Antes de que el silencio /nos descargue su ala /quiero cruzar por vos el territorio/

destinado al cariño.

Layo manda matar a su primogénito y éste al paso de los años, lo termina matando. Así se funda la cimiente de la tragedia familiar. Sófocles nos cuenta con qué congoja, el mismo Edipo, se despidió de los que creía eran sus padres y en un cruce de caminos despedaza al verdadero, con la brutalidad propia del hombre que luego le haría cuatro hijos a su propia madre.

Convengamos que menos sórdidas en lo cotidiano suelen ser las relaciones entre padre e hijo. Pero no por ello simples. Las anida el extrañamiento del primer momento, luego la identificación, hasta llegar a la decepción- de uno, del otro, y de los dos-, terminando en una cierta estabilidad o acompañamiento mutuo. Parece ser ésta una ley de hierro, un proceso vivido por todos. Aunque existan algunos que merezcan nuestra observación, o, mejor dicho, nuestra conmoción. Recordemos entonces a los Castellanos, y para hacerles justicia, con un poema.

Centremos a los personajes: Luis María Castellanos, hijo, autor del poema. Una promesa del campo cultural rosarino de proyección nacional, diluida rápidamente por sus contactos devenidos del mundo periodístico con los personajes más siniestros de nuestra historia. Y obviamente el padre, Luis Arturo Castellanos, tema del poema. Profesor emblema de la crítica y la enseñanza de la Literatura Española, en las décadas del cincuenta y el sesenta en la ciudad. Editorialista estrella del diario La Capital, y como refieren muchos de sus discípulos, “un buen tipo”.

Comienza con un título entrañable: Padre y maestro mágico/ A Luis Arturo Castellanos, / profesor. Y sigue: Antes de que el silencio/nos descargue su ala/quiero cruzar por vos el territorio/destinado al cariño. /Manso buey de gramáticas y textos, / la luz del cigarrillo, flotando por la casa/fue el corazón del mundo. /Con tu mester de Buen Amor/fabricamos el pan, la mesa puesta, /persiguiendo el tranvía/en la siesta de plátanos/con la valija llena de juglares.

Pasa a la simbiosis que todo hijo cree tener con su padre: Quiero decir, me diste la paciencia, /tu voz empecinada me enseñó la justicia, /tu bondad de hombre simple, /el Dios individual. /En mitad de la noche te escuchaba llegar/ y el golpe de la puerta ponía/en orden el mundo. /Obrero de pronombres y metáforas, /compañero de Arnaldo/y del duque de Osuna, /en medio de la pólvora elevaste/el pétalo profundo del amor, /tu mano sin dialéctica fue un mástil/que me ayudó a aguantar/cualquier bandera.

Interrogantes de honda raigambre existencial suceden en esta secuencia, pero también una indecisión marcada, por la altura del legado ante la extinción paterna: ¿Aprenderé a mi turno a respetar/las brújulas que llegan? / ¿Sabré esperar callado la muerte/de los ídolos? / ¿Aceptaré los fuegos de la cumbre? /Ahora, en el umbral de tus setenta, /cuando el silencio empieza/a perseguirnos/y tus pasos no vienen en la noche/a reordenar el mundo, /ahora que la voz tiembla, /la memoria falla/y el oído se hace débil, /quiero convocarte para siempre/al abrazo, /decirte simplemente:/de aquí nadie se va. /En el gesto del hijo cada mañana veo/tu pura sangre altiva hacerse eterna/y estallar en la luz.

Para tornar a la suya, la vida del hijo: Los amigos/Son pocos, tres o cuatro, los amigos/que en la tertulia repetida del café/ocupan sus lugares habituales. Ya no hablan mucho, /todos piensan y callan, en su vida, en los otros, /y hacen correr el vino como una sangre numerosa. /A veces, con un renacido/ímpetu se entregan/al discurso del mundo; se prometen cambiarlo, encauzar nuevamente/la larga línea oscura de sus años, pactar definitivamente con el hombre/que espera en el interior de los huesos del cráneo.

Y continua, hasta el silencio: Son pocos los amigos. Es más escaso cada vez el diálogo, /más lento el ademán con qué/exorcizan el declinante universo/del alcohol. A veces las mujeres acompañan el círculo; otros/recuerdan, solos, cómo en la grama oscura de la noche, en la mesa habitual,/apagados murmullos de la sangre, dormidos diálogos de entonces,/hicieron crecer bosques incesantes, irreprimibles galopes de la mente./Noche a noche, si no en la fatiga compartida en la carencia unidos/de vínculos más fuertes con el mundo, evocan los comunes recuerdos/y se miran con ansias hacia el centro del ojo, presintiéndose muertos/frente a una muda audiencia de fantasmas./Cada vez, bajo el párpado, las luces del alcohol son más opacas./La mano tiembla ahora al levantar la copa y hasta el ritual del vino/es una comunión que se reparte a ciegas.

 

Un monólogo que simula un diálogo, quizás es todo eso la poesía. Y también la vida de un hijo frente al padre. Las flores más bellas suelen crecer en las condiciones más desfavorables, en las sombras más pétreas; al solo amparo del humo y el alcohol.