Un hombre de aspecto europeo, la frente alta, luciendo un vigoroso mostacho con las puntas hacia arriba y gastando levita y sombrero, golpea la puerta de una casa en Boedo y entra. Va acompañado de su asistente, un indígena mapuche que oficia de intérprete. En el patio de la casona un grupo rodea a un locuaz anciano pequeño, de tez oscura y anteojos azules, que viste uniforme militar. Es Manuel Namuncurá, el último soberano de la Patagonia, que pasa algunas temporadas en Buenos Aires reclamando la devolución de sus tierras a su antiguo enemigo, Julio Argentino Roca. El visitante, un alemán que vivió en Argentina entre 1897 y 1930 es Roberto Lehman Nitsche, médico y antropólogo que tuvo a cargo el Departamento de Antropología del Museo de La Plata. A lo largo de varios encuentros el gran cacique le brindará su testimonio biográfico. Enmarcado en una vasta investigación inconclusa sobre la cultura mapuche que abarca tres mil páginas, ese relato permanecerá inédito durante un siglo hasta ser rescatado del Instituto Iberoamericano de Berlín, depositario del legado de Lehman Nitsche. En Argentina publicó 400 estudios, entre ellos Los mitos del Diluvio entre los araucanos y El viejo Trarapai de los araucanos, y sendos estudios sobre Les indiens Onas y las lenguas Tshon, Het y Chechehet, tehuelches.
Doctorado en Medicina y Antropología en Munich, a los 25 años se estableció en La Plata invitado por el perito Moreno, director del Museo, para hacerse cargo de la sección de Antropología Física. Discípulo de Virchow, investigó la cirugía craneana andina y la lepra precolombina entre otros temas de Paleontología Humana. A diferencia de las líneas de investigación usuales en la época, que trabajaban casi exclusivamente con restos materiales de las culturas indígenas (escribió un Catálogo de Antigüedades de la provincia de Jujuy) y la taxonomización de los cuerpos de las “razas” que consideraban en extinción, Lehman Nitsche no se restringió a esa labor, para la cual lo facultaban sus especializaciones, sino que enfatizó en su labor la dimensión cultural de los pueblos indígenas y criollos, rurales y urbanos, que durante tres décadas conoció en experiencias de campo. En su trabajo incluyó técnicas de registro como la fotografía y la grabación; entre 1905 y 1908 recogió voces y músicas en 178 cilindros de cera, inventados por Edison poco antes, constituyendo una práctica pionera. En las misiones arqueológicas que acompañaba se daba tiempo para relevar testimonios de las culturas que veía en riesgo ante el choque civilizatorio propinado por la modernización, genocidio y etnocidio mediante. Su curiosidad excedía el marco de la etnografía usual por entonces, abarcando el folklore, las mitologías, las lenguas y las expresiones populares, incluidos léxicos, fábulas, cuentos y chistes eróticos de todo el país que reunió en su libro Textos eróticos del Río de la Plata, volumen publicado en 1923, en alemán, bajo el seudónimo Víctor Borde. Allí recopila desde las voces prostibularias hasta las inscripciones procaces de los graffitis plasmados en los baños públicos, clasificándolos de acuerdo a las normas internacionales. El pudor de la época impedía que tan escandalosa osadía quedara asociada a su nombre; ya le habían censurado las de temática sexual en su recopilación de Adivinanzas rioplatenses. Editadas durante el Centenario como homenaje a su patria adoptiva, el volumen está dedicado, no sin ironía, “a los argentinos de 2010”: sabía póstuma su legibilidad. Recién en 1981 fue publicado en el país.
Animado por una curiosidad impenitente transgredía de continuo no solo el sentido común de la disciplina sino los espacios que la sociedad a la que pertenecía consideraba inapropiados o carentes de interés, ganándose celos y recelos de sus pares. Recorrió la geografía nacional, desde el Jujuy y el Gran Chaco a Tierra del Fuego, entrevistando indígenas y paisanos y no descartó tomar a sus propios alumnos de la Universidad como objeto de estudio. En su casa de La Plata reunía en guitarreadas nocturnas a una punta de muchachos -con los que fundó un círculo tradicionalista- que le oficiaban de fuente para sus compilaciones, hasta que “comenzaron discusiones políticas prohibidas por mí”. Durante años adquirió folletos de temática gauchesca, anarquistas y anticlericales, y sobre el lunfardo, el cocoliche, el vesre, los africanismos y el idish criollos, junto a libros, partituras, afiches y volantes desestimados por las bibliotecas, a sabiendas de que albergaban el alma popular.
El ciclo de trabajos sobre folklore abarcan sus libros sobre el mito de Santos Vega, en quien cifra el emblema de la nacionalidad (al diablo que derrota al payador, lo ve como la imagen del progreso); y sus estudios sobre La Ramada, La bota de potro, El caballo retajo, El chambergo, y Mitos ornitológicos, donde estudia la saga del crespín, el kakuy y el caraú. También relevó 268 centros tradicionalistas bonaerenses como espacios de cultura popular. Sus compilaciones de dichos, adivinanzas y refranes, y los trabajos sobre relatos orales como El cuento del gallo pelado, versión del de la buena pipa, o sobre La difunta porfiada de los sanjuaninos, así como el teatro criollo y la saga de bandidos rurales, “centauros criollos armados de libertad”, constituyen un corpus único que abrió nuevas perspectivas para la comprensión del fenómeno popular.
Una de sus preocupaciones centrales fue relevar las concepciones del cielo de los pueblos indígenas. En la saga de artículos sobre etno-astronomía publicados por bajo el título genérico de Mitologías sudamericanas estudia las concepciones que configuran el planisferio celeste de diferentes etnias, llegando a descifrar, entre los tobas, el diseño de mapas estelares que anudan las constelaciones en el inocente juego de hilos que los niños traman con los dedos.
Su curiosidad a menudo trascendía el ámbito nacional. El voluminoso Coricancha, en el que invita a una descripción del templo incaico del Cuzco, hace eje en la interpretación de la cosmogonía del altar dibujado e interpretado por el cronista indígena Juan de Santacruz Pachacuti, hasta entonces desatendida, cuyas claves teológicas esotéricas de matriz astronómica descifra. Décadas más tarde Rodolfo Kush daría en ese texto la clave de la cosmovisión amerindia. También describió la cadena mitológica caribeña sobre el huracán, dos décadas antes de que fuera abordada por el cubano Fernando Ortiz. En su estudio sobre la Osa Mayor, figurada como un niño de un solo pie, rastrea el mito desde México a Brasil, que deriva en el Curupira, nuestro Pombero litoraleño. Por lo demás, editó en 1904 El cancionero venezolano, compilado por su compatriota Alfred Ernst, cuyas similitudes con la gauchesca señala, y la colección de fotografías indígenas de su malogrado amigo Boggiani.
En una época donde campeaba el desprecio por las naciones originarias y las clases populares, alzó su voz solitaria despertando el recelo de sus colegas que se tradujo en lo que llama “los laureles del silencio”. En el Congreso Científico Internacional que organizó en 1910 postuló la necesidad de destinar reservas “en propiedad sempiterna” a los indígenas, donde se respetase la autonomía cultural y religiosa, contradiciendo las propuestas asimilacionistas triunfantes que indicaban ya la evangelización, la proletarización o el patronato estatal. En su texto llama a los blancos “intrusos” y “arrebatadores de tierras”, fustigando la “pretendida civilización” que produce su extinción o integración, reclamando “análogos derechos de humanidad que los de los invasores blancos”, no debiendo ser “tratados como esclavos”. Para su bochorno, el Congreso aprobó la creación de “sociedades protectoras”. Fue la única vez que expuso públicamente su posición.
Se le ha recriminado en forma anacrónica que no alzara la voz sobre la masacre de Napalpí, hacia donde viajó el mismo mes para entrevistar y registrar las ideas astronómicas tobas; o sobre las condiciones de explotación de los ingenios azucareros en los que hizo trabajo de campo, hacia donde miles de indígenas marchaban para realizar la cosecha. Pero su cancelación definitiva se produjo en los últimos años cuando la necesaria revisión de las miradas con que el Museo de La Plata construyó la alteridad indígena -con sus colecciones de cuerpos taxidermizados y expuestos-, salió a la luz con el caso de Damiana Krygy. La niña aché, sobreviviente de un enfrentamiento entre parcialidades rivales, fue apropiada por el filósofo Alejandro Korn que la entregó como esclava doméstica de su madre y ante su desarrollo sexual la internó en el Melchor Romero, donde enfermó de tuberculosis y murió. Lehman Nitsche, que la había fotografiado -desnuda- y medido, en su opúsculo Una india guayaquí, de 1908, donde la describe “reservada, esquiva y desconfiada”, se justifica alegando la rareza de sus caracteres antropométricos “bastante primitivos”, aunque, observa, “el desarrollo de la región que es sitio de la inteligencia se ha producido de una manera muy halagüeña en la indiecita”. “Hízome una honda impresión al oírla hablar en alemán, idioma que había aprendido en San Vicente”. “La cabeza, con su cerebro, -conservado de una manera admirable- fue mandada al profesor Juan Virchow para su estudio. Fue presentada a la Sociedad Antropológica de Berlín”, refiere. Ya durante la Primera Guerra había sido fustigado por la lógica germanofobia del momento, pero luego, por su adhesión a las diversas sociedades de alemanes de ultramar, la sospecha de simpatías con el nazismo tendió sobre su figura un halo de suspicacia que se extendió al resto de su obra, que, ajena a estos pareceres, refulge como uno de los grandes aportes al conocimiento del pueblo argentino. Quienes lo trataron por entonces señalan su tristeza y añoranza de la patria a la que había dedicado 33 años de su vida. Murió en Berlín en 1938. Dejó preparada una antología bilingüe de poetas argentinos, publicada por su hija en 1940.