Todos llevamos dentro una estructura interna de castigo que arrastramos desde la infancia, etapa en la que se formó en nuestras mentes. Esto ocurrió en el contexto de los premios y sanciones que acompañaron nuestras interacciones con padres, tutores, y más tarde con maestros o figuras responsables de nuestra educación. 

Esa estructura inconsciente de auto-castigo es el núcleo de donde surgen, en la vida adulta, los sentimientos de culpa o merecimiento. Estos suelen estar alineados con los requerimientos morales que habitan nuestro mundo mental. Es decir, cuando percibimos que cumplimos con nuestras demandas psicológicas, nos sentimos merecedores de una recompensa, y es probable que activemos los mecanismos internos que facilitan la obtención de dicha recompensa.

Por el contrario, si no cumplimos con nuestros imperativos mentales —como un ritual o cábala diaria que creemos nos trae buena suerte—, activamos lo opuesto: la “mala fortuna”. En este caso, nos predisponemos emocionalmente a dejarnos influenciar por los condicionamientos negativos que residen en nuestro psiquismo, y que, de manera inconsciente, contribuyen a los malos resultados, o incluso los determinan. Sin ser plenamente conscientes de este proceso, tendemos a atribuir nuestros fracasos a factores externos, como la mala suerte o circunstancias sobrenaturales.

De forma similar, cuando se activan los condicionamientos positivos, nos predisponemos de la mejor manera para que las consecuencias de nuestras acciones sean favorables.

La base psicológica que dio origen a la superstición en las culturas antiguas, y que persiste en el hombre neurótico contemporáneo, fue descrita por Sigmund Freud: “En el animismo, las relaciones entre representaciones -palabras o pensamientos- se suponen también entre las cosas, de modo que lo que hagamos con nuestras representaciones se espera que ocurra también con las cosas. Esto se llama ‘omnipotencia de los pensamientos’. Es como el neurótico que cree que, al pensar en la muerte de alguien, esta ocurrirá realmente. Los obsesivos son así: supersticiosos, aun cuando reconozcan lo absurdo de su actitud”.

Muchas personas adoptan rituales obsesivos sin advertirlo, y estos, con el tiempo, se consolidan de tal manera que resulta complicado abandonarlos. El neurótico obsesivo siente que, si abandona sus rituales, podría provocar una desgracia; para él, estos funcionan como una forma de protección. El inconsciente chantajea -por decirlo de alguna manera- al sujeto obsesivo, exigiéndole "ofrendas" a cambio de un permiso para que se cumpla lo que desea o para evitar aquello que teme. El obsesivo suele quedar cautivo de sus impulsos, su goce y sus condicionamientos inconscientes, que tienden a ser bastante predecibles.

A través de la perpetuación de estos mecanismos de condicionamiento, no solo estructuramos conductas, sino también sentimientos, formas de pensar y esquemas emocionales. Esto nos lleva a la cuestión de la creencia y la sugestión, factores cruciales en los procesos de salud y enfermedad.

El placebo es una sustancia inocua, sin acción terapéutica propia, que genera efectos positivos en algunos pacientes debido a la sugestión, ya que quienes lo consumen creen que tiene propiedades curativas. Otras personas pueden aliviar su malestar escuchando su música favorita o practicando un pasatiempo. Etimológicamente, “placebo” proviene del latín placere, que significa “placer”. Es decir, lo que agrada o genera bienestar tiene un efecto terapéutico, de la misma forma que lo hace aquello que nos protege o cuida.

Todos hemos presenciado cómo un niño que corre hacia su madre llorando por un golpe encuentra en ella consuelo, calmándose casi de inmediato. Es probable que estas reminiscencias del poderoso vínculo que teníamos con nuestras madres en la niñez —o con sus figuras sustitutas— formen la base psicológica del “efecto placebo”. 

También es posible que la contención que un médico ofrece a su paciente al prescribir un tratamiento active estas reminiscencias infantiles. No debemos olvidar que en el origen de la palabra “curar” estaba la idea de “cuidar”.

El opuesto del placebo es el “efecto nocebo”. Este concepto se refiere al lado oscuro de la sugestión, como el empeoramiento de los síntomas de una enfermedad debido a expectativas negativas, conscientes o no, sobre un tratamiento. Tanto el efecto placebo como el nocebo están basados en el poder sugestivo que tienen las creencias previas y los “rituales” terapéuticos en las personas más susceptibles.

 

*Psicoanalista. Marcos Juárez.