El trabajo de Phia Ménard no es bello, cómodo ni complaciente. Una mujer busca la sinopsis de Casa Madre en su butaca y, después de leerla, advierte a su marido: "No dice mucho de qué va". Recrear el vínculo con el espectador es una de las cosas que más le interesan a la artista francesa que se desempeña como malabarista, bailarina, coreógrafa y directora de escena. En 2014 declaró ante un medio catalán: "Necesitamos decirle siempre qué comerá, asegurarle qué verá, como si fuera a un restaurante y tuviera que reconocer los platos del menú para estar tranquilo. Hemos habituado al espectador a reconocer las cosas y yo reivindico que debemos recrear la relación con él, decirle que vivirá algo que solo puede vivir aquí. Es como una droga dura".
Lo primero que hay que saber sobre esta obra programada en el FIBA 2024 es que forma parte de la Trilogía de Cuentos Inmorales (para Europa) imaginada al modo de fábulas o cuentos de hadas. En 2016 Ménard fue invitada por la Documenta, una de las exposiciones de arte contemporáneo más importantes del mundo que se realiza cada cinco años en la ciudad alemana de Kassel, y recibió el encargo de crear una pieza performática a partir de los temas que se exploraban en aquella edición: "Aprendiendo de Atenas" y "Parlamento de Cuerpos". La francesa optó por el universo ateniense –cuna de la civilización europea– y montó la primera parte: Casa Madre.
Kassel es una ciudad que quedó en ruinas después de la guerra y apostó por la reconstrucción a través del arte y la cultura. En el notable libro Kassel no invita a la lógica, el español Enrique Vila-Matas describe su propia experiencia como artista invitado y la define a partir de "la ruptura con la belleza clásica tan ligada siempre al arte", con obras que generaban en él cierto "rechazo inicial" y un "innegable desconcierto". Algo de eso se experimenta al ver Casa Madre, la obra que desembarcó en la sala Martín Coronado y está protagonizada por una guerrera punk que parece salida del universo Mad Max.
La mujer acecha desde el fondo del escenario: camina por el espacio con paso firme y arroja varios cartones por el aire. Después comienza el trabajo de construcción del Partenón (de cartón) que se extenderá a lo largo de 75 minutos, sin texto ni música, y que será destruido en un chasquido por efecto de elementos naturales. En la atmósfera de ese páramo desolado hay reverberaciones de sonidos que se graban en directo y reproducen en loop lo que ocurre en la sala: el taconeo de las botas de la constructora, la cinta con la que pega los cartones, sus quejidos e incluso las toses del público, que por momentos parecen generar un efecto de contagio.
La guerrera trabaja por más de una hora con denodado esfuerzo, levanta ese Partenón como si se tratara de un mueble para armar con instrucciones precisas. Hubiese sido interesante que desarrollara algún tipo de empatía con el público al inicio, aprovechando esa larga caminata por el espacio, para lograr otro tipo de implicancia, para que la empresa importe en una dimensión sensible. Pero la guerrera actúa bajo el impulso de la fuerza y es distante. Ménard explora los límites y fronteras –un tema clave en Europa que en este sur puede leerse de maneras muy diferentes–, trabaja con las artes vivas y, por lo tanto, con el tiempo, el tedio y el hastío.
Por un lado, se experimenta el vértigo y los peligros de una construcción in situ; hay muchas cosas que pueden salir mal: el ruido de una cinta despegándose del cartón se percibe como un evento catastrófico. Por otro, los pequeños triunfos de la mujer frente a la materia generan alivio: por ejemplo, cuando quita las varillas que sostienen los cartones y se comprueba la estabilidad de su obra. Sin embargo, la distancia impide una aproximación emocional al acontecimiento. En algún momento la protagonista se topa con la imposibilidad de voltear la estructura gigante y podríamos preguntarnos qué pasaría si alguien subiera a ayudar (dos asistentes auxilian a la performer en los momentos de máxima tensión).
La propuesta de Ménard puede ser extrema en tiempos de conexión permanente, múltiples estímulos y baja tolerancia al aburrimiento, a esos "tiempos muertos" en los que aparentemente nada significativo sucede. La sala se hace más presente que en otros espectáculos: se percibe el cansancio, las miradas inquietas, los suspiros, el chequeo del tiempo transcurrido en los relojes. ¿Está bien aburrirse? ¿Es necesaria la "recompensa" que justifique haberse sentado en una butaca? Ménard juega con la tensión y esos estados que atraviesa el cuerpo individual y colectivo. Quizás lo más interesante de Casa Madre sea el después. La creadora sostiene que "hay que impedir que el teatro se convierta en un museo de la libertad".
Casa Madre esquiva esa museificación y recrea el vínculo con el espectador, pero por momentos pierde contundencia y no tiene el impacto de la revelación. Su sentido está anclado en las problemáticas europeas y queda incompleto: la trilogía continúa con Temple Père (Templo Padre) y Rencontre Interdite (Encuentro prohibido). El Templo Padre es construido por cinco esclavos sobre las ruinas de la Casa Madre como una torre de Babel fálica que para Ménard simboliza el patriarcado. El Encuentro Prohibido se desarrolla en un escenario devastado donde el foco está puesto en el cuerpo de la artista que nació en Nantes bajo el nombre de Philippe e hizo la transición de género en 2008; su gesto explora la capacidad de transformación y renacimiento de Europa a través de la historia. Hubiese sido interesante ver la trilogía completa. Casa Madre es una obra en el sentido más concreto de esa palabra, una pieza gestada bajo el espíritu del arte contemporáneo que, exhibida en una sala teatral como la Martín Coronado, se resignifica por los mismos protocolos de recepción que Ménard cuestiona y rechaza.
*Casa Madre puede verse el miércoles 23 y jueves 24 a las 20 en el Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530).