A nuestro actual presidente le gustaba mencionarla en campaña, pero se le fue gastando y ahora parece haberla olvidado. Es razonable, porque en estos pagos poco se sabe de Irlanda más allá de la cerveza y los prados verdes, y del hecho que destacaba Javier Milei, que se había hecho "rica". Lo que muy pocos sabían, y Milei tampoco, es cómo ni por qué. Por conexiones vitales, todos los argentinos barruntábamos que España e Italia andaban pelechando por la Unión Europea, marco del que carecemos por acá. Pero Irlanda se había transformado en el Tigre Celta, era laudada como modelo mundial y sede de multinacionales sin cuento, sin que nadie explicara muy bien ni cómo ni por qué. Hizo mal Milei en olvidarse de la isla, que la historia comienza con un ajuste crudelísimo y termina con malabarismos financieros de los que tanto le gustan.
Fue a fines de los ochenta y comienzos de los noventa, con el gobierno del Taoiseach Charles Haughey, tres veces jefe de gobierno en el sistema parlamentario irlandés, que tiene un presidente con roles simbólicos y todo el poder en manos del Dail, el parlamento. Haughey es recordado como el Carlos Menem de Irlanda, por sus políticas y por su espectacular nivel de corrupción. Pero como nuestro turco, era un político brillante que supo explicitar algo que a Jamoncito Milei ya le gustaría tener y no tiene, un consenso de que la cosa no daba para más.
Irlanda era el país de menor crecimiento en Europa, un peñón tercermundista que envidiaba hasta a Grecia aunque sea por el clima. La pobreza irlandesa ya era secular y se disimulaba tras barreras proteccionistas que, paradoja de nacionalistas, dejaba el país en el lugar de siempre, el de proveer lácteos y lanas a Gran Bretaña. Allá el tema no era la inflación sino el desempleo y los bajos salarios, con la válvula de escape de la emigración: cada año, la isla perdía habitantes y crecían las ya enormes comunidades de ultramar, sangre fresca para Londres, Nueva York y Boston.
El primer día de 1973, después de un plebiscito arrasador, Irlanda entró en la Comunidad Económica Europea y todo empezó a cambiar, pero despacio. La vida era tan insular, que buena parte del NO en el plebiscito fue en nombre de seguir prohibiendo los anticonceptivos, como pregonaba la Iglesia. ¿Dónde vamos a parar? ¿Pelo largo y divorcio? La Comunidad, sin embargo, estuvo viva y se compró al sector más conservador de la sociedad, el campo, con los subsidios agrarios. En cosa de una década, Europa tenía una hinchada de granjeros, lecheros y ovejeros que detestarían la modernidad pero facturaban como nunca...
Lo que no hizo Irlanda fue prosperar realmente, ni retener a su población, con lo que Haughey propuso reinventar el Estado y relanzar el país. El Estado fue "reinventado" con un congelamiento de puestos y salarios, y con una muerte lenta vía presupuestos. En cuatro años, el déficit pasó del 3,9 por ciento del PIB al 0,9, y el endeudamiento público del 14,2 al 2,8. El Toto Caputo de la época era Ray McSharry, al que terminaron apodando "el navaja" y al que no le temblaba la mano para cerrar hospitales y escuelas, dejar que se caiga abajo la infraestructura y congelar estatales y jubilados. Haughey y todo su partido Fianna Fáil hicieron un juramento: que el ajuste lo iban a pagar todos por igual, en un "sacrificio compartido".
En 2003, un joven periodista del Irish Times, Fintan O'Toole, publicó un libro llamado "Después del baile", casi 200 páginas de números y comparaciones explicando que el sacrificio no fue ni compartido ni parejo. "El peso del sacrificio cayó desproporcionadamente sobre los débiles, los vulnerables, los enfermos y los pobres. Por ejemplo, el gasto en salud, que era del 7,9 por ciento del PIB en 1981, para 1989 era apenas el 6. Esto dejó secuelas desastrosas y profundas".
Lo primero que hizo Haughey, y no sólo Haughey, fue culpar de todo al Estado, derrochón e incompetente. La década del ochenta y más allá fue una de ataques al modesto estado de bienestar irlandés, a sus hospitales, sus remedios subvencionados, pasajes baratos, sus hogares de ancianos. Peor, fue un ataque incontinente a las espléndidas universidades públicas, que pasaron de ser gratuitas a no tanto. Y todavía peor, fue un desguace del servicio civil, producto de años de inversión en reclutar gente capaz y honesta, y mantenerla honesta con sueldos razonables. En esos tiempos, cuando a alguien se le ocurría invertir en Irlanda, encontraba gente bien educada para emplear y funcionarios que no lo esquilmaban,,,
Los negociados de Haughey son demasiados para enumerarlos, pero siguieron una lógica muy clara. Tierra pública, privatizaciones, beneficios impositivos a las mayores empresas y un ambiente permisivo y receptivo al que necesitara una excepción a las reglas. Irlanda se transformó en un país sonriente para el inversor y ríspido para el de abajo, que tenía que rendir examen de cada libra que recibía. Si la cosa no llegó a nuestros extremos argentinos fue por, paradojas de paradojas, la intervención de un socialista, el francés Jacques Delors. Socialista y chapado a la antigua, Delors fue presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1995, y decidió duplicar el presupuesto de ayuda social para los países menos desarrollados de la todavía Comunidad. En esos años durísimos, Irlanda recibió un buen subsidio que Haughey y sus sucesores no podían gastar en otra cosa que no fuera ayudar al prójimo. Delors salvó a muchos de dormir en la calle y de yapa una cuantas vidas.
Lo del Tigre Celta arrancó cuando Irlanda le ofreció a las corporaciones de este mundo una ganga, la menor tasa impositiva posible a cambio de fijar su residencia en la isla. El paquete traís un anzuelo fantástico, la libre repatriación de ganancias. Los números pasaron a ser astronómicos porque en los papeles, Eire era la sede de entes como Apple, que presentaba balances imponentes con base en Irlanda. Técnicamente, Dublín era la capital de una economía que movía cientos de miles de millones de dólares por año, y el per cápita puso en primera puesto a los bastante azorados irlandeses.
La crisis de 2008 terminó con estas ilusiones, y originó otro libro cruel y lúcido de O'Toole. Los irlandeses, o muchos irlandeses, se desayunaron con que su nueva riqueza apenas había industrializado el país, excepto en sectores de importación de tecnología como bioquímica, microchips y cierta electrónica. El resto era revalorización de assets, como diría nuestro actual presidente, que consisten en que la casa de tus viejos ahora vale mucho en dólares. Este año, Europa hasta le puso límite a eso de cobrarle tan poco a las corporaciones, hartos de los trucos contables para evadir.
¿Viven mejor los irlandeses? En mucho, sí, porque el estado se recuperó y volvió algún estado de bienestar. Los salarios son mejores que hace treinta años, la balanza de pagos es envidiable, pero los alquileres son espeluznantes, un problema masivo. La emigración, que se había frenado en 1998, retomó, todo un editorial sobre qué opina el ciudadano de a pie sobre la economía. Y cualquier turista se va a dar cuenta de que a la hora de poner la mano en el bolsillo, la isla es de lo más caro del continente.
Irlanda es, en resumen, muy rica en los papeles, y mucho más rica que los irlandeses.
Tal vez por esto, que el balance no es tan negativo a la larga, nuestro Milei debería estudiar un caso de estabilidad con peonaje que le gustaría mucho más. Es Sudáfrica, el país que Nelson Mandela soñó cambiar y cambió en todo, menos en la economía. La inflación por allá es muy baja, el rand muy estable, el desempleo no se mueve del 25 por ciento desde la década del ochenta, entre los jóvenes toca el 40. Hay industria, se hacen coches y camiones, hay un asiento en el G20 y en el BRICS. Hasta hay una Armada con misiles nuevitos
Lo que no hay es movilidad social: el pobre de hoy es hijo de pobre, nieto y bisnieto de pobre. El analfabetismo es increíble para un argentino, el crimen es anárquico, el trabajador no te discute y cuando te discute lo callan a balazos. A Patricia Bullrich le encantaría personalmente el abandono vital con que la policía sudafricana abre fuego... Y todos, hasta el gato malevo que te mira desde un techo en Lang Straat, sabe que lo que importa, lo que manda, es cuidar los intereses de los tres tipos que controlan el gran tesoro nacional, el extractivismo mineral. Oro, diamantes y ahora tierras raras son lo que atan a la Tierra Amada.
Milei lo sabe, y sabe también que una cosa es que le vaya bien a un país y otro muy otro que le vaya bien a los que viven ahí.