Los “días de”, son claramente un manotazo de ahogado comercial que rápidamente se cuelan en las casas, los eventos sociales, los locales, las redes sociales, las instituciones, la iglesia, los discursos políticos, y en todo tema de conversación. Aún hoy seguimos batallando contra la exposición a niños que atraviesan situaciones de falta, violencias o de conmemoraciones dolorosas, sin embargo, es una batalla que sabemos casi perdida.
Los días siguientes a la “celebración impuesta” se llevan la íntima esperanza de que algo cambie, se mueva, se modifique hacia una reflexión un poco más honesta. Es necesario sacar los trapitos al sol, desempolvar esos pensamientos guardados meticulosamente debajo de la alfombra y dejar aflojar el más desolador de los cansancios, sin poner en duda sobre este tablero el amor que nos atraviesa. Atreverse a mirar a los ojos el ancla que nos deja paradas en el casillero inapelable y totalizador de la maternidad.
“En Argentina hay 1,6 millones de hogares monomarentales, lo que representa el 11,7% del total de hogares y uno de cada cuatro hogares con niños niñas y adolescentes. Hay más de 3 millones de NNyA viviendo en ellos”, cuenta Paola Urquizo, psicóloga clínica, especialista en políticas de cuidados Clacso, activista feminista.
Hoy maternar se ha convertido en una carrera de obstáculos, muchos de ellos, puestos estratégicamente por un sistema judicial que oficia de espectador y verdugo. El 66,5% de los padres no cumplen con la cuota alimentaria.
Los artilugios utilizados para evadir la responsabilidad parental son de librito, y, aún así, la justicia exige de manera irrestricta punto por punto de valoración de prueba para acompañar un reclamo justo y, en este contexto más que nunca, vital.
Las buenas noticias llegan con titulares como “ Le prohibieron cargar combustible a un deudor alimentario”, “Abogada logró que la cuota por alimentos le llegue en la boleta de la luz”, “Progenitor condenado por abuso sexual a su hija deberá pagar por los daños ocasionados a su hija y la madre”. El sonido crujiente del dolor aparece porque sabemos que detrás de cada fallo ejemplar hay años de lucha, de angustia y de abandono.
Una familia necesitó $960.000 para no ser pobre en el mes de septiembre. Frente a esta realidad, las mujeres monomarentales se ven obligadas, en su mayoría, a contraer compromisos laborales en dos y tres turnos, aceptar la precarización laboral más cruel y dejar a sus hijos solos para cumplir con las actividades que acercan a las familias a cubrir los gastos básicos del mes.
“El camino a la pobreza que supone la separación conyugal sin políticas protectoras de las infancias ocasiona que tanto madres como hijes vean deteriorada su calidad de vida. No solo las madres se empobrecen económicamente sino también sus hijes. Y esto incide en su salud mental, física y proyectos de vida”, continúa la especialista.
Cuando hablamos de que solo el 28% de los cargos directivos y 1 de cada 5 de las jefaturas son ocupados por hombres, estamos respondiendo a una de las consecuencias directas de la falta de perspectiva de género para las madres.
“El 40% de las mujeres no retornan al empleo formal luego de su primer hijo, lo cual no implica que dejen de trabajar, sino que empeoran sus condiciones laborales, cayendo en la informalidad”.
La maternidad como proyecto vital de las mujeres es, entonces, el arma indestructible en el diseño de un sistema patriarcal, disfrazada de proyecto romántico-rosa inapelable, utilizada para sostener -utilizando la fuerza de trabajo, el tiempo y energía - las bases y los techos de la desigualdad.
Según datos del Centro de Economía y Política Argentina, hubo cerca de 200 mil despidos en el primer semestre de 2024, sin contar licencias o retiros voluntarios, sumado el aumento indiscriminado y brutal de los alquileres, la inestabilidad contractual de los mismos y la precarización laboral. Muchos hijos e hijas han regresado al hogar materno “por necesidad”, y esa necesidad abre una nueva pregunta: ¿hasta cuándo una mujer tiene la obligación de maternar a la vieja usanza? Mujeres de más de sesenta años se encuentran reestrenando la rutina de las tareas de los cuidados como a los treinta, recién paridas, pero con hijos de cuarenta años y, en algunos casos con la familia de esos hijos.
No hay límite aceptado para poner un freno a la entrega incondicional obligatoria de la vida de una madre a sus hijos. Maternar, en estas condiciones de desigualdad y con un sistema que no nos ampara, nos puede gustar poquito o nada.
¿El contrapeso a este elefante blanco? El incorruptible amor, esos instantes de alegría genuina y sin tribuna que nos regalamos con esos seres que arrasan con todo eso que fuimos. La maternidad nos desdibuja para hacer un nuevo boceto con lo que queda.
Es un péndulo de premio y castigo, de belleza y horror, de certezas y desconciertos, sobre todo de injusticia social, pero también es un vínculo, aunque enloquecedor, que se sostiene, se nutre, con la red que construimos para seguir, con la cuota de amor imprescindible que nos mantiene en carrera y con la esperanza de que nuestra lucha por una sociedad más justa con perspectiva de género y de infancias dé sus frutos.
Parir maternidades libres de violencias, es nuestro deseo, un derecho, que debería ser, a esta altura del partido, indiscutido.