“La poesía altera la costumbre, obliga a pensar/ fuera de las categorías lógicas, es una amenaza/ para la seguridad. Y muchos prefieren la seguridad/ al riesgo del placer: prefieren entender”. El riesgo del placer, de Ulalume González de León.
La fundación de lo poético para cada persona y para cada momento de la vida tiene caprichosos pasajes que graban como un conjuro la maravilla de lo indecible, el famoso: “no tengo palabras para contarte lo que pasó”. Quienes amamos la poesía sabemos que las palabras existen y las tenemos, sólo que no son cualquier palabra ni se pronuncian de cualquier modo en cualquier tiempo. Sabemos que para ciertos soplos precisamos del sortilegio del lenguaje y también de lo performático que hace del acto poesía. Por eso, las palabras van abrazadas a los rituales. Toda bruja lo conoce bien.
Pienso que la única forma que tengo para escribir lo que ocurrió el 18 de octubre es bajo la lupa de lo poético, ese hilo que tiembla adentro y que se parece al amor cuando te atraviesa con su rayo.
Como siempre, todo comenzó con la semilla, con la primera intención que se dio rodeada de poesía. La presentación de un libro es un ritual y fue en el 2017, en La Facultad Libre de Rosario, donde Cristian Molina, el Wachi para quienes lo queremos, tras la lectura de su libro de poemas Machos de campo, le pidió casamiento a Fabián, su novio de hacía quince años. La perfo coronó con algunos llantos de quienes los conocíamos y sabíamos que una relación amorosa es una construcción llena de dificultades, pero, sobre todo, de afecto en la empatía y en la solidaridad de querer un mundo más hermoso y hacerlo posible junto a quien elegimos para compartirlo.
Tuvieron que pasar muchas cosas, la pandemia, festivales de poesía en Rosario, viajes, risas y pérdidas. Lo que parecía que iba a ser pronto tardó siete años en llegar. Y llegó. Llegó el 18 de octubre de 2024, un día después del día de la Lealtad y lo resalto porque como dije anteriormente los rituales y los conjuros no tienen lugar en cualquier circunstancia.
Los ritos como el casamiento llevan el hechizo de lo ancestral, más allá de una libreta que da derechos (y no es menor tratándose de un matrimonio LGBTQIA+), el momento en el que dos personas acercan sus corazones para decir “sí, quiero” frente a un público amado y se ponen anillos que brillan en sus dedos y se besan y tiran ramos al cielo, y quienes están ahí saltan y bailan celebrando la belleza de la coincidencia, ese momento deja un espacio en la memoria del mundo, deja un fulgor como una estrella que quizás se vea después, pero que lleva una certeza: va a iluminar.
Con Mariana, mi compañera, llegamos puntuales, 20.30 hs. al Club Español. No queríamos perdernos nada. Sabíamos que desde que pusiéramos un pie en aquella fiesta todo iba a ser del carácter de lo sagrado, de lo poético, de lo extraordinario. No nos equivocamos, sin embargo, tampoco pudimos imaginar el placer de la sorpresa.
Ellos llegaron radiantes, con sus trajes bordó (como el primer auto en el que viajaron juntos) y sus ramos de flores, subieron las escaleras alfombradas y entraron al salón donde la jueza Melisa Marchione los esperaba para que se dijeran los votos. Fabián hizo un recorrido desde su primer encuentro en el que Wachi tenía veintiún años hasta ese instante que los encontraba vestidos iguales a los muñecos de la torta. Ya la lágrima había caído cuando Cristian completó con sus palabras el acto y todos aguardábamos el veredicto de la jueza que anunciara el matrimonio consumado. Pero no ocurrió como esperábamos en la lógica de nuestros pensamientos. La magia y la poesía hicieron su interrupción y la jueza llamó a una persona que iba a traer un mensaje importante antes de seguir con la ceremonia. Algunos corazones se pararon. Hubo quienes pensaron (no voy a dar nombres) que se trataba de alguien que se oponía a la boda. Para felicidad de todes la noticia iba a ser otra.
Las puertas se abrieron y entró al salón Marcelo Escola, Juez de Familia de San Lorenzo que, tras haber evaluado tres legajos de parejas que querían adoptar a un niño, se decidió por mis amigos y fue a anunciárselos al mismísimo casamiento.
Wachi y Fabi hacía mucho que querían ser papás, incluso antes de comenzar con la burocracia para conseguirlo. Quizá un ensayo de ese deseo fue el primer cuento para infancias que Wachi publicó con Libros Silvestres: Gerarda, la mutante. El deseo de ellos era también el de toda la gente que los queríamos y cada tanto, sabiendo que habían iniciado los trámites, les preguntábamos cómo andaba ese proyecto. Pero hubo que seguir esperando. Con el acontecimiento de la boda no estaba en los planes de nadie pensar en qué etapa se encontraba aquella posible adopción, pero nuevamente la magia y la poesía que simbolizan la comunión única estaban haciendo, en secreto, de las suyas.
Días después de la celebración el juez Escola en una entrevista manifestó que “en los procesos de adopción en general nunca ocurre que haya otro hecho tan importante como el casamiento de estas personas. A mí me llamó la atención y les dije que no me parecía que fuese casualidad, siempre hay cosas que se dan y hay que ver por qué”.
Según P.V. Piobb en su libro Formulario de Alta Magia, la magia es amor y es verbo. El verbo ha sido y es el canal entre las hechiceras, los hechiceros, les hechiceres y el mundo esencial y cósmico. La palabra nombra y crea mundos, la palabra nombra y atrae o encanta. La palabra en su estado mágico es potencia de la acción y esa acción es resultado de lo oculto.
En el casamiento antes de irse el juez Escola les dijo a Cristian y a Fabi: “hay un niño que los espera, que espera que le cuenten cuentos”, yo miré a mi amigo que lloraba y le dije con el pensamiento: poemas y cuentos no le van a faltar, amor y magia tampoco. Así es y así será. Hecho está.