Uno de los silencios más llamativos en la discusión pública de la Argentina fue el referido a la experiencia de la década del 90, en especial la Convertibilidad. En 2003, mientras emergíamos de lo que fue la peor recesión después de la posguerra, la campaña electoral para presidente no hizo referencia alguna a la economía y, por ende, al régimen que había gestado esa crisis.
De eso no se hablaba, ni se habló después. Recién hace menos de dos años, se comenzó a hacer referencia a ese período por iniciativa de Javier Milei, que no tuvo empacho en reconocerle los mayores méritos, tanto a lo implementado como a su autor intelectual, el entonces ministro de Economía Domingo Cavallo. Hablamos del régimen que estabilizó la tasa de desempleo en dos dígitos, liquidó un tercio del empleo industrial y tuvo un muy pobre desempeño en términos de inversión; esto, al margen del desastre que produjo con su fin.
Cuando Milei llegó a la presidencia, fue un deja-vu de los 90. Además de cómo rimaba convertibilidad con dolarización – un proyecto que ahora parece enfriado, pero no podemos descartar – asomaron las desregulaciones y privatizaciones como el mágico remedio para curar los males que supuestamente la habría asestado el Estado a la sufrida sociedad civil. Y siguen las rimas. Repasemos lo ocurrido y lo que está ocurriendo, con sus respectivas consecuencias.
* Durante la convertibilidad, se paralizó la ejecución de la obra de la Central Atucha II, y se congeló la planta de personal de la Comisión Nacional de Energía Atómica. De hecho, si la convertibilidad no se hubiera derrumbado, probablemente este organismo habría desaparecido por extinción de su plantel; y tampoco contaríamos con los 745 MW de esa central termonuclear. Este gobierno, por su parte, ha decidido paralizar el proyecto CAREM, y ha “logrado” – desprecios mediante – que no haya inscriptos este año en el Instituto Balseiro, que forma graduados de altísimo nivel para el área nuclear. Es así como esta dirigencia trata a uno de los sectores donde la Argentina hace punta.
*La privatización de Aerolíneas Argentinas fue uno de las puntas de lanza del proceso de reformas de los 90. La experiencia fue nefasta: a esa privatización a manos de Iberia siguió el traspaso a la empresa española Marsans (en tiempos del kirchnerismo, que mostró así muy poco apuro en estatizar), lo que representó la reducción a cero de su patrimonio, además de la prisión de su presidente, por estafa al Estado español. Dos veces fracasada la privatización, ahora volvemos a la carga una vez más.
Es lícito pretender que una compañía aérea no arroje pérdida, y de hecho éste es un punto en contra de la gestión estatal, aunque por lo visto las dos gestiones privadas no fueron capaces de darle sostenibilidad financiera. El déficit ha ido reduciéndose en los últimos años, y su principal razón residiría en los servicios internacionales, por su escaso volumen (lo que conlleva una excesiva demanda de personal). De hecho, es necesario definir una política al respecto. Pero no hay razón para sostener que la privatización resolverá per se este punto, de una forma que resulte favorable para la Argentina. Para bien o para mal, los vuelos internacionales brindan una presencia del país en los principales destinos mundiales: Aerolíneas tiene su prestigio, no por nada su nombre no cambió en los vaivenes que sufrió. Antes que privatización o no, debemos discutir el objetivo y sentido de Aerolíneas Argentinas.
* El transporte automotor interurbano – los micros de larga distancia – ha sido objeto de un reciente decreto que establece su desregulación, liberando la prestación de los servicios y las tarifas. Este paso también repite – con algunos matices diferenciadores – lo ocurrido en la década de 1990, cuando también por decreto de 1992 se dio vía libre a la entrada de nuevos inversores, lo que se concretó tanto a través de empresas que ingresaron como de la compra de operadores existentes. Es así que el principal prestador actual era originariamente una empresa muy pequeña, ya existente a la época de la reforma de 1992, y que fue evidentemente tomada por nuevos inversores.
El régimen establecido ese año quedó sin efecto 6 años más tarde. La razón de esa decisión es que se produjo una marcada sobre-oferta de servicios, que llevó a la virtual quiebra de buena parte del sistema. Esta decisión dio lugar a una suerte de marasmo regulatorio, que fue dando lugar a un ajuste; esta situación se mantuvo desde entonces hasta este año (28 años), en una clara demostración de ineptitud de las autoridades de transporte de todos los gobiernos que se sucedieron. Pero la experiencia no parece haber enseñado nada, porque el actual gobierno vuelve a la carga. Al igual que la vez pasada, esta decisión no responde a algún diagnóstico sectorial, sino al mero dogmatismo: no puede haber sectores regulados. Y esto vale más que cualquier otro argumento, como el que podría surgir de revisar la historia.
Pero hay algo más. Para el caso del transporte urbano de pasajeros (del AMBA y núcleos urbanos del interior), en los 90 se había comprendido que la desregulación no era el camino, y el sector quedó bajo un régimen regulado con alguna flexibilidad. A la vez, se habilitó un segmento de oferta libre diseñado para las combis y demás vehículos de esa característica, que se hizo de una porción reducida de la demanda, entre otras razones porque no fue beneficiario de subsidio alguno luego de la crisis de 2001-2. Esta vez, las cosas han sido diferentes. Un reciente Decreto (nro. 830/24) ha establecido que coexistirá con el servicio público un segmento de operadores que podrán ingresar sin limitación alguna a la actividad. En términos de un ejemplo, la línea 132 podrá ser duplicada por la línea 132 bis en su recorrido, en una remake de la época lejana en la que los taxis colectivos duplicaron las líneas de tranvía.
Mientras dure alguna forma de subsidio al régimen de servicio público, sus operadores retendrán un rol dominante. Ahora, si la idea es terminar con ese aporte, nos encontraremos ante una desregulación de facto. Al respecto, es bueno señalar que ningún país ha llegado a este punto, en sus áreas metropolitanas.
La única experiencia – un caso digamos “clásico” – fue la de Santiago de Chile durante la dictadura de Pinochet. La experiencia desembocó en la sobreoferta de prestaciones con vehículos (las “máquinas”, en la jerga trasandina) antiguos, contaminantes y vacíos, porque la tarifa se situó en nivel impagable para buena parte de los usuarios; esa tarifa fue acordada entre los prestadores, un acuerdo que no pudo ser desmontado desde el Estado. En consecuencia, se retornó a un sistema regulado. Hoy día Santiago revirtió totalmente ese panorama: fue a una red planificada y racionalizada (que tuvo sus tropiezos, debe reconocerse) y ahora avanza en la electrificación del parque móvil. No es para allí adonde iremos, si encaramos la vía de la desregulación. Los ejemplos que se citan como exitosos en América Latina (Bogotá y Curitiba en primer lugar), no son precisamente casos de desregulación.
*CESPA-FCE-UBA