrático totalitario que abruma las sociedades modernas.

Ezequiel Martínez Estrada, junto a Borges, se cuenta entre sus más consecuentes lectores en nuestro país. En “Intento de señalar los bordes del mundo de Kafka” publicado en La Nación en 1944, abogaba por la creación de “un instituto de investigaciones de Ciencias Literarias que promueva el estudio de la obra de Kafka desde tres puntos de vista fundamentales: a) contenido teológico y metafísico de su concepción del mundo y de la vida humana y de su destino; b) estructura fenomenológica de la realidad, admitiendo la posibilidad de una “configuración absurda” de la misma, obliterada por la multisecular empresa de racionalizarla y geometrizarla conforme a las leyes físicas de la naturaleza; c) análisis y hermenéutica de los temas y personajes, hechos y episodios circunstanciales, para establecer la simbiosis o relación eidética entre los fenómenos del sueño y la vigilia, la fantasía y la realidad, lo rutinario y lo inesperado, lo lógico y lo absurdo”.

Tras su jubilación obligada en 1946 como empleado del Correo, donde había ejercido durante décadas un gris trabajo kafkiano, el autor de Radiografía de la pampa se retiró a Bahía Blanca. El Premio Nacional le había permitido invertir en una chacra en Goyena; asegurado el sustento, dedicó sus días, tras la horrorosa enfermedad de la piel que lo tuvo postrado entre el 49 y el 52, a escribir sus más poderosos ensayos de sobre la realidad nacional: Muerte y Transfiguración del Martín Fierro y la saga de ¿Qué es esto?, Cuadrantes del Pampero, Las Cuarenta y Exhortaciones. La frecuentación de alumnos de izquierda de la Universidad Nacional del Sur, donde había dictado seminarios de sociología rural, produjo un acercamiento al Partido Comunista, que lo consideró un “compañero de ruta”. El resultado fue la invitación a mediados de 1957 a un Congreso por la Paz a realizarse en Bucarest. Su primera estación fue Praga. Una Praga sin Kafka, cuya ausencia lo invocaba a gritos.

El año anterior había publicado Sábado de gloria, una nouvelle de sesgo autobiográfico que ficcionalizaba la irrupción de la fiesta peronista, narrada con espanto desde el punto de vista de un abrumado empleado del Correo. Él mismo destacó en varias ocasiones la inspiración kafkiana del texto: “Había sesenta y dos empleados sumariantes en esa oficina de no más de cien metros cuadrados de superficie. En cada escritorio trabajaban hasta cuatro auxiliares y estaban los muebles tan juntos que era difícil levantarse y caminar. Las mesas de despacho, las máquinas de escribir, las sillas se apretaban sin resquicio. (…) Pululaba el gentío y un rumor de inmensa colmena zumbaba bajo la gran bóveda. Algunos habían llevado silletas plegadizas y merienda. Muchas mujeres cambiaban los pañales a sus criaturas, apretándoles la cabeza entre las piernas. Iban y venían los clientes. Grupos de escolares con delantal blanco se arracimaban frente al mostrador de Ahorros Escolares. Un vendedor de globos y pitos y otros vendedores de frutas, con las canastas cubiertas con alambre tejido, vociferaban, pregonando su mercancía. Los atropellaban, pero ellos conservaban el equilibrio, balanceados por los clientes con sus canastas, sin enfadarse. También había una vendedora de empanadas con dos parches de sebo y yerba en las sienes”.

En su viaje pasó por Bucarest, capital de Rumania, donde por diversas dificultades no le garantizaban la entrada a Rusia, por lo que marchó a Italia y a Suiza. Allí, invitado por Gregorio Berman, que lo había tratado de su enfermedad nerviosa, asistió al II Congreso Mundial de Psiquiatría, donde escuchó a Carl Jung hablar de los arquetipos que tanto se parecían sus “invariantes históricas”. Arribado finalmente a Moscú, se entrevistó con el poeta turco Nazim Hikmet, visitó la casa de Dostotievski y la finca de Tolstoy en Yasnaia Poliana, (“ya estaba en tierra sagrada”-escribió en su diario). Finalmente, brindó una conferencia para los alumnos del Instituto de Literatura Máximo Gorki. Versó nada menos que sobre Kafka.

Pese a la relativa liberalización iniciada por el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS, Kafka seguía siendo considerado un autor tabú: decadente, pesimista, “alienado”, sus libros habían desaparecido de librerías y bibliotecas. Su literatura no casaba bien con los tópicos del realismo socialista. Martínez Estrada cometía, pues, una audacia peligrosa, reforzada por su diatriba contra quienes defendían los estados totalitarios, “repugnantes parodias del saber y escarnio del obedecer” y su impugnación de la literatura de propaganda encarnada en autores como Ilia Ehrenburg. Incluso se dice que mencionó a Trotsky, motivo más que suficiente para que el viaje, que iba a extenderse a China, concluyera ahí mismo. Recién en 1961 se editaron sus obras en ruso y dos años más tarde en Checoslovaquia tuvo lugar un congreso kafkiano que fue el inicio de lo que sería la Primavera de Praga.

El retorno del viaje fue amargo. Su amigo Gregorio Scheines recuerda su disconformidad: “en las calles no se veía ni una sonrisa”, decía. Solo su viaje a la Cuba revolucionaria, un quinquenio más tarde, le daría una fe en la revolución que nunca había tenido.

En “Acepción literal del mito en Kafka” escribirá que “Para nosotros, que palpamos y vemos las superficies, la visión de Kafka es la de un rabdomante”. El arte de buscar verdades ocultas del radiógrafo tenía en el checo, para Martínez Estrada, un colega, un hermano. “Es correcto considerar en la obra literaria de Kafka tres aspectos: el de una teodicea negativa, que al suprimir la necesidad de Dios suprime al mismo tiempo la necesidad de un orden normativo para el acontecer y para la conducta pública y privada del hombre; el de una sociología en que es indispensable separar el orden convencional, institucionalizado, del proceso “incardinable” del acontecer caprichoso dentro de aquel diagrama teórico; y el de una psicología de acciones y reacciones puramente mecánicas, sin conciencias ni pautas de volición que autodeterminen nada”. Desde México, donde pasó un temporada escribiendo su monumental Diferencias y semejanzas entre los países de América Latina, escribió: “En mi situación de expatriado, agobiado de achaques y nostalgias, merced a las revelaciones de Kafka, siento que soy, por temperamento y destino, mucho más judío de lo que más o menos barruntaba, y su obra se me aparece iluminada por una luz más clara y cenital que cuando me ocupé de él hace muchos años”.

Martínez Estrada, murió en Bahía Blanca el 4 de noviembre de 1964, hace 60 años. Kafka, hace un siglo. Sus textos, paradójicamente proféticos, siguen vigentes. “Transcurre el instante decisivo de la evolución humana. Por eso no carecen de razón aquellos movimientos espirituales revolucionarios que denuncian como poco significativo todo lo anterior. Ya que, en efecto, aún no ha ocurrido nada”- escribió Kafka.