Actualmente, en la Argentina hay una gran desvalorización de las palabras y una degradación del lenguaje, pero aún existe, por ahora, un límite que evita la caída del consenso de la lengua y la desaparición del lazo social. Ese límite está siendo, en ciertos casos, traspasado. Algunos olvidan que las palabras tienen un valor y que el significante produce efectos ineludibles.
Nunca alguien debería decir: "Me encantaría meterle el último clavo al cajón del kirchnerismo con Cristina adentro" y cosas por el estilo. Bastaría recordar que un famoso periodista, se despachó hace algunos años con insultos vaticinadores, muy similares a los del actual mandatario, contra la ex presidenta de la Nación. El vaticinio insultante efectivamente se cumplió, pero curiosamente al revés, o sea, no en la destinataria, sino en el propio sujeto que lo había formulado. Recordemos los efectos de la quema de un ataúd por parte de Herminio Iglesias durante el cierre de campaña electoral del Partido Justicialista en el año 1983. Recordemos las consecuencias de las prédicas verbales del odio que generaron violencia y ocasionaron un intento de magnicidio contra la vicepresidenta en 2022. En síntesis, las palabras producen efectos y hay que ser cauto en ello, sobre todo en política.
Podría ser que el insulto constituyera, a conciencia, una estrategia y una metodología política destinada a cooptar la aprobación y la adhesión de los votantes identificados con los ideales “libertarios”, un ofrecimiento para canalizar el odio o el resentimiento de muchos, pero aun si así lo fuere, sería una muy mala estrategia personal, que olvida que el sujeto va a expensas de los significantes y no al contrario.
Es que el lenguaje no es sólo un complejo instrumento de la comunicación, que introduce el equívoco y el malentendido, sino fundamentalmente una estructura que constituye al sujeto como tal, que más que un sujeto hablante es en realidad un sujeto hablado, es decir, sujetado al lenguaje, hablado por el lenguaje. En psicoanálisis el concepto de sujeto no es sinónimo de persona o individuo, sino de sujeción.
Hay quienes creen que es gratuito expresar cualquier cosa sin que ello involucre responsabilidad alguna en el decir. Cuando se los interroga sobre sus dichos, dicen: "son sólo palabras, es una manera de decir". Pero los dichos (y los insultos) no son sin consecuencias.
Está el valor de las palabras y los efectos del significante. Por ejemplo, una amada le comunica a su amante: “Te dejo porque estoy saliendo con otro hombre”. Ese simple enunciado, puede sin embargo causar estragos.
El peso de los dichos puede inclusive caer sobre el propio hablante. Advertir sobre ello no pretende ser magia o premonición, sino remarcar acerca de los efectos de la misma estructura significante. Pero esos efectos del significante se multiplican cuando el discurso proviene de una figura que ostenta la investidura presidencial. En ese caso los daños que causan algunas palabras pueden ser mucho mayores.
En definitiva, alguien medianamente inteligente jamás debería pronosticar, a través de un insulto, la muerte del adversario y ni siquiera la del enemigo. Sabemos que al ser hablante le va la vida en lo que dice. Y no es una recomendación por creencia, sino por lo que implica el lenguaje, aunque más no sea por el poder de sugestión de las palabras. Mucho menos se debería insultar abiertamente a los muertos.
El insulto es el cortocircuito del lenguaje y está a nivel del pasaje al acto o del puñetazo,
o, mejor dicho, de la pulsión de muerte. No hay ahí articulación de los significantes en
una frase u oración ni una remisión en la cadena hablada ni una dialéctica y ni siquiera
un desacuerdo o un malentendido. Hay insulto, y por consiguiente violencia verbal,
cuando la palabra pierde su eficacia, cuando el lenguaje fracasa en su función
mediadora, cuando desfallece el orden simbólico.
Como conclusión rememoremos un excelente cuento: “El crimen de Lord Arthur Saville”, de Oscar Wilde, que nos enseña acerca de los efectos del significante. El joven Arthur Saville concurre a una tertulia social en la que la anfitriona, para entretener a sus distinguidos huéspedes y evitar el aburrimiento, invita a un famoso quiromántico para que les lea las líneas de la mano. El quiromántico les vaticina futuros promisorios: grandes amores, viajes de placer, obtención de grandes riquezas, fortunas en el juego, etc.
Pero para ser creíble se ve obligado a pronosticar la desdicha de al menos uno de ellos. Lord Arthur Saville estira su mano esperando recibir, al igual que los otros, vaticinios afortunados. El quiromántico le comunica que en su mano ve que va a matar a un hombre. Devastado por la noticia, Arthur se va de la fiesta pensando que el vaticinio le impide su próximo casamiento. Ama tanto a su prometida que no está dispuesto a condenarla a casarse con un futuro asesino. De ese modo va postergando la boda. Pero imagina que si al crimen lo comete antes de casarse y no se descubre, estaría libre para contraer matrimonio. De ese modo planifica el homicidio, lo intenta de diversas formas con viejos parientes, con una tía a la que suministra un veneno, etc., aunque en todos los intentos fracasa. Ya deprimido por su frustración, un domingo sale a dar un paseo por los muelles de la ciudad. Ve a un hombre de espaldas, sentado al borde del acantilado, mirando el mar. No hay nadie a la vista. Piensa que con un simple empujón esa persona caerá al vacío y morirá y que entonces él podrá al fin casarse con la mujer amada. Efectivamente lo empuja y el hombre cae. Nadie los ha visto. Arthur regresa a su casa y duerme esa noche. Al otro día se levanta y compra el diario. En los titulares está la noticia. “Se ha suicidado un famoso quiromántico”. Son los efectos del significante.
*Escritor y psicoanalista