Mati Diop comenzó su relación con el cine como actriz en la extraordinaria 35 rhums (2008), de Claire Denis, al mismo tiempo que dirigía sus primeros cortometrajes. Y en 2019 la directora franco-senegalesa se convirtió en la primera mujer de origen africano en competir por la Palma de Oro del Festival de Cannes. Lo hizo con su magnífica opera prima Atlantique, que le valió el Grand Prix cannoise y el reconocimiento de la crítica internacional (además de una insólita compra de Netflix, que todavía sostiene milagrosamente la película en su catálogo). Cinco años después, en febrero pasado, Diop reapareció en la competencia oficial de la Berlinale y se llevó el Oso de Oro por su extraordinario documental Dahomey, que a partir de este jueves 24 llega a la Sala Leopoldo Lugones y al Cine Arte Cacodelphia, para luego pasar a integrar el acervo de la plataforma MUBI.
Con una libertad y un vuelo infrecuentes en mucho cine documental, Dahomey sigue el proceso de reparación histórica que la película entiende es apenas la punta de lanza de uno mucho mayor: 26 tesoros –esculturas, fetiches, ornamentos, objetos de culto– pertenecientes al Reino de Dahomey inician el regreso a su tierra de origen, la actual República de Benín. La pandemia demora la llegada pero, cuando finalmente se concreta, una fiesta popular –y un impresionante debate estudiantil- estalla en las calles, que celebra masivamente ese reencuentro con obras que habían sido robadas a fines del siglo XIX por el imperialismo francés.
A través de una entrevista colectiva via Zoom, Página/12 tuvo la oportunidad de hablar con Mati Diop sobre cuestiones que le preocupan particularmente: los modos en que se perpetúa el colonialismo y la manera de abordarlos cinematográficamente, sin dejar de reflejar esa violencia, pero al mismo tiempo trascendiéndola.
-Hay un debate en buena parte del mundo acerca de la devolución de piezas históricas y arqueológicas a aquellos países que fueron saqueados. ¿Cómo es la situación actual en Francia sobre este tema?
-No estoy segura de que pueda darle un análisis preciso, hay muchos y muy diferentes puntos de vista, entonces prefiero hablar desde mi propia perspectiva. Hay muchas maneras de abordar este asunto: hay una vieja perspectiva colonial, también hay una perspectiva neo-colonial, y estamos aquellos que como yo queremos avanzar contra la perpetuación del colonialismo. La situación está bastante congelada por el momento porque hay una ley que debe ser propuesta. Hay tres leyes sobre temas similares que ya tienen tratamiento parlamentario o esperan ser votadas. Una es sobre los bienes judíos expoliados durante la Alemania nazi, que se encuentran en colecciones públicas francesas; otra es sobre los restos humanos de otros continentes que están en los museos de mi país y una tercera sobre los saqueos de piezas arqueológicas africanas. Las dos primeras ya tienen avances parlamentarios, pero la única que todavía está pendiente es la tercera, que es la que está teniendo mayor resistencia y que es la que concierne al tema de mi película. Como saben, Francia está atravesando en este momento un giro hacia la derecha, entre el neoliberalismo y la extrema derecha, por lo cual no soy muy optimista acerca de la evolución de esta ley, pero en el mundo académico y también artístico el debate está creciendo. Y tengo la convicción de que mi película puede atraer más voces a esta cuestión. Y estoy segura de que si hubiera más películas, más libros, más ensayos sobre el tema habría un mayor nivel de conciencia. Sabemos que el cine tiene la posibilidad de llegar a mayor cantidad de gente en menos tiempo que una publicación académica y por eso me hace feliz que Dahomey ahora se esté estrenando en buena parte del mundo. Lo que experimentamos en Francia fue muy positivo, porque el público reaccionó con entusiasmo y gratitud por la posibilidad que da la película de mantener abierto este debate sobre el colonialismo y cómo abordarlo desde una perspectiva actual. Hay mucho que procesar todavía en mi país sobre este tema.
-En su película las estatuas, como la del Rey Ghezo, finalmente hablan después de un sueño muy largo y profundo, de más de un siglo. ¿Cómo nació este concepto tan singular de Dahomey?
-Yo no lo definiría exactamente como un sueño, sino quizás como una pesadilla. Estas figuras estuvieron cautivas durante mucho, demasiado tiempo, fueron reducidas a la invisibilidad y convertidas en prisioneras de un museo, encerradas en un espacio de negación, silencio y alienación, que es lo que dice la figura del Rey Ghezo al comienzo de la película. Al devolver la palabra a estas figuras yo quería restituirles su dignidad. Pero fui muy cuidadosa de no convertir a estos personajes en víctimas. Ahora tienen una voz y vuelven a ser actores y narradores de su destino. Como cineasta, quería devolverles su punto de vista. Quería que volvieran a tener su identidad, su subjetividad, y que dejaran de ser meramente objetos exóticos de museo. Es algo a lo que como mujer afro-descendiente yo soy particularmente muy sensible: el hecho de ser reducida a una proyección exótica. Conozco muy bien, en mi propia piel, esa sensación de ser reducida a una condición de fetiche o fantasma. Entonces al restituir la voz a estas figuras también quería restituirles su poder. Porque para mí estas estatuas son vehículos de una cultura y una identidad, son el alma de un pueblo. Como sus ancestros, también fueron embarcadas en la bodega de un barco y convertidas en esclavos. Y hoy también representan el alma de los desposeídos y de los inmigrantes perseguidos. Son parte de una diáspora. Y para mí de eso se trata el arte: de transmitirnos una cultura y dar cuenta de una política, de eso hablan estas figuras. Por eso quería devolverles su capacidad de acción: la capacidad de llevar su lucha a través del tiempo, de narrar su cautiverio y su exilio, y también la complejidad que significaba el regreso a su tierra de origen.
-¿Cuál es su plan de trabajo?
-Mi idea es mantenerme fiel a un lenguaje cinematográfico que sea propio y que comencé a desarrollar con mis cortos y mi largometraje anterior, Atlantique. Es un lenguaje que quiero que sea accesible al gran público pero sin perder complejidad, que sea a la vez popular pero también muy especial. Y en la medida de lo posible contribuir a que el cine de raíz africana gane visibilidad en el paisaje internacional. Esto es muy importante para mí y para mis colaboradores. Pero también asumiendo que esta decisión no debe ser un peso, una obligación para nosotros; que debemos sentirnos libres de seguir nuestros impulsos formales y caminos políticos. La historia del cine nos demuestra que hay olas que van y vienen y en este devenir el cine africano siempre parece al borde de la desaparición. Y eso es algo que debemos evitar: debemos luchar para que eso no suceda. Porque sabemos que eso es lo que está en el corazón de los proyectos coloniales: que otras culturas que no son las culturas centrales desaparezcan. En el continente africano todavía hay estigmas muy fuertes de colonización. Y también lo vemos de una manera muy horrible y trágica hoy en Palestina: cómo el proyecto colonial quiere borrar toda una porción de tierra del mapa, con su gente adentro. La desaparición de ciertas culturas es la manera que tiene hoy de perpetuarse el proyecto colonial. Y muy temprano decidí poner mi cine al servicio de la lucha contra el colonialismo. Obviamente, mi cine no es cien por ciento africano, tiene raíces híbridas. Pero intento restituir lenguajes y realidades que tienen que ver con mis orígenes. Lo hice en Atlantique y lo volví a intentar ahora en Dahomey, con gran convicción y compromiso. Debo decir que el Oso de Oro de la Berlinale abrió muchas puertas para que Dahomey tenga distribución internacional y se conozca en lugares muy distantes entre sí. Porque cuando una comienza una película nunca sabe a dónde va a llegar y creo que ahora Dahomey puede contribuir a enriquecer el diálogo cinematográfico global con una perspectiva distinta, que involucre también a las nuevas generaciones, que deben conocer qué sucedió en Africa y cuál fue la magnitud de los saqueos que sufrimos.
-Estos premios, ¿implican una presión, de los medios y de la industria, sobre el futuro de su cine?
-No lo siento en esos términos, o todavía no lo he pensado demasiado, pero si de algo estoy segura es de que no quiero condicionarme de ninguna manera. Ni tampoco repetirme. El hecho de que haya hecho dos películas que a su modo tienen un fuerte discurso político (quizás más Dahomey que Atlantique) no significa que deba resignar otros caminos, sin por ello perder cierto hilo conductor. Me gustaría, por ejemplo, hacer una comedia, me encanta la comedia. Y creo que como los músicos, por ejemplo, cuando se suben al escenario, pueden hacer temas muy diferentes entre sí sin perder su personalidad, a mí me gustaría también poder hacer algo parecido. No quiero ser dogmática. Creo que se puede también hacer cine político sin volverse grave, sin perder el buen humor, que es necesario para respirar en tiempos tan oscuros como los que estamos atravesando. Necesitamos recuperar el ritmo y la alegría. Es importante también tomar riesgos. Y en ese sentido considero que la comedia y el horror son dos de los géneros más difíciles en el cine. Es todo un desafío hacerlo realmente bien. Hay un cineasta en Brasil que me gusta mucho, Kleber Mendonça Filho, que nos demuestra que ese camino es posible y que no se deja encasillar, que cambia de una película a la siguiente, como hizo con Sonidos vecinos, Aquarius y su última ficción hasta ahora, Bacurau, que me fascinó por su crudeza y por su audacia. Y nunca hizo lo que la industria o los festivales esperaban de él. Es una gran inspiración para mí, porque su cine es muy radical, pero a la vez es capaz de no perder contacto con el público.
-¿Considera que la poesía que hay en Dahomey intenta mitigar la indignación que provoca el saqueo del que fue víctima el pueblo de Benin?
-La verdad, no tengo una respuesta para esa pregunta, que considero muy interesante. Quiero ser muy honesta. Vista a la distancia, con Atlantique sentí que la estética y la poesía que tiene la película pudieron haber difuminado la dimensión política que buscaba. Porque había razones muy específicas por las cuales decidí hacer esa película, que estaban en el corazón de Atlantique y que tenían que ver con los exiliados senegaleses que van a buscar un nuevo destino en Europa, arriesgando sus vidas en el camino. Hay mucha ira, tristeza y dolor allí que no sé si se reflejan en la película tal como yo hubiera querido. Por suerte a la película le fue muy bien, ganó un premio importante en Cannes, fue apreciada por muchas razones, pero cuando la veo ahora, cinco años después, me pregunto si la estética y la dimensión fantástica que elegí quizás suavizó demasiado la violencia del tema central. Es algo que tengo muy presente. Y después me dije a mí misma más de una vez que mi lenguaje es mi lenguaje y no estoy segura de que pueda ir contra mi tendencia a cierta poesía (aunque “poesía” no es la palabra adecuada) o hacia el género fantástico. Pero tengo que encontrar un equilibrio que no diluya la violencia del contexto. Es algo que todavía estoy procesando y tengo en mente. Y respecto a Dahomey… No puedo dejar de hacerme la misma pregunta: cómo encontrar un equilibrio entre la violencia de esta historia de coloniaje, y de comprobar cómo los estigmas de esa colonización todavía están a la vista, como sucede de manera muy frontal en la escena del debate entre los universitarios (escucharlos hablar de las consecuencias de la colonización sobre ellos, en sus propias palabras, con sus voces)… Para mí ese debate es un lugar de verdad, de restitución, porque son sus voces, son sus experiencias. Y yo como cineasta necesitaba esa frontalidad, esos hechos concretos. Y después, en relación con las piezas arqueológicas, cuyas voces escribí en un trabajo de colaboración junto al escritor haitiano Makenzy Orcel… A veces me pregunto si esas voces no deberían haber sido más violentas. Pero a su vez soy consciente de que yo quería que esos tesoros pudieran trascender su ira. Y hablar desde un lugar que estuviera más allá de esa ira, porque como dije antes, no quería convertirlos en víctimas. “Con nosotros resuena el infinito”, dice una de ellas, porque apenas 26 piezas restituidas es un número ínfimo, “un insulto” como dice un estudiante en el debate. Y a veces pienso que un discurso de ira muy frontal puede tener un efecto potente, pero que hubiera perdido profundidad. Quería que esas piezas tuvieran una dimensión mucho más amplia. Por eso la palabra “poético” no me convence ni satisface, porque quería alcanzar un resultado distinto, llamémoslo “multidimensional”, en el sentido en que esos tesoros tienen tantas dimensiones que es imposible encerrarlos en un solo concepto o definición. Fueron invisibilizados y ahora están a la vista, están muertos y también están más vivos que nunca, encarnan el pasado, el presente y el futuro. Por eso era muy importante para mí encontrar el lugar exacto desde el cual hablan estos tesoros. ¿Están enojados o tristes? En todo caso quería que estuvieran más allá de estas emociones humanas. Pero es algo en lo que nunca dejo de pensar. Porque para mí, el nivel de violencia colonial es tan fuerte que todavía tengo que encontrar la forma, la manera de expresarla en mi cine.