Para 1810 la ventaja tecnológica entre las armas de fuego y las lanzas de los indios no era muy grande. La conquista del desierto se realizó a la par de la aparición del Remington, un fusil de retrocarga de gran capacidad de tiro, facilitando a la vez el suministro de municiones. Previo a esto el ejército argentino había usado todo tipo de armamento en un caleidoscopio de calibres y marcas que hacía difícil cualquier provisión. Fusiles de chispa de 1777 tomados a los ingleses, luego de su invasión, tercerolas de 1802, fusiles españoles de 1792, y otros de principios del 1800, mosquetones de fabricación belga y carabinas francesas de la década del 30, mosquetones y fusiles de percusión de fabricación inglesa y alemana, más cualquier otra variedad que estuviera disponible por casualidad o accidente.

Ante las armas de fuego los indios contaron durante décadas con la chuza, el cuchillo y la bola, además de algunas estrategias efectivas: el conocimiento del terreno, las grandes distancias, la quema de pastizales, los ataques sorpresa, la información sobre la ubicación o escasez de aguadas, untarse con grasa de yegua para robar caballadas sin alarmarlas, atar vejigas de vaca rellenas con piedras a la cola de una yegua para que el ruido espantara a los caballos del regimiento y nunca atacar si el número de los suyos no era superior al enemigo.

Estas artimañas eran vistas por el ejército como actos de “perfidia” y cobardía. El coronel Conrado Villegas instruía a los suyos “el salvaje no se expone a morir cuando ve que no va a sacar provecho del combate. El soldado debe tener plena confianza de que pie a tierra y con un Remington en la mano, vale por cinco de ellos.”

El ministro de Defensa y Marina Adolfo Alsina no solo había provisto al ejército de Remingtons, ordenó que los regimientos llevaran corazas de cuero: “en la guerra con los indios deben sacarse todas las ventajas que la civilización nos ofrece […] Por lo que a mi respecta, confieso que sólo me inspira tristeza la lucha cuerpo a cuerpo entre el cristiano y el indio. El primero con su coraza, y armado como lo está, vencerá siempre, saliendo ileso a los diez de los segundos, que nada tienen que los resguarde y con su chuza despreciable”.

Alsina opinaba que, así provisto, con Remington y coraza, el soldado podrá “pasearse impunemente por el Desierto […] después del primer choque ha de ser fatal el desaliento que se apodere de los indios. Además, esperaba que con la provisión de revólveres “la desmoralización de los bárbaros” iba a ser tremenda cuando “sientan que cada soldado […] le arroja media docena de proyectiles”.

Cuando la muerte de Adolfo Alsina, el 29 de diciembre de 1877, una gran concurrencia se acercó a rendirle homenaje en su casa de la calle Potosí, la que hoy lleva su apellido. Bartolomé Mitre, su antiguo rival, le dedicó delante de su féretro unas palabras de encomio. A pesar de los adelantos tecnológicos en materia bélica, el expresidente no guardaba muchas esperanzas en una victoria segura. En su discurso, y en referencia a la labor emprendida por Alsina, aseguró el inexorable camino hacia el progreso. La lucha contra el indio, vaticinó, “dentro de trescientos años habrá terminado”.

El conflicto “del desierto” tuvo el aspecto de una guerra civil. Los Catriel vivían en el pueblo de Azul en casas de ladrillo, poseían cuentas de banco y viajaban en volanta. El cacique vestía un poncho azul con cruces blancas, en representatividad de su jerarquía junto a los colores nacionales. Cuando se sintió expulsado de su tierra por el gobierno de Nicolás Avellaneda, Juan José Catriel hizo su campamento de guerra en Sierra Chica enarbolando la bandera argentina en lo alto del cerro. Sus lanceros llevaban también el estandarte del Ejército, galardón entregado a la tribu por el ex presidente Mitre a Cipriano Catriel. El trofeo les fue arrebatado, incluyendo la muerte del abanderado, durante el Combate de Sauce Corto, en abril de 1877. En octubre del mismo año, el ejército, asistido por los caciques Pichi Huinca y Manuel Grande, recientemente pasado a las filas del gobierno, atacó a Catriel cerca de Carhué donde mataron a medio centenar de indios y tomaron 400 prisioneros. En esta ocasión le arrebataron a los indios otra bandera argentina bordada en oro.

El ministro Alsina recibió a los prisioneros en Azul, conmovido por encontrarlos “hambrientos y desnudos”. En carta al presidente Avellaneda le describía el estado de los cautivos, asombrado que estos hayan podido resistir en el estado en que estaban: “¡Que repugnante y qué desgraciada, al mismo tiempo, es la barbarie!”

En cuanto a los malones, el propio Alsina reconocía: “Los indios no se aventuran a invadir sino cuando el hambre los apura; si pues, repiten las tentativas, es porque de las otras no cosecharon sino resultados ingratos”.

Indios y cristianos participaron en ambos bandos durante la conquista del Desierto. El bando ganador llamó a los aliados “indios amigos” y a los blancos del lado de Pincén, Catriel y Namuncurá “pérfidos bandidos”.

Entre los caciques al servicio del ejército se encontraba el mayor “asimilado”, Pichi Huinca, teniendo como segundo jefe al indígena Juan León, con el cargo de teniente. Dentro del 1 de Caballería hacían un número de unos ochenta guerreros enemistados a muerte con el cacique Catriel.

Cuando Roca partió en abril de 1879, un veinte por ciento de su fuerza, unos 800 indios, avanzaron junto con él a Patagonia. Los blancos que lucharon del lado de los indios, eran, según las crónicas, “vagos malentretenidos”, desertores, “malvivientes al servicio del latrocinio”, como el caso de Cándido y Ramón Leal, “vecinos sublevados” del Azul y “su turba de gauchos entregados al pillaje”.

Cuando Calfucurá perdió ante el general Rivas, con ayuda de Catriel, el cacique envió a su hijo Namuncurá a la ciudad a entrevistarse con el presidente Domingo Faustino Sarmiento. Era “uno de esos parlamentos con jefes indios pedigüeños y ladrones”, nos dice el sobrino del sanjuanino, quien es el que relata la anécdota. El presidente mandó a sus subalternos a vestirse de gala antes de recibir a la comitiva indígena “para impresionarlos”. En síntesis, Sarmiento les hizo transmitir por un lenguaraz que no iba a aceptar sus reclamos de raciones, dinero “y cuanto acostumbraban”. Ya se sabía que la reunión no había llegado a ningún resultado cuando el presidente encargó a un ayudante abrir las ventanas de la casa de gobierno. Namuncurá, extrañado, solicitó al intérprete que preguntase por qué las abrían: —Dígale que los indios tienen un olor a potro insoportable, respondió Sarmiento. Namuncurá, replicó que los cristianos olían a vaca. “Y ambos, cacique y Presidente, se quedaron serios. Así como los asistentes previamente avisados”.

Efectivamente, una de las tantas diferencias entre cristianos e indios era su preferencia alimenticia. Las tropas al mando del coronel Ignacio Fotheringhan, que avanzaban en medio del invierno por el Río Negro, “mal abastecidas” se alimentaban “a carne de yegua y nada más, ni sal”. Roca le envió a su subordinado junto a otras veinte yeguas para sus soldados, un costillar de vaca con una nota del ministro: “Para que se acuerde que es cristiano”.

A Lorenzo Deus, arrebatado de su familia con ocho años, los pampas le pusieron Mariñancú (diez águilas), pero el niño insistió en no responder cada vez que lo llamaban y la tribu se avino a araucanizar su nombre a “Lorenzú”. Sí fueron inflexibles en lo que respecta a la lengua, “con severos castigos hacia aquel que hablase cristiano”. Lorenzo, para no perder el castellano, se internaba en el desierto para hablar “con el espacio, con los pájaros, con el sol, con la luna, para no olvidarme de mi lengua”.

La misma práctica se desarrollo entre los blancos, quienes prohibían la lengua pampa a sus cautivos. Una carta del 25 de noviembre de 1878 dirigida por Roca al gobernador de Tucumán, Dr. Martínez Muñecas, lo instruye sobre la necesidad de despojar a los indios “hasta del lenguaje nativo como instrumento inútil”. Roca enviaba prisioneros a trabajar en los ingenios azucareros de su provincia a la vez que le propone al gobernador reemplazar a los matacos del Chaco, “indios holgazanes y estúpidos”, con pampas y ranqueles, “que si bien están debajo del nivel moral y civilización relativa del gaucho, no le ceden en inteligencia y fortaleza".