Cordón umbilical allá. Cordón umbilical aquí. Invisibles huecos. Impresiona tanta madre. Impresiona tanta hija.

Así cuenta Gilda Guzmán (Mi nombre, mi nombre no importa. Borde Perdido, 2024) una parte de la relación con su madre. Lo dice en versos, o en oraciones poéticas. La relación con una madre afectada por la demencia senil a la que cuida, la misma que ahora, recién ahora la mira, pero a la que ella dice no haber dejado de mirar desde que nací.

Convertida en la médica de cabecera narra desde un mundo reducido a su cuarto y el comedor.

Mientras la gran araña en la cabeza de su madre no descansa, porque está perdida, confusa, dentro de la telaraña, la hija cuida; ha decidido que un geriátrico no.

Acepta el juego mágico y tortuoso del delirio: le convida un poco de sopa al televisor, arropa a un niño que es una almohada, admite que Luciano Pereyra arregla el barro del fondo.

Gilda elige a la araña para describir la relación con su madre, la elige quizá, porque es un insecto versátil para caminar, pude moverse en varias direcciones, incluso ir hacia atrás. Puede recuperar información de ese fondo barroso, tirar de la soga del pasado hasta el presente roto.

De maternidades e hijidades

No es esta la única escritura que se explaya sobre los vínculos entre madres e hijas, la literatura está repleta de experiencias así. Madres que sufren por sus hijas, hijas que ruegan por sus madres. Madres que adoran, que derrapan, que desprecian, que matan. Hijas que odian, que añoran, que buscan, que se alejan, también hijas que matan.

Gestar en todas sus formas, incluso cuando la biología no funcione, es un acto extraño, algo loco, un poco demente -vuelvo a la madre de Gilda-, tal vez por esto, todo lo que siga, estará anudado a esa primera vivencia como una cadena infinita de eslabones, en la que gestar liga con maternar, maternar con cuidar y cuidar con amar. Así, de manera acrítica, sin que cese de operar la ineludible subversión de roles, porque madres que cuidan a sus hijas se convertirá, más allá, en hijas que cuidan de sus madres.

Eso, hijas que cuidan de sus madres. Parece un presagio, romper el amarre de la cadena de eslabones forzosos tendrá de esta forma todos los condimentos de un atentado. Quien se atreva corre el riesgo de ser considerada una terrorista del afecto.

Porque claro, el problema no está en querer, en amar, en decirse a cuidar, el asunto pasa por la imposición; trocar deseo por mandato. Madre es una asignación gigante y soberana, por añadidura, hija, puede ser un enunciado que aplasta.

Es probable que lo que digo suene odioso. Cuidar al desvalido es un signo característico del mundo actual, o de las sociedades hegemónicas para decirlo con más propiedad. Un signo hipócrita, por cierto. Hay que decir que se cuida, que se protege, pero al mismo tiempo no olvidarse de clasificar. En efecto, todas las vidas no valen igual, Judith Butler usa un término para acentuarlo: precaridad. Precaridad es, en su traducción al español, la manera de expresar que algunos humanos cuentan menos.

Quizá la noción de precaridad (así, sin la vocal tan problemática para algunos), resulte muy propicia para aglutinar ese nudo de relaciones que habitan las hijas que ¿cuidan? Que deben cuidar a sus madres.

Es que si la precaridad es una condición extrema de exposición a la vulnerabilidad que solo por ese rasgo resulta decididamente violenta, si es así, las formas de cuidado donde quien cuida no es cualquiera y no es cualquiera quien resulta cuidada, bien pueden ser consideradas un plus, una variable añadida a la irremediable labilidad de lo humano.

Hablamos con una amiga sobre esto. Ella me dijo que cuidar bebés y padres ancianos es un oficio complicado, son momentos en los que se juegan los dos extremos de la existencia; la precisa posición de un ser frente a otro absolutamente necesitado. Pero esto, pienso, tiene sus bemoles.

Ancladas como venimos en la idea exacerbada de lo individual, la maternidad colectiva se presenta como un sueño romántico, envejecer es un lastre, y propiciar redes que superen el acotado reducto de lo filial, cuenta con serias chances de calificar como una ofensa a la institución familiar.

Tal vez la cadena infinita a la que me refería al principio no sería tal si resultase posible alojar de manera saludable (donde saludable equivale a sin culpas), experiencias como estas. Tal vez hijas que cuidan de sus madres dejaría de combinar con destino. Quizá, la tela que teje la araña no se convertiría en una trampa.

Porque, retomo la idea, cuando se cuida a madres ancianas hay algo más. Es una madre a la que se cuida y es una hija la que cuida. Hay un pasado en ese espejo, un reflejo en el que no todas nos podemos mirar.

La cultura de la entrega incondicional no reconoce desvíos, todo es, en ese territorio, un paisaje de llanuras invariables. Como viajar por la ruta a través de las salinas con el sol arriba. Luz en cada lado, blanco en cada parte. Hay que procurar no volverse pantano, evitar la mancha del paisaje. Pero cuando se penetra en esa geografía no todo es tan blanco y tan luminoso; lo mismo ocurre con nuestras relaciones.

Tita es la menor y se quedará conmigo para cuidarme, dice mamá Elena, uno de los personajes de la novela de Laura Esquivel “Como agua para el chocolate”, llevada al cine por Alfonso Arau en 1993. Tita se queda y sufre, odia, ama, enloquece, de alguna forma se resigna, mientras eso ocurre cocina, y en cada plato, vuelca las pasiones que se pudren donde el “no”, su “no quiero” está obturado.

La novela funciona muy bien como alegoría de eso que enferma cuando no hay más ruta que la de la sal, la del sol, la del absoluto blanco, a pesar, muy a pesar, de cada pequeño pantano.

¿Hay lugar para la pregunta? ¿Hay espacio para la elección? Mamá ¿También tengo que cuidarte?