El asunto lo descubrió Conde, el Observador. Quien suscribe cree administrar poderes

mesiánicos con que alumbrar el alma humana narrando. Se avergüenza de solo pensar

que aquel que lo sabía todo y mucho más no logró hacer trascender sus saberes, suena

a fraude. ¿En qué redondel del mundo sin esquinas se habrá escondido? Hay pibes

sabios que son absorbidos por el embudo de los días y uno ignora dónde se han ido

por esas trampas que ofrece el mundo. Hay una edad en que somos adivinos,

imprudentes y maravillosos. Quizás el rutinario hacer; la comprensión que este

mundo está a la deriva a algunos los infortuna y los empuja a abandonar sus ciencias

ocultas. Hasta pueden llegar a ser felices; pero uno, incómodamente egoísta, espera

de ellos la resolución lumínica para tanta oscuridad; que alumbrasen el camino, que

señalasen, que nos hicieran soñar, que nos advirtieran que no todo está perdido. 

En un pliegue de mi memoria desvencijada se ha aparecido Conde, el oteador de detalles, superior a muchos, solo que, como sucede en los malos teleteatros, los mejores a veces ni siquiera acompañan, solo desaparecen tragados por este sistema de premios y castigos. 

Era un tipo flacucho, pelo lacio, de mentón salido, aindiado, de ojos grises, bonitos y viriles, pero también feminoides. Ambas cosas combinadas derivaban hacia una recia figura de metedor de mediocampo pero con la nobleza del junco en sus piernas, prolijidad en la vestimenta y misterio alrededor de su hábitat y familia. Sólo aparecía, jugaba, dejaba sus enseñanzas de zorro fino, lustroso y bien oliente para luego irse hacia vaya a saberse qué escondida madriguera. Se comentaba era adoptado, y aquello lo imbuía con un origen de orfanato. Él explicó aquello de la regla femenina y de los humores cambiantes y que no era conveniente desoír los tambores de la prudencia.

“Las mujeres son por esos días como escorpiones” -graficaba. “Hay que ser piadosos.” “El cigarrillo sin filtro es más sano. Los otros son sintéticos y traen cáncer”, agregaba doctoral. “Los gorditos sudan igual que los flacos, pero parece que dan asco porque la gente los desprecia. El sudor de los pobres huele peor que el de los ricos porque la ropa que llevan es de menor calidad”. “Dios es un invento”. “Las maestras sin hijos son más fáciles de controlar.” “Es mejor hacerse el tonto con nuestras madres y luego sacarles lo que queramos haciéndonos las víctimas”. “Cuando nuestros padres discuten hay que oír sin ser visto: uno se entera de cosas extraordinarias”. “Las sirvientas cama adentro son usadas para el debut de los hijos de los ricos”. “El pito se para no cuando tenemos ganas: a veces es por gusto nomás”. “El que tiene una hermana mejor que vigilarla es descubrirle dónde guarda la llave de su diario íntimo.” “Marica es el que no parece ser, no el que anda vestido de rosa”. “No hay que apiadarse de los viejos zonzos: seguramente fueron jóvenes zonzos”. “Los curas son mantenidos que las viejas alimentan. Hay entre ellos una sociedad secreta: comen gratis y ellas a cambio se ganan el cielo”. “Hay que mentir en confesión, total la Iglesia no se ocupa de nosotros. Hay que cuidarse de los de sotana en todos los sentidos.” “Somos pibes, somos inocentes...” 

Y así. Derramando palabras variadas y múltiples nos iba mostrando formas de argumentar. Se enojaba, persuadía y mediaba. No era mayor, pero lo parecía. La tarde de los bolsos y los perros la recuerdo nítida. Estaba Toledo abstraído con la remera sudada y el frío cristalizándosele en los alvéolos. “Tapate, che, que estás a cinco minutos de la neumonía y de escupir sangre”, alargó Conde. Toledo miraba tras él y como siempre que estaba a punto de inquirir se llevó el dedo a su barbilla cortajeada. “Cosa rara con los perros: a algunos les ladran y a otros no… miren si no al Chito”.

Allí estaba el negro pichicho tras el enrejado, suelto de a ratos por una puertita cachuza. Todos giramos la cabeza. “Comentario de un bobo”, abundó López que estaba desglosando el tema de unas curvas prodigiosas que decía haber visto a través de una ventana por Montevideo. Todos asintieron, uno chifló. Conde estudiaba al perro, luego miró a Toledo y en un giro sobre su eje quedó enfrentado a todos para proclamar: “Tiene razón el amigo, buena observación. Los perros solo ladran a algunos”. Lo interrumpí, ésta me la sabía: “Es por el olor que largamos si les tenemos miedo”. Era cosa aceptada. Conde asintió. “Además – corrigió– hay otra cosa: los perros son hijos de puta: les ladran más a los pobres que a los ricos. Y ni hablar si el que pasa lleva un bolsito al hombro, un obrero por ejemplo”. 

Nos quedamos quietos. Pensando. López susurró el tema de los pezones duros de la chica, pero el grupo ya estaba en otra cosa. Por dentro, una lucecita creciendo a fogonazos me indicaba que aquello empezaba a ser una verdad transparente. “Hagan la prueba, pasen frente al Chito bolso al hombro, rengueando o mal vestidos y se los va a querer engullir. Pasen con ropa limpia, silbando, sin nada en los hombros, y les mueve la cola. Bueno, me tengo que ir…” Y como un diablo desapareció en la noche, taqueando la pelota elegantemente.

La historia se lo devoró: se comentaba que fue montonero, que se registró en Investigaciones como colaboracionista, que inventó un medicamento milagroso en Estados Unidos y que los laboratorios atentaron después contra su vida, que naufragó en la vuelta al mundo en un velero, que se hizo gay en París, que quemó sus obras teatrales antes de esfumarse, que timbeó grueso en Suiza y que jugó dos partidos para el Manchester City.

Toledo, rozado aún por el enigma animal que había dejado Conde, y seguramente evocando su familia de fanáticos de Evita, señaló al Chito y solo argumentó por lo bajo: “Los perros son todos antiperonistas”.

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