Cuando la abogada Verónica Bogliano, en representación de la subsecretaría de Derechos Humanos bonaerense, le preguntó cuáles habían sido los efectos que el secuestro y las torturas que sufrió durante la última dictadura cívico militar habían dejado en su vida, Raúl Morello respondió con una enumeración. “La primera es que la brutalidad de la picana me quitó la tartamudez. Eso fue bueno”, destacó el médico, sentado en el estrado de la sala de audiencias de los tribunales de San Martín. “La otra –continuó, e interrumpió brevemente el recuento para tragar el nudo de angustia que no lo dejaba hablar sin llorar–: me quitó la alegría. Creo que en ninguna foto nadie me va a ver sonriente”, concluyó el médico.
Durante la primera parte de la década de 1970, Morello quiso ser sacerdote. Conoció la comunidad “Ceferino decapitado” que en Morón encabezaba por entonces el cura José Piguillem. Y estuvo cerca, pero al final emprendió el camino de la medicina. Se casó con Ana María Wenk, a quien conoció en esa comunidad. Allí construyó su camino de militancia. Antes de recibirse de médico, fue secuestrado.
Fue el 15 de mayo de 1977. Un domingo. Estaba en la parada de colectivos con Ana María, en el centro de Moreno. “Pasó una patrulla con tres camionetas que nos miraron con mucho interés. Menos de cinco minutos después nos tenían a todos con las manos contra la pared”, recordó al comienzo de su testimonio en el marco del juicio contra cinco miembros retirados de la Fuerza Aérea por crímenes de lesa humanidad cometidos en Mansión Seré y otros centros clandestinos del circuito represivo que esa fuerza militar dirigió en la zona oeste. En su exposición posterior, Ana María confirmó que esas tres camionetas “para todos eran las Tres Marías” en relación a los vehículos en los que se movía la patota de la Brigada Aérea de Moreno. De ese grupo que esperaba el colectivo, al único que se llevaron fue a Morello. La audiencia fue transmitida por La Retaguardia y FM en Tránsito. La jornada culminó con el testimonio de José Manuel Vázquez, otro sobreviviente.
Su primera parada fue la comisaría de Paso del Rey, en donde lo dejaron en una celda unas horas. A las 20 le vendaron los ojos, le esposaron las manos y se lo llevaron a otro lugar, en donde lo depositaron en una celda muy pequeña, de “no más de 2 metros de largo, 1.20 de ancho y lugar para sentarse de 30 cm. En la puerta, una mirilla”, describió. Era la Comisaría de Moreno. Al día siguiente, lo volvieron a subir a un auto para llevarlo a otro lugar donde fue torturado: palos, piñas, patadas, submarino, corriente eléctrica. Era la Base Aérea de Moreno. En algunas de las sesiones de tortura pudo ver la silueta de tres hombres torturándolo. “Uno muy alto, otro bien bajo”. La primera vez que le pasaron picana en la sesión había alguien “con mucha sabiduría"que cuando veía su “respiración estertorosa paraba, (le) tomaba el pulso. Y seguía”, detalló.
Los interrogatorios versaban siempre sobre su vínculo con el padre Pepe de Moreno, a quien la patota fue a buscar a su casa en agosto de 1976, sin encontrarlo. Piguillem sobrevivió a la dictadura, también.
Morello transitó 57 días en cautverio en la comisaría de Moreno. Le acercaron algo de beber –una jarra de mate cocido– diez meses después de su secuestro. De tanto en tanto, algún “churrasco frío” de comer. Durante ese tiempo, su esposa Ana María, acompañada por la comunidad “Ceferino decapitado” lo buscaron incesantemente. Entre tantas puertas que tocó, una fue la de la oficina que el cura Emilio Graselli ocupaba en el edificio de la Armada. Allí recibía a familiares de detenides desaparecidos para informarles si tenía datos sobre elles-. “Recuerdo que éramos muchos esperando a que nos recibiera pero ninguno se animaba a hablar con el otro”, testimonió Ana María.
Al tiempo, Raúl fue “blanqueado” en Devoto y liberado el 25 de diciembre de 1977. Retomó sus estudios: se recibió de pediatra y de psiquiatra. Post dictadura se instaló con su familia en la Patagonia. Fue, entre 1989 y 1991, director del hospital de Lago Puelo, en Chubut, y también pediatra en el hospital de El Bolsón. Durante la década de los 90 fue secretario de Salud de Moreno.
Al cierre de su testimonio, lamentó que los imputados en esta clase de causas no fueran obligados a estar presentes en los juicios que se les siguen “como a mí (ellos) me obligaron a arrodillarme”, expresó. “A mí me hubiera gustado mirarlos a los ojos, medir su altura para saber si alguno de ellos era el cobarde” que lo torturó.