Don Isaías pasó por el mostrador, que es una mesita de madera cruda encajada en la puerta al final de un pasillo que alguna vez estuvo pintado de rosa. Atrás unas mujeres cocinan y de este lado, una fila de viejos cada uno con una bolsita de nailon que llevan adentro uno o dos tupers. Afuera llueve, y manejar el burrito o el bastón en el piso mojado tiene sus riesgos, pero estos jubilados tienen dos opciones: asumen el riesgo o no comen.
Ninguno quiere hablar. Los avergüenza este lugar al que fueron empujados brutalmente, y al que ahora deben llegar todos los días y donde no siempre alcanza para todos. Una señora comenta que además si la dejan se lleva uno o dos panes “para el mate cocido de mañana”. Si no fuera porque este comedor es además un jardín de infantes con banderines y globos y dibujos y el cariño de quienes atienden a los viejos, sería la foto de un campo de concentración. Las miradas y la tristeza de la fila, contrasta. Y golpea.
Don Isaías acepta hablar aunque “la verdad no sé para qué, pero bueno, si le sirve…pero no creo. No hay nada interesante en mi vida”. Entonces se sienta en uno de los pupitres blancos de la salita amarilla y apoya la bolsita en sus faldas. La sostiene con las dos manos. Se llama Isaías “así nomás, sin apellido ¿para qué?” y baja la mirada. No hace falta exponer la miseria propia con foto y datos del documento.
“Tengo setenta y cuatro años, me jubilé a los sesenta y cinco. Cobro la mínima” y ensaya una sonrisa apenas para contar la anécdota seguramente gastada de repetida: “me jubilé el mismo día de mi cumpleaños. La chica que me inició el trámite me dijo ‘ah, usted no pierde ni un día’ pero fue una casualidad”. Y el intento de sonrisa se le marchita antes de terminar el cuento, hamacando la espalda en el pupitre.
Ahora me mira y se hace un silencio. Recorre con los ojos los dibujos de las paredes. Algunos son garabatos de colores, otros son apenas compresibles trazos de mamá, papá y yo, donde el papá es chiquito, la mamá grande y con mucho pelo y el nene es enorme. Entonces vuelve a hablar plagado de soledades, recordando como lejanamente que “tengo tres hijos. Tenemos buena relación. Pero ellos viven en el Oeste, por Mario Gomez, Libertad…uno es discapacitado, Jorge. Después está Sebastián, pero tiene mucho trabajo, anda muy ocupado, y mi nena tiene tres chiquitos. Se les complica venir y yo antes iba, pero ahora con el precio de los pasajes es imposible. Colectivo, tren, colectivo. Y yo cobro la mínima, imaginesé.”
Yo no me animo a quebrar su pudor y el esquiva la charla con “¿Qué más podría contar yo? Vivo con un amigo. Un amigo de toda la vida. Cuarenta años de amistad. Es un amigazo muy generoso que me dejó vivir en su casa. Ahí tengo mi cuarto y me ayuda mucho. Es muy generoso y gracias a eso sobrevivo porque no pago nada. Con eso y la comida del comedor sobrevivo, porque con la mínima es imposible. Imposible. Imaginesé. A veces, cuando se puede yo también me llevo un pancito para el desayuno. Así que así ando, sobreviviendo…” y aprieta la bolsita sobre sus piernas, y ladea la cabeza como si con ese gesto pudiera esquivar las nubes que lo rodean.
Afuera sigue lloviznando. Don Isaías mira para el pasillo y se ajusta la campera al cuello. No hace frio pero el gesto de protegerse habla de él, no del clima. Habla de su intemperie personal. Habla de haber llegado a esta edad y en estas condiciones, huérfano. De casi todo.
“Me gusta jugar a las damas y al ajedrez. Jugamos a veces con mi amigo. También me gustaría hacer otras actividades, ir a algún centro cultural. Hay muchos, pero llegar es caro y después esa plata falta, así que me declaré ermitaño. Así me defino. Ando solo, en soledad, casi no salgo salvo para venir acá todos los días. Al final es una actividad ¿no?” Y de nuevo intenta una sonrisa y necesita justificar esta calamidad, no desde la situación de miseria en que lo pusieron, sino desde sí mismo. Un atajo para defender su dignidad: “tampoco puedo salir mucho, estoy algo frágil. Mi salud está frágil. Hay gente que llega a los noventa años sin problemas, pero a mí no me tocó, quelevaser, así son las cosas. Entonces mejor salir poco…” y claro, tampoco va a la marcha de los miércoles porque “como le decía, estoy pobre y frágil, así que no voy a ir, gastando una plata que no tengo para que encima me peguen y me maltraten. Perece que el maltrato diario no les alcanza. Son crueles con nosotros. Bueno, con todos, pero también con nosotros.”
Y ahí está Don Isaías, naufragado en el medio de su propio laberinto, donde pasa las horas de sus días, donde parece que nada tiene remedio. El tampoco. “a veces tomo la metformina, y a veces no. Con lo que cuesta, imaginesé. Ya no manejo nada, porque digo, hoy no la tomo así me puedo tomar un vasito de vino, pero después hago cuentas y ni tomo la metformina y el vino tampoco. Ahora hace como dos meses que no la tomo” y vuelve a justificar esta calamidad nacional pero desde sí: “mire, es difícil con los remedios, porque lo arreglan de un lado y lo desarreglan de otro. Por ejemplo, también debería tomar la glibenclamida y el otro para la presión. Hace un tiempo me tuvieron que internar y me dieron eso, y batían el parche con que no puedo dejar de tomar eso. Hasta aspirina me dieron. Y ¿sabe qué? a los veinte años no voy a volver, a los cuarenta tampoco. Y también dejé de ver al médico” entonces mira hacia la ventana por donde sin duda se le escaparon los caballos de la memoria y susurra “hace años que no lo veo…vaya a saber si sigue vivo…” pero en seguida vuelve “hay algo que es cierto: a mi edad la vida ya no da tiempo para la revancha, entonces nada vale la pena. Ya está. Quelevaser. Ya todo está jugado.”