La escena fue contundente, insólita, arrancada de una serie del futuro: Juan Román Riquelme en la platea del estadio Marcelo Bielsa parándose delante de los hinchas de Boca que iban en busca de los seguidores de Gimnasia, con una parada previa en un previsible enfrentamiento entre barras y las fuerzas policiales rosarinas. Riquelme se puso delante de ellos y, como un pastor de almas, los fue encarrilando para que volvieran a sus lugares en la tribuna. En ningún momento Román perdió la calma ni la firmeza para conseguir su objetivo: que no hubiera represión en la cancha de Newells (algo que, por otra parte, ya había empezado tanto para los hinchas xeneises como para los del Lobo platense).
Esta imagen de Riquelme metiéndose solo en medio de un problema que pintaba terminar de la peor manera, con represión y heridos –en el mejor de los casos-, fue tan fuerte que al día siguiente, con una rapidez digna de mejores causas, las fuerzas del cielo macristas comenzaron con sus operetas en los medios radiales, televisivos y escritos. Horrorizados e indignados, repitieron la monserga que les bajaron desde alguna repartición estatal o paraestatal: los contactos de Riquelme con la 12. La derecha solo puede admitir el poder de alguien a partir de la prebenda y el apriete. Esos artículos y peroratas de la escudería macrista hablan más de cómo Mauricio construyó su poder político, que de lo que realmente ocurrió en Rosario en la noche del miércoles pasado.
Hay algo de lo que hizo Román que no es tan extraordinario y que, sin embargo, es lo que más remarcaron los medios en general (para bien y para mal): la capacidad de calmar y encauzar a los suyos. Cualquier dirigente político puede mezclarse entre sus seguidores que va a ser bien recibido. Si no, algo está muy mal en el vínculo entre la gente y ese político. Lo vemos todo el tiempo en las manifestaciones, donde una parte de la dirigencia peronista y de la izquierda troskista marchan con los suyos. Incluso ponés doscientos libertarios (no pidas más) en una manifestación y seguro que los Milei podrían tirarse sobre ellos cual estrellas de rock and roll. Estoy seguro de que si Bochini, Alonso o Rubén Paz se metieran en la tribuna para calmar a los hinchas de Independiente, River o Racing, lo conseguirían. No se encuentra en este punto la fuerza política de lo que hizo Riquelme.
En primer lugar la fuerza está en la decisión. Román estaba en su palco o platea con los demás dirigentes del club que viajaron a Rosario y, cuando vio que se venía el enfrentamiento entre hinchas de Boca y la policía anti disturbios, decidió bajarse y ponerse en el camino de los barras. Si la policía, superada en número por los hinchas, comenzaba a disparar indiscriminadamente, los que iban a ligarla eran los hinchas de Boca de esa platea. Como pudo verse después, en esa tribuna había familias; hombres, mujeres, adolescentes y niños que habían ido a ver un partido y se encontraban a merced de una pelea que no buscaron y que los iba a convertir en víctimas fáciles de la violencia. Si esa trifulca llegaba a desencadenarse hoy estaríamos hablando de una tragedia. Riquelme lo vio venir y se arriesgó, se puso en el medio. Enarboló su credibilidad, su capacidad de llegada, ese poder construido desde el amor del hincha, para detener lo que parecía inevitable. Cualquier otro dirigente de un club hubiera esperado a que los hechos se desencadenaran y hubiera salido después a victimizarse: que la organización, que la policía santafesina, que empezaron los hinchas de Gimnasia, etc. Muchos construyen su carrera política desde la tragedia y el caranchismo. No fue este el caso.
Sin embargo, lo más extraordinario de esa noche de Copa Argentina ocurrió del otro lado del enfrentamiento. Riquelme no solo tranquilizó a la “barra brava de Boca” (como les gustó remarcar al periodismo macrista), sino que calmó a la policía. Los videos que hay al respecto son impresionantes. Román detiene a un hincha como si fuera un defensor de fútbol americano. Un policía les tira gas lacrimógeno a los dos. Después de calmar al hincha de Boca, Riquelme se dirige a la policía. ¿Para putearlos, como hubiera hecho cualquiera de nosotros después de ser reprimido? No, conversa con ellos, los calma. Le baja presión al enfrentamiento. Le da la mano a cada uno de ellos, les sonríe como si estuvieran hablando de cuestiones familiares. Humaniza la situación. No se trataba de reprimir o de agarrarse a trompadas, se trataba de que nadie más saliera lastimado.
Mientras habla con los policías, Riquelme tose, se pasa la mano por los ojos. Es el gas lacrimógeno que le tiraron y se banca como si nada. Porque él no está para reprocharles la facilidad habitual de los canas para reprimir. Esa imagen de Riquelme gaseado, convenciendo serenamente a los policías para que depongan su accionar represor, es un hecho político jamás visto en la Argentina.
Mientras esto ocurría en la tribuna de Boca, del lado de Gimnasia pasaba algo similar: los hinchas más violentos habían aflojado su virulencia y volvían a sus lugares para alentar al Lobo. Me sorprende que todavía ningún operador mediático haya salido a hablar de los vínculos de Riquelme con los barras del Tripero.
Hay quienes, un poco en broma y un poco en serio, vieron a Román en la noche del miércoles como un superhéroe. Podría pensarse que es una exageración. Para mí, se quedaron cortos. ¿Qué hace un Súperman, un Hombre Araña, un Capitán América, después de resolver un problema? Sale volando, alejándose de la gente a la que acaba de salvar. Porque serán muy superhéroes, pero son fóbicos al contacto humano. Román hizo mucho más: cuando todo ya se había calmado pasó entre medio de los hinchas para regresar a su lugar. Los xeneises no podían creer que Riquelme estuviera entre ellos, a puro contacto físico para poder avanzar, con hombres y mujeres que lo palmeaban, lo querían abrazar, sacarse una foto, con chicos y no tan chicos que le tocaban la cabeza como si fuera un santo o una mascota (en todo caso, alguien cercano a ellos). Donde a la mayoría nos hubiera dado un ataque de pánico, Riquelme parecía en su salsa. No se molestó con nadie, se bancó los tocamientos con la misma tranquilidad que había soportado el gas lacrimógeno unos minutos antes.
No van a faltar los que quieran apropiarse políticamente de Román. Es lógico, porque es un caso extraordinario de ídolo popular convertido en dirigente político (en su caso, de política en el club más populoso y problemático de la Argentina). Fue el primer antimacrista cuando todavía no existía ni siquiera el macrismo. Consiguió que lo silbaran a Milei cuando se suponía que el flamante presidente estaba en su momento más alto. Inteligente como el Ulises de la Odisea, seguramente Román va a poder mantenerse alejado del embriagador canto de las sirenas.