Ahora estoy en las escaleras de la Universidad Nacional de las Artes. Luego de una semana de curso de ingreso, llego a las puertas de la institución para enterarme que no fui admitida. El método es cruel. Una entra al aula donde hay dos listas: la de ingresantes, y la de no ingresantes. Busca su apellido en la más deseada, por supuesto. No lo encuentra. Busca de nuevo, no sea cosa de que se le haya despistado o confundido con otro. Y ahí comienza la caminata del horror hacia la lista de las que no, en donde mi largo y complejo apellido se vislumbra como si tuviera reflectores apuntando. Estoy en las escaleras de la universidad en la que no estudiaré y siento un total desconsuelo. Tengo dieciocho años, es 2015 y Mauricio Macri acaba de asumir como Presidente de la Nación.
Llamo por teléfono a mi profesor de teatro, Juan Coulasso. Conocí a Juan a los quince años en un campamento de verano. Desde ese momento lo adoro y confío en su palabra como en pocas. Él me dice que si quiero puedo estudiar teatro, hacer teatro, vivir de y para el teatro. Yo le creo. Pero la universidad me rechaza y solo tengo dudas. Ese mismo año Juan inaugura Roseti, la sala donde dará clases por muchos años. Yo ayudo a pintar las paredes. Tengo dieciocho años: todo es novedad, todo es extraño. Solo sé que las clases de teatro son mi lugar preferido en el mundo desde que tengo uso de razón. Eso y que amo escribir.
Escribo sin parar. Escribo crónicas en un blog, escribo diarios íntimos. Escribo poesía melosa en notas de mi celular. Escribo y voy a ver teatro con mi mamá. Mis compañeras de Roseti son más grandes y son fabulosas. Bailan, ríen, fuman, se pintan los labios y usan zapatos de taco para actuar. Yo las miro con todo mi anhelo, todavía tapada por el pudor. Pero voy a las clases de teatro, miro con asombro. Juan nos envía un mail con una serie de obras para leer, por gusto, para extraer textos y luego actuar. Veo un título que me llama la atención.
Tengo dieciocho años, sufro por amores no correspondidos. Memorizo buena parte de texto en tan solo días, que declamo en mis clases de actuación con la pasión de una adolescente enamorada de un puñado de palabras. Finalizada la jornada, converso con Juan acerca del material. Me dice que esa obra la escribió un amigo de él, un tal Mariano Tenconi, y que si me gusta cómo él escribe me va a mandar un material inédito que le había compartido. Una obra nueva, aún no publicada.
Recibo en mi correo un texto titulado La fiera. Tengo dieciocho años. Estoy en el living de la casa de mi mamá. Es de noche, la escena es íntima, tranquila. Abro el documento como si se tratara de un secreto. Juan me pidió que no lo reenviara. La confidencialidad del asunto me tiene inquieta. Lo primero que veo es una hoja de word llena de faltas de ortografía. Tuerzo la cabeza como hacen los perros cuando algo les llama la atención.
Leo con dificultad la primera línea: “Te vua embaraza a gambaso en el orto ke te van a tener ke hace cesaria pa sacate la gamba”.
No entiendo. Leo de nuevo. Hay palabras que no conozco. Las busco en Internet. No existen. Leo de nuevo. Leo en voz alta. Me trabo. Algo se rompe adentro mío. Una idea sobre las palabras. Las palabras que se escriben de determinada manera. Las palabras que se escriben para ser dichas, que suenan más de lo que significan. El habla de un personaje mal escrito, un personaje mal hablado. Una heroína analfabeta. Una mujer que se transforma en tigre para matar hombres que violan mujeres.
Tengo dieciocho años, estoy sola frente a la computadora, y de repente las palabras pueden ser otra cosa. La escritura puede gritar. Puedo escribir con errores de ortografía, repetir las letras, torcer la lengua. Puedo escribir teatro. Memorizo La fiera y recito como puedo esas líneas imposibles en mis clases con Juan. La obra está en cartel. No voy a verla. Me quedo con el poder de las palabras. Al parecer, existe una rama de la literatura llamada dramaturgia. Tengo dieciocho años. Me agarra una certeza, de esas que no se nombran pero están dentro ahí de una. Empiezo a tomar clases de dramaturgia con Mariano.
Ahora estoy escribiendo en el living de mi casa. Estoy cercana a cumplir veintiocho años. Es 2024 y algo aún peor que Mauricio Macri acaba de asumir la Presidencia de la Nación. Tengo abierto el documento de word de La fiera, el texto de una obra que jamás vi. Leo las primeras líneas. Me agarra como una emoción, de esas que no se nombran pero están ahí dentro de una.
Volví a hacer el curso de ingreso y entré a la universidad. Roseti se mudó al abasto. Trabajé muchos años con Mariano. Escribí una obra de teatro, y otra, y otra. Conocí a Laura, a Nacho, a Franco y a Juan. Pedí y recibí mucha ayuda, porque no puedo ni quiero ni pienso escribir sola. Menos si se trata de una obra de teatro. Ahora soy Licenciada en Actuación. Mis amigues me apodan la dramaturca. Todo pareciera haberse transformado en diez años, salvo algunas pocas cosas: escribir sigue siendo mi mayor herramienta para entenderme con el mundo, y una sala de teatro casi el único lugar en donde me interesa estar. Pero después de leer La fiera nada fue igual. Ese día que en que las palabras para mí se rompieron para siempre. De esas ruinas solo vinieron las mejores esculturas.
Ana Schimelman es dramaturga, actriz, directora y baterista, egresada de la Universidad Nacional de las Artes. Estrenó como autora y directora Las cuerdas, obra ganadora del concurso Óperas Primas 2019 del C.C Rojas (que continúa su quinto año de funciones en la sala Nun); Ryan, hermano motor, coproducida durante las ediciones 2021-2022 del Festival Callejón; y Mil ciento veintitrés, estrenada en Moscú Teatro en 2023. Actualmente realiza funciones de Derecho de piso, una obra de teatro musical, escrita y dirigida junto a Ian Shifres: jueves a las 21, en El Galpón de Guevara, Guevara 326.