"¿Soy yo aún quien ahí irreconocible arde?/ Acaparar en mí recuerdos no quisiera./ ¡Ho Vida; Ho vida! Estar afuera/ y yo en llamas. Nadie que me conozca". R M. Rilke.
Enrico caminaba por la costanera como era su nostálgica costumbre, cuando alcanzó a divisar la silueta de un hombre que se erigía peligrosamente sobre el borde; intuyendo una decisión funesta se apresuró hacia él, pero no logró llegar a tiempo. El hombre se arrojó a las agua del Paraná y rápidamente desapareció bajo la aparente serenidad de su corriente. Enrico comenzó a gritar pidiendo ayuda pero no había nadie alrededor y para colmo la noche sin luna avanzaba sobre un tímido y huidizo crepúsculo.
Profundamente perturbado iba y venía sobre el lugar cuando detectó un cuaderno de notas que al aparecer el joven había dejado sobre la hierba. Lo tomó con la intención de dirigirse hacia la seccional para realizar la denuncia, reprochándose con lágrimas que intentaban ser furtivas, el hecho de no haber obrado con mayor solvencia.
La diligencia en la seccional le incrementó el desasosiego; el encargado dispuso un ligero operativo mientras se quejaba irónicamente: Ya tenemos bastante con las muertes involuntarias y ahora tenemos que ocuparnos de los voluntarios, dijo con fastidio. Enrico salió totalmente apesadumbrado y por un momento no supo dónde dirigirse, no quería retornar a su casa porque debería comentarle a su mujer y a sus hijas lo ocurrido, lo cual implicaba remover algunas tragedias similares que habían padecido. Pensó en llamar a su amigo Miguel para comentarle lo acaecido pero sin saber por qué lo desechó; sin percatarse había vuelto hacia el lugar de la escena y comprobó que algunos transeúntes iban y venían por el sendero que bordea el lugar.
No pudo evitar el sentimiento totalmente absurdo de que todo parecía haber sido prefijado para que él y solamente él, fuera el testigo. Como si el azar mostrase un orden y a la vez un designio para mostrar que hay algo más allá de la conexión casual de las cosas que nos superan. Más absurdamente recuperó que se le atribuía a Alejandro el Magno la conquista del cielo y no solo la de la Tierra, pero que al conquistar Tiro o Sidón, Alejandro dejó caer desde las altas torres un grano de tierra y entonces comprendió que ese grano era él y que a nadie le está atribuido sobrepasar el destino común que todo hombre tiene prefijado; a lo sumo, como en su caso, legar el nombre a una ciudad… Como de costumbre, la literatura y la historia irrumpían su mala costumbre de interpolar un detalle innecesario en su narración.
El tiempo y la memoria tienen sus extravagancias, casi sin darse cuenta introdujo su mano en el bolsillo y extrajo la libreta del joven que decidió no dejar a la policía. Tal vez se debió a la resignación del país que pasaba por uno de sus momentos más agraviantes, con los atropellos a los ciudadanos, el capricho y la enorme desidia de sus absurdos gobernantes, la degradación de las instituciones oficiales, tal vez a la convicción de que a pesar de todo, en algún momento de insostenible indignación, se recuperase el surgimiento de hombres justos no dispuestos a borrar las huellas de lo que nos acontece. Lo cierto es que decidió retornar a su casa y no comentar lo ocurrido por lo menos hasta tanto no leer lo escrito en la probablemente inútil libreta.
Primero fueron frases sueltas, del tipo: No sabemos con qué fin estamos sobre la tierra junto a los demás seres que tanto se nos asemejan, o no puedo aceptar un Dios que premia o castiga a los objetos de su propia creación. Hoy me costó mucho enseñarles a los chicos, comprendí que no estaban en condiciones de asociar porque la mayoría de ellos habían venido sin desayunar en incluso sin haber cenado la noche anterior. ¿Cómo se puede aprender algo en estas condiciones? O esta otra: Cómo es posible que un pueblo que haya padecido un genocidio lo implemente en otros más débiles… y a renglón seguido una suerte de interrogación angustiosa que rebalsaba el marco de su propia enunciación: ¿Hasta cuándo seguiremos creyendo en todo los que nos dicen?
De repente se sucedían dos o tres páginas en blanco, lo que sugería que las anotaciones siguientes ocurrieron en momentos de súbita y ansiosa inspiración. Tal vez en un colectivo. Las letras temblorosas y con palabras casi indescifrable parecían confirmarlo. Apenas se lograba desentrañar una estricta sentencia: El demonio sólo existe en la fantasía pero personificamos la culpa desplegada por nuestra maldad… y luego, ¿Aún soy yo quien entre tanta inutilidad se reconoce?
Le chien malade esta encore chien, toujours. Nous, à partir d´un certain degreé de souffrances insensées, ¿sommes nous ancore nous?
Tal vez no, pero de lo que estoy seguro es que no hay nadie que me pueda comprender más profundamente de lo que yo mismo me comprendo. En ese sentido soy mi propio contemporáneo pero el costo ha gravado mi exhausto corazón, que ahora es esto y sólo esto… No he cumplido los cincuenta años y creo entrar en la crisis más profunda de mi vida sin prefigurar como podría sobreponerme si hasta mi propia soledad se ha tornado peligrosa. Probablemente no he querido anteriormente enfrentarla cara a cara.
Enrico detuvo la lectura, unas líneas habían delatado que el hombre había sido profesor o maestro y volvió a experimentar la extraordinaria coincidencia que el azar había establecido para que fuese él, un oscuro profesor de letras el que albergase ese manuscrito entre sus manos. Pero no sólo eso, sino la coalescencia de sentimientos que se encontraban más allá lo visible. Y era algo así como que, a pesar de las circunstancias indignantes que asolaban la vida de su tierra, de su país, de su gente, siempre habría un lugar para la verdad profunda de la emoción poética. Hubiera querido saber el nombre, se dijo a si mismo con un dejo de tristeza no menor que el mundo. Apenas había vislumbrado su rostro de perfil y su silueta un tanto desgarbada y desprolija y ese mínimo recuerdo que ahora formaría parte de su existencia bajo las enigmáticas estrellas, lo seguiría hasta su propio fin… Cuando arribó a su casa, evitó comentar lo acontecido y mientras su laboriosa mujer preparaba la cena, introdujo subrepticiamente la libreta entre sus libros más queridos, no sin antes leer una poesía que el hombre anónimo había escrito después de algunas hojas en blanco.
Hoy nadie a verme ha venido, ni llamaron mi día para nada, no hubo algo inusual en mi jornada, de tan trivial que mi jornada ha sido. En el día deambulo por la casa y sigo paso a paso cual si fuera, el simulacro de una sombra ajena, ignorada por todos los que pasan. Pero sigo caminando cual si diera, con el sendero que se apura hacia el ocaso, con la impronta de un esforzado paso, que arrastra los recuerdos que se quedan.