La psicoanalista y escritora chilena Constanza Michelson toma un terrorífico episodio de cuando era una niña para pensar esta época del mundo, en su nuevo libro, Nostalgia del desastre (Seix Barral). Fue cuando su padre le apuntó con un revólver a su madre, en presencia de ella. Ese episodio de violencia va transformando el libro de lo testimonial-personal a lo público y social. Es que Michelson no se ata a las circunstancias biográficas, sino que escribe un relato combinando el modo literario de la ficción con el ensayo cultural para pensar problemas estructurales de las sociedades de Occidente, como la violencia (pero también algo que se transforma en problema, como la libertad), el odio y el aburrimiento. Con ese entrecruzamiento, la autora establece una suerte de relación entre locura, memoria y olvido. Así como a sus siete años un mundo familiar concluyó con esa terrible escena para dar nacimiento a otro mundo familiar –y si se quiere, a otra infancia-, Michelson realiza una sutil asociación entre el mundo que acaba de desmoronarse y uno nuevo que no termina de conocerse bien su identidad.

Constanza Michelson nació en Viña del Mar, Chile, en 1978. Además de psicoanalista y escritora, es psicóloga de la Universidad Diego Portales y magíster en Psicoanálisis. Fue columnista en medios como La Tercera, The Clinic, El País y The New York Times (en español). Es autora de 50 sombras de Freud (2015), Neurótic@s (2017), Hasta que valga la pena vivir (2020), Hacer la noche (2022) y coautora de Una falla en la lógica del universo (2020). Y es una de las creadoras de la revista de cultura Barbarie-Pensar con otros.

En diálogo telefónico con Página/12, Michelson señala que "es como si este libro lo viniera escribiendo desde hace muchísimo tiempo y de distintas formas". "Había una historia que yo quería escribir y que siempre estaba medio colada en mis libros. Y era una historia de violencia. Buscaba darle algún tratamiento de qué hacer con ella. Y eso coincide con una búsqueda de la escritura: hacer con las palabras. Anteriormente, en mis ensayos trataba más de pensar la cultura. Y hace un tiempo me empezó a interesar el asunto de las formas; es decir, hacer cosas con las palabras. Supongo que algo tiene que ver con mi interés por la literatura, pero también mi interés por el psicoanálisis: qué es lo que las palabras pueden. Y ahí está la convergencia que aparece". La autora chilena recalca que lo único que no cambió de Nostalgia del desastre fueron las primeras diez líneas, y que tuvo muchas versiones. "Me decían que hiciera una trama y que tuviera una narrativa, pero no me convencía eso. Yo tenía ganas de que el dolor y el aburrimiento convergieran porque precisamente era el intento de qué se hace con las palabras para salir del aburrimiento y no responder al aburrimiento con horror. Ahí vino este experimento", afirma. 

-¿Cómo fue ese trabajo de combinar lo familiar con una mirada más macro del mundo; de algún modo, un cruce constante entre lo privado y lo público?

-El título es una especie de guía. Y era pensar en esos dos registros. Nacer después de una familia que se acaba, nacer con un disparo, pero por otra parte también con lo que después se ha llamado "el fin de la Historia". Una dimensión misma de la historia es la que empieza a dejar de hacer sentido. Empiezan a haber relatos sin historias, que es lo que se ha descripto como la posmodernidad, un poco la caída de la narración precisamente. Entonces, tiene que ver con cómo se piensa lo traumático cuando no hay lenguajes narrativos para hacerlo, cuando no hay cómo representarse en el lenguaje para reparar algo.

-¿La idea fue indagar también en qué le pasa al ser humano tanto en lo personal como en lo social cuando una idea del mundo se viene abajo?

-Exacto. Las personas vivimos varios mundos y se nos caen varios mundos en una vida. Y acá me interesaba esa intersección entre la caída del mundo de una niña y la caída del mundo para quienes vivimos el fin de la Historia, quienes estuvimos en esa bisagra entre una historia que termina medio terrible, sin nostalgia. Por eso también "Nostalgia del desastre". O sea, la época de los grandes relatos también implicó una masacre.

-¿Qué podrías decir de qué está pasando en el siglo XXI con la libertad y la violencia, dos tópicos que abordás en el libro?

-La violencia es algo que me interesaba pensar a propósito -de nuevo- de los lenguajes para responder a la condición humana. El siglo XXI cae en esta otra ficción, que es la de poder quitar la violencia del mundo, limpiarlo, de alguna manera, ya no con la ideología, pero sí con la ideología sanitaria. Soy psicóloga desde comienzos de los 2000 y cuando nosotros estudiábamos en los 90 todavía se hablaba del campo de la salud mental desde el punto de vista existencial. Aun la psicología era media amiga de la literatura. Después, las carreras de Psicología fueron cambiando de las Facultades de Humanidades a las Facultades de Ciencias de la Salud. Eso no es inocente. Después del gran fracaso de las grandes teorías sociales del siglo XX, el siglo XXI es una especie de fantasía de que si cambiamos las palabras de lo que pasa hoy en día, va a haber menos violencia. La práctica dice que no. La violencia existe, es parte de la condición humana y quizás se acaba el lenguaje para poder pensarla. Y sobre todo para pensar la frivolidad que es la banalidad del mal. Hay un capítulo en que me meto en el asunto de la violencia pensando también este blanqueamiento del mal. Esa categoría se empezó a utilizar en la operación llamada "Tormenta del Desierto": estas guerras de lejos, esta especie de blanqueamiento del mal. O la hípervigilancia y el pensar "Vamos a empezar a ser buenos porque no vamos a notar el mal". Si existe la violencia, ¿qué significa? ¿Qué es lo que podemos hacer con la violencia? Y la relación con la libertad es asunto de primer orden y que tiene que ver con la conciencia. En Adán y Eva aparece el primer "no": "No puedes comer la manzana". Hay una arbitrariedad y basta que aparezca el primer "no" para que emerjan varias cosas al mismo tiempo. A Adán y Eva, que son la inocencia, se les impone un problema, por más inocentes que quisieran ser. Aparece el mal, pero junto al mal aparece la libertad: es mi debe elegir. Es decir, el mal es el precio de la libertad. Y eso nos hace ser animales conscientes de la muerte, conscientes de nuestra libertad. Y eso nos pone en problemas. Envidiamos a los inocentes: a los niños, a los animales, a las víctimas.

- “Si la violencia existe es porque es lo más familiar del mundo”, dijiste. ¿Crees que la familia es un caldo de cultivo, en ese sentido, el germen donde anida la violencia?

-En una familia hay rivalidades, envidia, lucha por el territorio, por la herencia. Y, al mismo tiempo, es lo infamiliar del mundo porque el hermano deja de ser hermano, el otro se convierte en un extraño, en un invasor, en una amenaza. O sea, hay una dimensión familiar e infamiliar, a la vez, en la violencia. Pero lo que más me interesa es el asunto de si tenemos lenguajes para pensar esas cosas, como la envidia, los celos, la rivalidad, y poder digerirla, poder hacer algo con ella. No hay que negarla o echarle siempre la culpa al otro.

-¿La caída de las Torres gemelas inauguró un nuevo modo de vivir la violencia en el mundo?

-Hay una imagen que es profética del siglo XXI: el asesinato y el suicidio al mismo tiempo, esta violencia doble. Con esto, me refiero a esta gramática de la violencia contemporánea -también de la política contemporánea- que es: "No importa si yo, incluso, voto por un candidato en contra de mis mismos intereses, con tal de vengarme". O sea, es como matar al otro y que me mate yo, pero no importa: el otro no gana. Es como el Joker: que se queme todo, que me queme yo también. Eso, por una parte, pero por otra parte me parece que las Torres Gemelas inauguran varias cosas. Cuando se hablaba del fin de la Historia, la pregunta era "¿Con un acontecimiento tan enorme como el de las Torres Gemelas se acaba el fin de la Historia con eso?". No, parece que no, sino más bien inaugura un tiempo de grandes acontecimientos. El fin de la Historia no significa que no pase nada: pasa de todo, pero es como si nada de eso lograra cambiar algo, movilizar algo. Con la pandemia pasó lo mismo. ¿Cuántos dijeron "Con esto va a cambiar el mundo"? Y parece que no. O cambió de maneras que no esperábamos. Por otra parte, esto de poder ver la muerte en vivo y en directo y seguir haciendo nuestras cosas. Es lo que pasa hoy en día que podemos ver muertos y muertos y sangre cada vez más cerca, cada vez más rápido y pasar a hacer otra cosa. Creo que no es inocente antropológicamente.

-La muerte como espectáculo, ¿no?

-Exacto, que nos puede escandalizar, pero ¿cuánto más hay que ver para que, entonces, algo ocurra, para que algo se detenga?

-En palabras tuyas, comer sin digerir equivale a pensar sin procesar. ¿Cómo observás la incidencia de los medios de comunicación en ese procesamiento del que hablás?

-El problema es que el medio es el mensaje. Lo olvidamos. Quiere decir que la técnica genera mutaciones antropológicas, cambian nuestras formas de ser, de relacionarnos y yo creo que los medios de comunicación han estado afectados por la revolución digital. Entonces, lo cierto es que tienen que ir a la velocidad de las formas de las redes sociales. Muchas veces los titulares son una réplica de lo que primero apareció en redes sociales. ¿Cómo se hace buen periodismo a esa velocidad, por ejemplo? Creo que es un problema. Con el mismo temor, los periodistas -imagino que allá también pasará- tienen la tentación de complacer a su público, de transformarse en periodistas estrellas. Creo que los medios, las redes sociales, sobre todo, son grandes productores de frases hechas, clichés. La hipnosis es creer que pensamos, pero estamos repitiendo como loros. Falta el lenguaje para la vida democrática, que son los matices, poder analizar las contradicciones (cómo uno es parte del mismo problema), hacer distinciones. Más bien, los clichés son el lenguaje de la guerra, son puro estereotipo, incluso en la boca de quienes están en contra de los estereotipos. La locura de la época es que los que están en contra de los estereotipos hablan de manera estereotipada. No todos, estoy generalizando desde luego, pero incluso, a veces, tratando de hacer el bien nuestros medios nos llevan a hacer el mal. 

-¿Qué puede decir el psicoanálisis sobre esto que venimos hablando: la libertad, la violencia, el odio?

 

-No sólo lo comparto para el psicoanálisis, hay mucha gente con otros pensamientos que lo sostienen: la libertad no es una fiesta, eso es la liberación. Liberarse de algo es festivo, pero la libertad es una difícil libertad porque es tener que responder a una encrucijada sin ninguna garantía de algo. Cuando digo "encrucijada" es que no hay una respuesta moral que te diga: "Vas a hacer el bien y vas a salir bien de esto". Las encrucijadas en la vida tienen la complejidad de que tenemos que responder específicamente; es decir, algo se juega de nosotros en ese momento. Y es ahí cuando uno puede mirar para atrás y decir: "Esto es lo que soy, lo que he hecho". En la libertad se juegan las encrucijadas. No es que todo el tiempo estemos ejerciendo esa libertad difícil. Hay una carta de Winnicott que me encanta. Era un personaje muy interesante, muy peleador y siempre estaba escribiendo cartas públicas. En una carta que le escribe a Churchill, le dice: "Usted dijo que íbamos a ir a la guerra, pero no hay que darlo por obvio. O sea, está bien que por esta vez nosotros seamos los buenos porque los nazis la hacen muy fácil siendo los malos, pero eso no quiere decir que nosotros, los ingleses, seamos buenos ahora y para siempre". Pero después viene lo difícil: ¿Cómo vamos a mantener la libertad? El ser humano envidia a los inocentes, no le gusta su libertad porque es difícil. Winnicott está hablando de que la libertad se juega en la democracia. Me asombra cómo el ser humano puede crear un pacto de esa índole, que siempre es imperfecto. Está hablando de lograr que la democracia exista. Creer en ese pacto que no tiene ningún fundamento para ser. Es realmente un pacto simbólico. Entonces, la libertad de un pacto como ese es una difícil libertad, y siguiendo a Winnicott, requiere de una cierta madurez psicológica. Yo me pregunto si las categorías hegemónicas de salud mental tienen algo que ver con crecer o no tienen nada que ver con eso.