Se conocen al menos tres fotografías de Guillermo Enrique Hudson en acción. Eso dicen los que saben. Tres fotografías donde el viejo amante de los pájaros abandona la actitud de prócer que supieron otorgarles retratos de estudio (reproducidos decenas de veces) y unos cuantos dibujos firmados por artistas ingleses y argentinos, algunos notoriamente malos.

Es decir, sólo quedan de Hudson tres momentos imprevistos captados por aficionados anónimos; instantes de vida en blanco y negro que se acercan más al Hudson que nos imaginamos: obsesivo como todo apasionado; intransigente como todo autodidacta; imprevisible como todo solitario; severo con los errores propios e incapaz de perdonar los errores de sus amigos; y de espíritu tan complejo que a veces podía mostrarse como “un halcón enjaulado” y otras como “un pajarito sobre una rama de juncos cantando junto a un río”.

 

 

Pero por sobre todas las cosas Hudson era un tipo divertido. Y algo de eso transmiten las tres escenas casuales que se conservan de su vida en Inglaterra. O para decirlo de otra manera: odiaba a las personas solemnes. Su admiración estaba dedicada sólo a aquellas que tenían el poder de “destilar ironía” y a las que, sin vergüenza alguna, se dejaban llevar durante las conversaciones hacia las fronteras de lo absurdo. Ahora bien, cuando se encontraba frente a uno de esos “hombrecitos”, él podía abandonar la silla y retirarse del salón sin dar explicaciones. ¿A dónde iba? En general el camino elegido era hacia la humilde cocina de su casa, ya sea en la pensión en el Nº II de Leinster Square; en la que estaba frente a Ravenscourt Park o la ubicada en Tower House de Westbourne Park, donde finalmente murió. En esas cocinas Hudson elaboraba un remedio para calmar sus “torbellinos” provocados por los solemnes: exprimía limones, los suficientes como para llenar un buen vaso y, luego, hacía fondo blanco para que el jugo agrio equilibrara su cuerpo y su espíritu se alineara con el perfume del fruto de la naturaleza.

La primera fotografía fue recuperada por el historiador Conor Mark Jameson, autor del reciente Finding W. H. Hudson (no traducido aún), donde reconstruye la relación del naturalista con las mujeres que fundaron la Society for the Protection of Birds. Se trata de una “instantánea” sin fecha precisa del momento en que Hudson llega de visita a una casa de campo en Cornwall. Hudson mira hacia la cámara haciendo cómplice al fotógrafo de la escena: la dueña de casa lo recibe con un perrito bajo el brazo. Ella es Margaret Brooke, la famosa “Ranee de Sarawak” (reina consorte del estado en Borneo), y el animal es Koko. En una carta a Brooke de 1916, Hudson desliza un sutil comentario acerca del cariño que se prodigaban animal y dueña: “Su apego a ti me hace pensar que es más inteligente que la mayoría de los perros”.

La segunda fotografía es más significativa. Data de 1919. Hudson está cómodamente sentado en una reposera, en el jardín de la casa de la misma señora del perrito, mientras un cuervo amaestrado trepa sus piernas y se deja acariciar. La sonrisa de Hudson frente al pájaro negro es proporcional a la tristeza que sintió cuando no pudo rescatar al búho blanco enjaulado en una cocina que se prendía fuego, tal como cuenta en Naturaleza en las Dunas.

 

–Si buscan en ese estante encontrarán la tercera foto –concluyó el Anfitrión al tiempo que destapaba una gran olla de puchero.

Entonces lo interrumpí, y me impuse: les dije que estoy por terminar la traducción del libro de memorias y recuerdos que escribió el gran amigo de Hudson: el aventurero y narrador Morley Roberts. Será editado el año próximo por el sello Buenos Aires Books que dirige Roberto Tassano, uno de los que más saben e impulsan el estudio de la obra del naturalista. El libro se llama W. H. Hudson, un retrato y fue publicado en 1924. Todos los que escribieron acerca de Hudson se basaron en sus páginas: desde Alicia Jurado a Martínez Estrada, desde Horacio Luis Velázquez hasta Rubén Ravera. Lo curioso es que el libro nunca se tradujo hasta ahora en Argentina. ¿A que no saben por qué?, pregunté a los presentes.

–Si me alcanzan la foto quizás lleguemos a alguna conclusión –insistió el Anfitrión mientras nos servía directamente de la olla el caracú.

Pero yo seguí. Los lectores argentinos conocen a Morley Roberts por un solo cuento. Y eso se lo debemos a Rodolfo Walsh que lo tradujo y lo incluyó en su Antología del cuento extraño de 1956. El relato se llama “El anticipador", y es digno de leer.

–Por lo visto, todos los caminos conducen a Walsh –acotó uno de nosotros desde el extremo izquierdo de la mesa.

Es cierto, nadie se puede sorprender que por los caminos de Walsh nos topemos con escritores como Morley Roberts, porque el inglés –nacido en Londres el 29 de diciembre de 1857–, tuvo una vida extraordinaria: a los 19 años se peleó con su padre y se embarcó hacia las islas de Australia, donde vivió tres años; allí conoció el sudor y a Robert Louis Stevenson. Luego regresó a Londres convertido en marinero. Intentó ser funcionario público, pero optó por conocer el Oeste americano. Para el viaje se llevó una pipa y un solo libro: La divina comedia. Mientras lo leía pastoreó ovejas en Texas, enlazó caballos en Iowa, condujo barcos de río en Oregon y fue peón todo terreno en California. Al terminar el último verso del Dante decidió que iba a escribir. Su primer libro se llamó The Western Avernus (1887), basado en su experiencia nómada. Por esos relatos, algunos ligados al terror, fue aplaudido por Hudson, George Gissing y H. G. Wells, amigos desde entonces.

Roberts escribió un total de 20 novelas, 17 volúmenes de cuentos, varios ensayos y algunas obras teatrales. Cuando publicó también la biografía de su amigo Gissing (escritor elogiado por Virginia Woolf) lo acusaron de “mentir, exagerar e inventar”. Reconoció los deslices. Probó entonces ser pintor, hasta que él mismo se burló del resultado.

Luego de la muerte de Hudson en 1922, Roberts volvió a insistir con el género biográfico. Habían sido amigos durante 40 años, pese a que Hudson nunca se dignó a nombrarlo en sus libros. Pero Roberts tenía mucho para decir. No escribió una biografía clásica sino un retrato basado en sus recuerdos, algunos bastantes confusos. A pesar de sus desprolijidades, ese texto es el documento más vívido que hay sobre los trabajos y los días de Hudson en Inglaterra. El 8 de junio de 1942, Roberts murió mientras dormía.

–¡Acá está! –dijo el Anfitrión levantando al final la tercera foto por sobre su plato humeante.

Hace unos años el historiador Conor la recuperó del archivo de la Sociedad protectora de los pájaros. Estaba catalogada como “Hudson con sombrero de paja en la mano derecha, caminando en Soho, Londres”. Nada se decía de Morley Roberts pese a que él estaba allí, a la derecha de Hudson, un mediodía después de comer en el restaurante Mont Blanc de Gerrard Street, escuchando a su querido amigo (al que siempre consideró un genio), ordenarle que se sacara el sombrero para la foto. Los acompaña Lancelot Cranmer-Byng, otro amigo invisible, que suele aparecer junto a Wells jugando a la “Little Wars”, aquellas batallas con soldaditos.

–Ahora que ya vimos las tres fotos ¿cuál es la hipótesis por lo cual el libro de Roberts no se tradujo hasta hoy? –me apuró uno desde el fondo, algo fastidiado.

 

Antes de responder, estiré mi mano hacia la botella de vino, me serví un buen vaso y cuando levanté la mirada, todos ellos, acaso repitiendo la conducta intempestiva de Hudson, habían desaparecido.