Este fin de semana estamos saliendo del armario. Mi hombre y yo decidimos dejar de ir de incógnito cuando dejáramos de poder hacerlo. Él lo hace publicando sus memorias; yo no puedo escribir esta columna sobre otra cosa porque -por más que lo he intentado- no me sale nada más del cerebro.
Al principio, cuando supimos que pertenecemos al selecto club de los ELAdos y sus parejas de hecho, hace mucho tiempo, nos prometimos guardar el secreto. Admitiríamos lo obvio, cuando se empezara a notar que está enfermo, pero no el nombre de su enfermedad porque cambia lo que ven los que te miran y no queríamos que nos mirasen distinto. Solo queríamos y queremos seguir haciendo lo que hacemos entre los vivos.
Estuvo bien ocultarlo, aunque aquel secreto me arrancó el sueño de cuajo durante meses hasta que se lo desvelé a un terapeuta amigo. De lo primero que descubrí, entre tantas otras cosas que ya he descubierto, está que dormir es más importante que comer, que te mueres antes de agotamiento que de hambre, que sin dormir aparecen ansiedades, ataques de pánico y depresión y todo deja de tener sentido.
Por eso, quizá, me atrevo a hablar en plural, porque su mal es de los que son más compartidos. No estoy enferma, pero soy sus brazos y sus piernas, hago lo suyo y lo mío, me propongo vivir a su lado lo que venga e intentar ser lo que necesite.
Por ahora creo que estamos haciéndolo de la mejor manera posible, admitiendo que lo bueno es enemigo de lo perfecto. Cuando nos conocimos ya sabíamos que quererse tiene sus ratos de odio y ahora eso no es distinto. No hace mucho que me disculpé con un "lo hago con todo el cariño que puedo y no siempre es todo el que me gustaría". Él odia que le ofrezca ayudas que no necesita. Yo, que haga lo que haga nunca será como si pudiera hacerlo él mismo.
No, no tengo madera de cocinera, ni de enfermera, ni de santa, pero sí de pretender cuidar a la persona a la que quiero hasta el final. Creo en esto y pretendo hacerlo con orgullo todo el tiempo.
Sus memorias son imprescindibles como lo que son: historia del periodismo. Se titulan Antes que nada porque tiene claro que todos vamos a ningún sitio. En ellas relata su vida presente y pasadas, intercalando su hoy con sus hitos, sus referentes y sus contingentes. De la actual, describe como nadie lo que le pasa y cómo lo digiere y cómo lo odia y cómo lo abraza.
Solo tengo palabras de admiración sobre cómo está transitando el vía crucis de esta enfermedad maldita. Muy pocos en su lugar, incluida yo, daríamos la talla que exige; esa amalgama imposible de lucha y resignación, de pelea y entrega, de no pero sí, de sí pero no, de me matas pero pienso seguir vivo.
Muchas veces pienso que haber viajado tanto le ayuda también en este viaje que puede ser el más importante de mi vida.
Hemos decidido disfrutar hasta el final, estación a estación. Ya pasó el tiempo de la admiración y de la culpa porque mis brazos y mis piernas me respondiesen, ya pasó el día en que en una gran estación de tren me emocioné viendo a tantos juntos dando órdenes que sus cuerpos respondían, ya pasó el momento en que le abracé y confundí sus espasmos musculares con un bicho que le sube por las piernas y lo va devorando y podría comerme a mí también por contagio, ya dejé de ver su primera caída a cámara lenta como la demolición con dinamita de un edificio muy hermoso, ya aprendí que hay que vivir fuerte haciendo ejercicio continuo de presente.
Hace pocos meses nos hicimos pareja de hecho porque lo somos y no queremos que ningún médico nos pueda separar en momentos cruciales por no estar apuntados en un registro. Fuimos solos, firmamos y nos regalamos un desayuno de los ricos. No lo hubiéramos hecho si no nos hubiéramos visto obligados. Mi hechito y yo llevamos ya diez años juntos sin que ningún papel nos obligue y nos hubiera gustado seguir así hasta los restos.
Registrados o no, nuestro plan sigue siendo el mismo: querernos como nosotros sabemos.