El fútbol tiene una verdad de la que carece el arte: no existe el falso prestigio. Es un crédito a la reputación que hay que exhibir todas las semanas. Pero ese prestigio hay que creérselo. El Barcelona se lo cree. Se ve y se reconoce. Se gusta. Lo sabe. Sin realizar un excelente partido se lo llevó puesto al Real Madrid con esa elegante interpretación de un fútbol ofensivo (especialmente en la segunda parte) sostenido en la belleza de los gestos conocidos: la posesión del balón, un amague, un quiebre, una gambeta. Una victoria tal vez excesiva, ante un equipo “merengue” que en la primera parte contó con numerosas ocasiones de gol. La segunda parte fue otra cosa. Un 0-4 sostenido en un Pedri inmenso, bien acompañado por Casadó, y el olfato incisivo de Lewandowski (en dos ocasiones) para cambiar el partido. Una noche donde Lamine Yamal estuvo desaparecido, a pesar de su gol, y un Mbappe y Vinicius, sorprendentemente desdibujados ante la cantidad de oportunidades de gol.
Sin ser su mejor noche el clásico se lo llevó el fútbol “bonito”. Ese fútbol ninguneado desde el desprecio por los ideólogos del cientificismo táctico. Se sabe que todo equipo necesita de un cierto comportamiento estratégico, ¿pero cuántas variantes tácticas puede soportar un conjunto? Créame: no muchas.
Una vez más las individualidades lo cambiaron todo, y se llevaron por delante las largas horas de hastío del “blablabla” de las tertulias televisivas, y de los falsos profetas posmodernos del fútbol de hoy. El Barcelona lo sabe. Lo viene sabiendo desde la década del 90 que apostó por las individualidades y por un fútbol transversal de alta gama pasando, innegociablemente, por la pelotita y sus variantes. El resto es parte del relato y del negocio.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón mundial 1979