Cuando el actual presidente de la República Argentina promovió la metáfora en la cual él, como sujeto del enunciado, como artífice de esa enunciación --no perdamos de vista la fuerza de esa proyección- -ingresaría a los jardines de infantes, donde niños encadenados y envaselinados estarían disponibles para sus horrendas intenciones malsanas, propias de la perversión y del tocador sádico, no imaginábamos que detrás de eso había, además de una provocación política obscena y de un indudable reflejo de su estructura psicopatológica, una intención y un plan de gobierno que extermina el Estatuto de los Derechos del Niño y también el estatuto del Estado de Derecho en Argentina.

Ese reflejo sádico contra la niñez, rápidamente se vio consumado en la pretensión de la ministra Bullrich en bajar la edad de imputabilidad de los adolescentes frente a delitos comunes, sin reconocer allí ningún amparo de los derechos internacionales de la niñez, y sin siquiera molestarse en contemplar las múltiples miradas y aportaciones que las profesiones ligadas a la salud podrían sustentar, respecto de lo que supone un ser humano en un periodo determinado del desarrollo psicológico, como ocurre en la pubertad y en la adolescencia.

Nos encontramos ahora con una nueva aberración gubernamental contra esa población, que pretende ya no sólo cautivar a la hora de los votos nóveles y jóvenes, sino volverla cautiva, llevarla a las mazmorras múltiples de lo que los tecnócratas han creado para goce --como objetos de ese goce ajeno-- de nosotros los humanos.

Habilitar a un niño de 13 años, a una niña y a un niño de 13 años a participar en la Comisión Nacional de Valores y en las trastiendas de sus espejos mutilantes --y mutantes-- de la salud psíquica, no es sólo un simulacro de la vida adulta, enajenada por cierto, pues hay otros modos de vivir, es asimismo la intención de evaporar cualquier resguardo de un gobierno, de los estados y de los adultos responsables sobre el devenir de sus ciudadanos, a la hora de considerar las poblaciones que están vulneradas o en situación de desarrollo, y no sólo psíquico.

No es dispar esta medida de dinamitar una condición del derecho universal de la niñez, y en este caso de las personas en general, ya que venimos observando cómo se arrasan otros derechos de la vida humana: pacientes oncológicos, jubilados, universitarios, investigadores, los trabajadores de la salud, de la administración pública, los que laboriosamente sostuvieron los devenires dolorosos del país durante décadas, también durante la pandemia ahora malversada, y que sin embargo con sus criterios sanitarios permitió en nuestro país una de las tasas de mortandad más bajas en el mundo, para darle a esas instituciones una identidad y una supervivencia. Ni que hablar de la demolición de Télam, el Inadi, el Incaa, el Balseiro, ahora también ARSAT, los sectores que siempre han estado asociados, aquí y en todas partes del mundo, al desarrollo de la ciencia, al valor agregado, a la tolerancia, a las ciencias humanas y a los proyectos colectivos. Estos enclaves de cultura arraigada parecen ser ahora una especie de detrito, una idea de demasía que hay que eliminar y a la que solamente adscriben las minorías más concentradas, más casta que nunca.

No es sólo la pulverización de la oposición política y sus estragos en las traiciones palaciegas, al modo del Soberano y del Amo de la plantación, lo que se percibe es la pulverización de cualquier diferencia, de cualquier rasgo identitario, de cualquier pertenencia. Dar por sentado que un niño, un púber, pueda invertir en la Bolsa de Valores, variante enmascarada en su fragilidad de la ludopatía y otros modos de las patologías del consumo, es el retroceso, equivalente a considerar lo que suponíamos había sido discutido y fundamentado exhaustivamente: que incluso éstas son efectivamente variantes del trabajo esclavo infantil, que estas son inevitablemente variantes de posiciones abusivas contra la niñez por parte de adultos pervertidores y psicopáticos. En este caso toma la efigie impersonal de un mercado, pero detrás de eso hay una red que es equivalente a cualquier red mafiosa paralela a los poderes constituyentes, paralela a los poderes constituidos por el Estado argentino, a una trata de la niñez, a su entrega, su sustracción, su prostitución. Son los niños allí los que se vuelven mercancía y no los niños los que tratan con la mercancía, son allí los mercados los que juegan, los que seducen, los que manosean las vidas y las psiquis de esos niños y no los niños los que ingresan a una experiencia de iniciación. Estos niños son iniciados como en la antigüedad clásica, en el Satiricón de Petronio se cuenta de cómo las niñas y los niños de siete años eran presentadas en las bacanales para gozo imperfecto e infinito de los aristócratas y comensales. Y vaya que eran parte del banquete sexual, entregados al capricho de ese Goce Otro que podía incluso decidir, no sólo su pulverización como macabro objeto sexual, sino sus vidas mismas. En las bacanales, como en las timbas financieras, está todo permitido, todo y más, lo indecible, el horror, quitar la vida.

Un gozo pretendido de alcanzar lo infinito, donde el último eslabón de esa cadena de atrocidades es transformar el cuerpo de otro en un posible manjar que se pueda comer, simbólica o efectivamente, como bien señala la dinámica del totemismo. En estas iniciaciones, lúbricas y sexuales, en sus postrimerías están las maneras establecidas propias de una cultura que hemos tomado como fundamento y como referencia, pero que está lejos de lo que entendemos por una república contemporánea y por una democracia actual. La manera en la que los aristócratas, los senadores, los cortesanos del emperador --ya que la obra se presume escrita en los comienzos del imperio romano, en el primer siglo de nuestra era--, disfrutaban y se relamían con el pueblo que tenía circo, a veces pan, pero nunca derechos constitucionales. Hay muchas maneras de restar la posibilidad de decidir, de restar en el mundo contemporáneo la posibilidad del voto, de restar la condición de un ciudadano. De producir un veto, además del veto presidencial. Hay muchas maneras de violar y violentar la apertura de un humano a la experiencia progresiva de las complejidades de la vida social, política, económica, y de las tramas de poder y jerarquías que propone una época. Al modo del Satiricón --expresión que puede suponer un neologismo entre la palabra “mezcla”, cambalache, y sátiros-- este gobierno convoca a la niñez a la bacanal satírica, para producir allí un sosiego, que es exclusivo del soberano y del poderoso, sobre la ternura todavía infantil, estuporosa y desconcertada de aquel que no sabe que tras las fanfarrias y las puertas glamorosas de cualquier palacio se entra en los infiernos.

Cristian Rodríguez es psicoanalista (Espacio Psicoanálisis Contemporáneo - EPC)