¿Qué pasa cuando el sexo en lugar de satisfacernos nos hace sentir más miserables? Como cuando una droga deja de cumplir su rol recreativo y le comenzamos a pedir que nos salve de la angustia universal. Aparearse con alguien random como animales frenéticos por obtener algo de dopamina, un chute que calme las neuronas cagadas a piñas por una realidad que cae en espiral a la incertidumbre.
Y mientras todo esto pasa yo estoy en la cama con alguien que no conozco y tengo que simular placer para terminar esto cuanto antes y poder quedarme solo con los restos del que soy. Merecemos que el sexo y el encuentro sean un altar de placer, pero para eso hay que desmalezarlo de las neurosis que enmascaramos como ganas de coger y no son más que señales de la desesperación por sobrevivir al día a dia.
Si a vos coger con todo el mundo sin más necesidad que estar caliente te deja en calma, está perfecto, nadie está invalidando eso. Hablo desde la angustia de quienes seguimos pidiéndole a un encuentro sexual que nos solucione mucho más de lo que le corresponde.
Vivimos en una sociedad hipersexualizada que solo tomó el garche como un hecho muy alejado de nuestro goce. Las publicidades, los logros laborales, las redes sociales, todo apunta al lugar más exitista y clasista de la sexualidad. No hay lugares para individualidades, dudas, contrahegemonías y mucho menos para preguntarnos qué y porqué lo hacemos.
Se viene otra noche con todas las App de contactos abiertas con cero ganas de coger, solo necesitando que algún desconocido me valide, me diga “lindura”, jugar al intercambio de nudes y frases hechas de calentura, paja, chocolate y a dormir. Necesito que alguien valide lo hermoso que soy, que me ayuden a tapar las voces de mi cabeza que no paran de tirarme abajo.
Quién haya visto todo lo que el NatGeo marica tiene para ofrecer sabe que nuestros rituales de apareamiento tienen más de fluídos que de cita y charla. A veces con habernos sentado dos minutos con esa persona y haberle hecho algunas preguntas básicas como ¿qué te interesa en el sexo?, ¿qué música te gusta? o ¿a quién votaste?, nos podríamos ahorrar muchas situaciones innecesarias. Pero, ¿lo haremos? No. Así que toca esa humillante caminata del arrepentimiento que se da entre la puerta de casa al despedir al visitante y la puerta de nuestra casa. El pasillo queda impregnado de las mismas preguntas de siempre, los mismos ‘basta de esto’, y las angustias que seguramente podríamos haber evitado.
Hace poco estaba haciendo el sin distancia con un pibe de esos hegemónicos que parecen un perro labrador con un cuerpo comprado en calle de autopartes, y lejos de poder calmar al monstruo de mi ego, mi mente se instaló en el dolor del extrañar.
No a alguien en particular sino a un sentimiento: la cotidianidad. Estaba ahí actuando robóticamente con la coreografía sabida y básica extrañando las costumbres que habíamos desarrollado con la última persona que salí. Y las anteriores. Extrañaba palabras, cuidados, manos, miradas, risas, la anticipación de saber que ya sabíamos lo que venía después, el orden de la ducha, la cena, la serie y los tés.
Le podría haber preguntado al labrador qué series veía, o qué música hubiese preferido que pusiera. Quizás si hubiera propuesto algo más humano hubiese encontrado alguien piola del otro lado, o no, pero alguien. Pero claro, eso hubiera requerido de tiempo y dedicación, y estamos en un momento dónde todo es efímero y descartable. Yo no estaba cogiendo con él, yo estaba cogiendo con mi propio ego, mis ausencias, mi desesperación y aburrimiento. Y ese no suele ser un buen combo porque la resaca emocional te deja roto y más fisurado. Promiscuidad y ternura, y humanidad, y cuidados, pueden convivir.
¿Cuántas pajas tapan un vacío tan grande? Esto no es culpa de las aplicaciones, ni es responsabilidad del sexo sin más motivo que el de coger. Hablar de esto es andar por el peligroso borde que nos haga caer en conceptos progres vetustos que nacieron como enunciados insípidos para seguir sin dar las charlas necesarias. “Ya nadie tiene responsabilidad afectiva”, te dice alguien y se va del tablero sin mover ninguna pieza, satisfecha, sintiendo que hizo un aporte. No necesitamos más falsas soluciones new age o patologizaciones, necesitamos ponerle cuerpo al tema. Ese mismo cuerpo que exponemos al semen y saliva podemos empezar a ponerlo para el abrazo, la charla, el llanto, el grito, la carcajada y la mano amiga.
Esto no tiene una sola solución, y mucho menos una adoctrinante. No es culpa de la soltería ni de la promiscuidad, no hay solución en la pareja abierta, cerrada, entornada y/o dinamitada. Tampoco hay respuesta en este texto, en este puto triste y fan de la queja. Pero sí hay una invitación a preguntarnos más y más cosas, a probar hacer lo mismo pero de distintas maneras, hasta que duela menos, hasta que nos hagan bien tanto la soledad como el encuentro.