El primer café de la mañana suele -o solía- ser un buen momento para acomodar el día. Pensar los acontecimientos y medir el mundo a través de las noticias. Ahí es donde suceden las elecciones privadas. Mirando por la ventana, o controlando el agua mientras se calienta para el mate. Y quizá cuando aparecen las primeras burbujitas antes de que hierva llegás a una conclusión, o te remontás bastante más atrás y ves que todo ya sucedió antes. Y siempre estábamos nosotros. Ahí en aquellas épocas y aquí, ahora.

Aquí nosotros. Acá los que tratan de seguir estudiando en las universidades. Los y las que crían hijos, hijas, nietos. Acá quienes son soportes de sus madres y padres. Somos los que saltan los molinetes de las estaciones para que la plata nos alcance aunque sea para un pancho de esos que vienen con papas fritas o incluso para no comer y con esa plata poder comprarle un paquete de esas gomitas horribles y dulcísimas a las hijas. Que también están carísimas.

Suelo creer que el mundo (este, el nuestro) se nos empezó a escurrir entre el 26 y el 27 de julio de1822, en Guayaquil, Ecuador. Ese desacuerdo entre Simón Bolívar y José de San Martin fue el preludio de lo que sucedería después, porque además cada uno llegaba con sus propias peloteras internas: Don Simón las tenía con Santander y Don José con Rivadavia. Y cada cual con sus aliados y enemigos internos, tanto, que la reunión fue privadísima y nunca nadie supo que se dijo ahí, lo que dio lugar a especulaciones y dudas y certezas inverosímiles. De ese silencio público salieron kilómetros de papel y litros de tinta intentando explicaciones y hablando de aquella reunión como si contaran con los auspicios de la clarividencia. Lo que no se pudo fue negar la existencia de la reunión.

Cuando salís de tu casa y tomás el 98 hasta capital, que a esa hora de la mañana viene hasta el techo, te preguntás por qué de nuevo es tan difícil. Y pensás lo bueno que sería si fuera más sencillo. Si sólo era cuestión de que pensaran en vos. Pero es más complejo que eso, porque al igual que en Guayaquil hay presiones internas y reuniones y se juega un ajedrez en diez tableros de vidrio y superpuestos.

Siempre hubo reuniones. Secretas y públicas. Y siempre las especulaciones fueron más grandes que la realidad. Especialmente las inventadas o creadas, como la de Borges con Perón, tan inexistente como ingeniosa, con la virtud de que además la pieza teatral no influyó en tu vida. Mientras tanto, pasás por la plaza Alsina pensando que recién es martes y ya tenés la paciencia llena de no tener horizonte y la señora que va sentada tiene informado a todo el pasaje de los acontecimientos del día porque decidió que los auriculares le molestaban y entonces escuchás que hubo reunión. Y que no hubo. Y qué ganas de joder. Justo ahora.

El encuentro de Guayaquil dio lugar a las más diversas especulaciones. Unos dijeron que se disputaban el liderazgo y sobre todo, la forma de liderar. Dijeron que San Martin proponía que una vez liberado el continente, cada país eligiera su forma de gobernarse y que Bolívar sostenía que había que controlar todo para que no se desarme.

Otros dijeron que el motivo del final sin conclusiones fue que cada uno de ellos le propuso al otro que se hiciera cargo. Adujeron en su especulación que ambos estaban cansados de guerra. Otros, los más pomposos, aseveraron que el asunto fue que el mundo era muy chico para sostener esas dos espadas.

Mientras sucedía la reunión, las tropas esperaban tiradas de cualquier modo, huérfanas, apenas resguardadas debajo del techo de palma amarga trenzada, sostenida por cuatro palos de tacú, ignorando que cuando los generales acabaran el cónclave, iniciarían un viaje eterno hacia la nada, sobre unos mulares agotados y en la más absoluta intemperie. Ambos generales murieron sintiendo el fracaso.

Pero ya falta poco. Cruzando el puente Pueyrredón te acordás de cuando escuchaste a Cafrune cantando “yo me doy por bien pagao entrando atrás del primero” y que pensaste que la nobleza era algo que había que tener. Porque era lindo. Así de fácil. Ese era el lugar donde había que ponerse. Entonces vinieron no sabemos quiénes inventando la neutralidad. Y bueno, era una posibilidad ¿por qué no? Y de repente ya no te dejan. Hay que tomar posición, aunque sea a solas cuando estás en el baño mirando el azulejo ese que siempre estuvo quebrado, y decidas no discutirla con nadie porque esto está jodido y es confuso. Una cosa es la neutralidad y otra muy distinta que te dejen sin saber dónde ponerte. Lo primero es un gesto, lo segundo es producto de la crueldad, hija del egoísmo. Y ahí estás vos, huérfano, tirado de cualquier modo en ese 98 con un chofer que frena y acelera y frena y dobla como si la vida de los pasajeros no dependiera de él.

San Martín había dicho mucho antes que “…si no, andaremos en pelotas como nuestros paisanos, los indios”. Y a su tiempo Bolívar escribió “esto somos. Nunca seremos otra cosa.” Y antes de bajar del colectivo escuchaste que sí, hubo reunión pero no acuerdo, pero que hay documentos de toma de posiciones. Parece que no se ponen de acuerdo en a quien hay que pegarle ¿es tan difícil de ver? Que ganas de joder justo ahora. Y vos ya tenés tu posición pero tiene un sentido común tan simple que asombra que no lo estén haciendo y sin embargo al que lo dijo le están tirando con de todo. Mientras nosotros seguimos apretados y jodidos en este colectivo.

Parece difícil de entender que si hoy le pegas al que no es tu enemigo, mañana tenés un compañero menos, y así todo se jode. Y nosotros acá.