Ha leído tanto en estos días, que sueña que lee. Lo comprueba con la materia misma de la que está hecha la imagen del sueño: una oración bimembre, dos unidades de sentido separadas por una coma, a la que a un sujeto le sigue un predicado perfecto.
Cree firmemente, a pesar del sueño, que en cada palabra está la base, el núcleo irreductible de la Literatura. Lo que parece darle la razón a Monterroso cuando, en el ápice de sus Obras Completas, escribió este cuento: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
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En busca de los antecedentes inmediatos del sueño, retrocede al libro que está en lo más alto de la pila de la mesa de noche. Se trata de: “El Caos, programa desorbitado de lecturas”, la transcripción de las conferencias que Luis Chitarroni y Daniel Guebel dieron en el MALBA, durante la pandemia de 2021.
Ha devorado ese libro como a una comida exquisita, alejando de sí los restos de la mala conciencia que suelen interferir la lectura, esa desconfianza sombría que pone entre el libro y los ojos, una pantalla con los ingredientes simples de los que consta el banquete: un canon, una operación en el campo de lectura como cualquier otra. Sin embargo, se detiene en un momento del texto, cuando aparece la traducción que Borges hizo de Faulkner. Guebel dice que suena mucho a Joyce, que Borges debió haber estado leyendo el Ulises al mismo tiempo que escribía aquella traducción. Y Chitarroni lo corrobora, cuestión que, viniendo de un lector como él, es casi una certificación.
Más adelante, Chitarroni dirá que “origen” es una palabra prohibida por el estructuralismo porque esa escuela busca más la matriz, la matriculación (de los textos) y de allí la deriva; la derivación, por la cual Flaubert deviene Maupassant, y sobre todo Huysmans, y de este se derivan Schwob y el primer Borges.
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¿Por qué hay palabras cuyo sentido olvidamos? Buscar el origen, la palabra origen, le ha llevado buena parte del tiempo después de aquel sueño con la lectura, como si quisiera averiguar qué hay detrás del acto onírico. Consultó unos cuantos diccionarios (curiosamente y de manera borgeana, “origen” no figura en el último que adquirió, el de Ricardo Soca, que se llama: “El Origen de las palabras”) hasta recalar en Raymond Williams, con sus “Palabras Claves”.
En rigor de verdad, la entrada trata de la “originalidad” -palabra moderna- y no tanto del origen, cuyo sentido es retrospectivo (como fuente). “Originalidad” no denota ya ninguna ligazón con “origen”, justamente porque no tiene otro origen que sí misma, según Williams.
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Hace muchos años escribió una novelita que llamó: “Respirar en Secreto”. Celebraba en ella pequeños descubrimientos. Por ejemplo, que “El Aleph” de Borges le debe mucho a Schwob, a su texto sobre el poeta “Lucrecio”. Schwob enumera las cosas que su imaginario Lucrecio vio durante su estadía en una selva y, entre ellas, el mundo y la visión de una mujer africana que ha amado y ha muerto, y termina llorándola tal como Borges a Beatriz Viterbo.
Con el mismo “ritmo”.
Borges no menciona la influencia de Schwob con sus “Vidas Imaginarias” en el prólogo de Historia Universal de la Infamia (1935) -la que se ha hecho evidente- y en el epílogo a El Aleph (1949), le atribuye a Wells la influencia de ese cuento.
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Barthes ha resuelto bien la cuestión de la influencia. Dice que es preciso distinguir a los autores sobre los que escribimos de los que leemos. Y preguntándose qué es lo que llega de estos, se responde: un canto de ideas-frases.
“La influencia es puramente prosódica”.
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La idea de Derrida que nada es anterior al texto, que este consiste en una insistencia en su materialidad, con el retorno de lo mismo como otro, lo enfrenta con el origen.
El origen no se busca, no responde a la huella que presupone su existencia. Ni siquiera desaparece porque nunca ha sido constituido.
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Otro lector imbatible como ha sido Roberto Ferro, le encuentra aplicación a esa idea. En: “Borges y Mugica. Dos miradas y una esquina”, lee las formas en que se lleva a cabo el traslado del cuento “Hombre de la esquina rosada” al filme del mismo nombre, producido por Mentasti en los años sesenta. Lee también el libro de Mugica: “El quinto Jinete” (1994); la escena inicial del cuento: “Pájaros” incluido en el libro, le hace acordar al comienzo del filme. Entonces dice: “el cruce de los textos, cualquiera sea su soporte semiótico, es laberíntico, no porque sus lectores o espectadores no encuentren la salida, sino porque nunca sabrán el origen”.
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¿Cuál es el origen de Homero? ¿Cuál es el origen de su sueño? Lo que desvela al lector, parece ser la parte de un secreto que cada texto destila y se marca como una pequeña huella en la arena, como un destello. Es la errancia del lector de texto en texto por el laberinto de la Literatura.
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Hay, entre los muchos seres imaginarios o reales enamorados de los libros que catalogó Philippe Claudel, uno que concibió un proyecto de una obra sin principio ni fin, sin desarrollo, sin tiempo. Pero lo que no supo jamás ese escritor diletante, es que no era un libro lo que había imaginado, sino el universo mismo antes de su creación. En el cual, por cierto, él no estaba incluido.
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En el sueño del lector que sueña que lee, hay, por fin, inscripta una sola palabra. No ya una frase, que se ha borrado en la vigilia, sino una sola palabra que se ubica caóticamente en el comienzo, en lo anterior. La lectura continúa, sí, por otros medios: la lectura como locura y la locura como la desavenencia, un desajuste con las causas y los efectos del mundo positivista.
Entonces esa palabra, la primera palabra, rebota de libro en libro, de texto en texto y nunca le será dado al pobre soñador, al lector de horas reales, saber cuál es el origen.