Hace casi veinte años, cuando el periodismo aún tenía recursos razonables y el avance digital era bebé, Página/12 me envió a Los Angeles: los estudios de Hollywood invitaban a periodistas latinoamericanos para que pudiéramos ver cómo se grababa una sitcom, en este caso Will & Grace, pionera en representación queer aunque, claro, apenas se besaban, a diferencia de la más interesante Queer as Folk en Gran Bretaña. Esto, sin embargo, no es lo importante. El viaje era de pocos días, pero tuve el tiempo suficiente para ir hasta el Viper Room en Sunset Boulevard, una disco super intensa en Hollywood –su dueño era Johnny Depp–. Yo no quería ir a ver una banda, o tomar unos tragos o siquiera entrar. El local, además, estaba cerrado. Quería ver si quedaba algo del altar en la vereda que los fans y la gente conmovida le había hecho a River Phoenix. Para quienes no lo sepan, River Phoenix era un actor extraordinario, protagonista de Cuenta conmigo de Rob Reiner y de Mi Mundo Privado de Gus Van Sant, que trabajó para Sidney Lumet, Peter Weir, Peter Bogdanovich y Steven Spielberg interprentando a un joven Indiana Jones. Murió a los 23 años de una sobredosis múltiple fuera del Viper Room, en la vereda. 

Desde La Plata, donde yo vivía entonces, lloraba sobre sus fotos y le encendía velas, junto con un amigo, también enamorado de River. Tengo 50 años y mi rito de 31 de octubre –día de muertos, Halloween, lo que quieran-- es encenderle una vela a River o dedicarle un pensamiento. Él murió el 31 de octubre de 1993. ¿Por qué? Porque me acompañó, porque era hermoso, porque fue mi primer amor, porque él tenía un talento delicado, porque su muerte fue solitaria y desamparada. Existe una llamada grabada al 911 de esa noche, la hizo su hermano Joaquin Phoenix: se escucha la voz del hoy famoso actor muy reconocible, pidiendo que por favor se apuren. Poco después, también circuló una foto de River en su ataúd, que alguien tomó en el funeral y puso a la venta.

No quedaba nada del altar en esa oscura vereda de West Hollywood: tomé una foto con una cámara descartable recién comprada, porque la que llevaba se había roto. Es el ciclo de la muerte de los jóvenes ídolos. Hay una especie de prejuicio fuerte, y lo digo porque lo sufrí toda la vida, por estos amores intensos, salvo que se trate de ídolos populares, nunca entendí bien la separación. Por estos días, si lo buscan online, pueden ver los cantos y bailes que se hacen frente al nicho donde están los restos de Gilda. Es simultáneamente conmovedor y tétrico.

El altar que los fans le hicieron a Liam Payne en Palermo, que acaba de visitar su padre haciéndose un rato entre los trámites para llevarse el cuerpo de su hijo, es muy parecido al de River. Y a los que se hacen cada vez que muere uno de estos ídolos tan chicos, víctimas de lo que se puede llamar la enfermedad de la fama, una exposición inhumana para la que nadie está preparado, la inseguridad que eso trae consigo y el acceso a cualquier consumo y cualquier comportamiento, porque será ocultado y perdonado: la máquina debe seguir. 

Liam Payne fue parte de una boy band famosísima: de los ex integrantes de One Direction el más exitoso es Harry Styles, pero a Louis Tomlinson también le va muy bien, y a Zayn Malick –recuerdo la sorpresa de los de siempre cuando las colas por Tomlison duraron días fuera del Movistar Arena–. ¿Qué es lo que sigue sorprendiendo? ¿Por qué los fans son tan invisibles? ¿Por qué las vidas exigidas y privilegiadas de los hiper famosos siguen teniendo estos destinos de desdicha que son aceptados como el resultado natural? Amy Winehouse que no quería cantar, tambaleándose sobre el escenario mientras la gente la abucheaba: murió a los 27, no pudo dejar el alcohol. Walter Olmos jugando con un arma y pegándose un tiro en un hotel de Buenos Aires: su tumba en Catamarca está sellada para que no se hagan más altares. Kurt Cobain en su casa de Seattle, solo, combinando una sobredosis de heroína con un tiro en la cabeza en uno de los suicidios más violentos imaginables, también a los 27. Siempre los altares. Alrededor de la casa de Cobain había pilas y pilas de cartas y flores y velas, y su esposa Courtney Love leyó una carta para los fans inconsolables que hacían la vigilia.

De Kurt Cobain también se publicaron fotos post morten, en su caso con las piernas abiertas, los brazos caídos, detrás de una ventana. TMZ, el sitio web que más explota la vida de los famosos también publicó una foto de Payne en la vereda de Buenos Aires, nunca la cara, eso no, salvo en el caso de River Phoenix: esa foto era un primer plano en blanco y negro de su cabeza reposando en el cajón. El morbo no es nuevo, que esas fotos cuesten fortunas no es nuevo, no hay por qué pensar que dejará de suceder. Algunos fans incluso querrán esa foto, último tributo, último desnudo de esa carne amada y deseada, que ayudó a crecer, que acompañó en fiestas y noches sin dormir, que fue la protagonista de sueños y pesadillas, que ocupó carpetas, revistas, recortes, drives, tumblrs, que produjo fan art y fan fiction y especulaciones interminables en foros, de la que se hicieron gifs y capturas de pantalla, que consumió tiempo y lágrimas y sexo, no importa que no sea con ellos, no, es el aprendizaje del sexo y de la idea de una trascendencia, por eso los altares, porque construímos dioses para derrumbarlos.

En la enfermedad de la fama, lo que le pasaba a Liam Payne era de las peores situaciones. Amado aún por sus fans pero al borde del olvido. ¿Cómo se sobrelleva ese después? En muchos casos la supervivencia a la fama joven es notable: hace horas vi a Nancy Anka, hermosa a sus 50, viéndose como una adolescente en Grande Pá, hablando con uno de esos telefonotes de la época. Otros atraviesan explotaciones y traumas brutales. Otros se mueren. La lista sería interminable, el rito siempre es igual. Los fans que se reunían en Galería Jardín de calle Florida intercambiando atesoradas fotos de Duran Duran. Los que pasaron días fuera del hotel donde se alojaba Madonna cuando vino a Buenos Aires a rodar Evita: la entonces presidenta de su fan club le hacía una carta astral bajo el sol, recuerdo.

Le dejé un regalo a River Phoenix aquella noche en Hollywood, sobre la vereda vacía, ya no recuerdo qué objeto, flores no tenía. La disciplina en el duelo activo por el ídolo es difícil: hay que seguir adelante con la propia vida. Ditra Flamé la mantuvo: ella le llevó rosas a Rodolfo Valentino hasta 1984, cuando murió. La propia muerte de Valentino –a los 31, por peritonitis– fue un suceso catastrófico, con más de 100 mil personas en la puerta de la funeraria donde estaba su cuerpo. La mayoría mujeres y hombres enamorados que habían encontrado en Rudy algo tan humano y tan importante como el cuerpo donde ofrendar las fantasías. El cuerpo que se siente como el hogar, como quien te comprende y te cobija. Ser fan no es de solitarios incapaces de conexión: es justamente una conexión intensa que habla de una vida interior curiosa y un poco obsesiva; en un fandom hay amistades intensas, comprensión, creatividad y también, como ahora con Liam Payne, duelos que marcan y que, como toda pérdida, exigen un rito. También hay locura, como en cualquier aspecto de la vida humana, pero el foco permanente en la histeria desde el afuera es, en parte, lo que genera esta incapacidad de cobijo, estas velas que arden en la noche de una capital sudamericana.