Diciembre viene siendo un mes difícil para el oficialismo. Es momento de balances, en la vida particular y en la esfera pública. Los resultados económico-sociales son desoladores a un año de la asunción del presidente Mauricio Macri. El Congreso, dócil durante las iniciativas de la CEOcracia, desafía ahora a la minoría de Cambiemos. Se le planta hasta la oposición complaciente que antaño apoyaba sin chistar, entre otras abdicaciones el megaendeudamiento externo, el acuerdo vergonzoso con los fondos buitres y el blanqueo de capitales.
Las fuerzas políticas se realinean pensando en las elecciones, en las que enfrentarán al oficialismo, buscando su lugar en el mundo.
Una de las consecuencias palpables, incómoda para Cambiemos, es la sucesión de reproches provenientes de su propia coalición. Los medios hegemónicos, día a día, acrecientan las críticas. En esta semana, editorialistas del diario Clarín suman un nuevo tópico: cuestionan con severidad la supuesta transigencia del macrismo respecto de la protesta social.
En la edición impresa del miércoles, el periodista Eduardo van Der Kooy publicó una columna titulada “Ciudad sitiada, dilema para el macrismo”. Vale la pena aclarar que esa nota se escribió el martes, antes de la jornada signada por la huelga de los trabajadores del subte, tras la muerte por electrocución del laburante Matías Kruger. Una tragedia evitable que repite varias sucedidas en años precedentes. Los accidentes de trabajo no son consecuencia del azar ni provocados por la divinidad. Son, en la casi unanimidad de los casos, producto de la desidia empresaria, de la falta de medidas de prevención o de control estatal. La consecuencia perversa de abaratar “el costo laboral” amenazando la integridad física de los trabajadores.
La pérdida irreparable de la vida de un joven de 24 años, dedicado al trabajo y al deporte, fue relegada a unas pocas líneas mientras se subrayaba el “caos” que se provocó en el transporte y en el hacer cotidiano de millones de otros trabajadores.
El hecho doloroso subraya la desaprensión de la CGT reunificada que acordó con el Gobierno una ley que mejora la ecuación económica de las empresas y las Aseguradoras de Riesgos del Trabajo (ART). En cambio, postergó para dentro de seis meses el abordaje de una norma integral que aborde la prevención y seguridad en las relaciones laborales. Para el año próximo, para el segundo semestre, expresión clave de los incumplimientos de promesas en la jerga oficial.
Pero volvamos al núcleo. En la previa, Van der Kooy hizo un inventario de la cantidad de piquetes sucedidos durante el año. Los sintetizó, exorbitante, como “un pandemonio en la vida de los porteños”. Redondeó el razonamiento descalificando a la Ley de Emergencia social que el oficialismo pactó con fuerzas opositoras y con movimientos sociales. Definió sus consecuencias como “otro paso en el desmembramiento colectivo e institucional de la Argentina”. Un punto de vista situado en un espacio ideológico estrecho: a la derecha del oficialismo que negoció esa norma como un paliativo a las derivaciones de su política económica.
Al día siguiente, el periodista Ricardo Roa volvió a fustigar a Macri en una nota titulada “Con los piquetes, Cambiemos es Sigamos”. Insiste en reclamar al gobierno que meta mano (dura) respecto de la ocupación pacífica del espacio público. El editorial termina con una frase que amerita cita textual y un mínimo análisis aunque casi, casi se explica sola: “Seamos sinceros: desde el asesinato de Kostecki y Santillán, que en 2002 apuró la salida de Duhalde de la presidencia, la política prefiere pagar el costo de ver y no actuar antes que enfrentar la posibilidad de una repetición. Hay miedo. Mientras tanto, en las calles la gente continúa siendo rehén”.
Una visión benevolente llevaría a saludar que Clarín haya abandonado la doctrina sentada en su célebre título posterior a la mentada masacre de Avellaneda: “La crisis causó dos nuevas muertes”. La “bajada” redondeaba el concepto: “Suman 31 desde diciembre de 2001”. La autocrítica es siempre bienvenida… salvo cuando se quiere reincidir en la instigación a reprimir las manifestaciones.
El conflicto entre ciudadanos que ejercitan su derecho a la protesta y otros que ejercen el de transitar el territorio es serio y de difícil resolución. Colisionan intereses diferentes, eventualmente contradictorios, entre integrantes de la clase trabajadora. El malhumor o la bronca de los que no participan son dignos de tutela, tanto como el de sus pares. Es chocante llamar “gente” solo a uno de los sectores. ¿Qué serán “los otros” en la tipología social de Clarín? ¿Primates, homínidos, zombis o “militantes” expresiones que niegan su condición de “personas humanas”, por usar la bonita verba del Jefe de Gabinete, Marcos Peña?
El Multimedios clama por la aplicación del Protocolo anti piquetes pergeñado por la ministra de Seguridad Patricia Bullrich en los primeros meses de gestión. Ilegal por antonomasia, fue ejecutado en los primeros días, apaleando y disparando con balas de goma a empleados estatales o privados que protestaban por haber sido despedidos sin causa. Más allá del espíritu beligerante de Bullrich, el oficialismo desactivó bastante la medida, seguramente porque advirtió, leyendo el pasado mejor que Clarín, que podía poner en jaque la paz social y hasta la gobernabilidad.
El clímax de la prepotencia y el desprecio a la Constitución es, lo sabemos, el encarcelamiento por razones políticas de Milagro Sala. La Commonwealth oficialista regaña a Macri y a la Canciller Susana Malcorra por los cuestionamientos y exigencias que les llueven de organismos internacionales. Pero no les piden que levanten la prisión de la dirigente de la Tupac Amaru sino que tengan “muñeca” para evitar el merecido descrédito, vaya a saberse cómo.
El gobernador jujeño, Gerardo Morales, la apresó para escarmentar de antemano a la movilización social, con la aprobación explícita de Macri. El transcurrir de los meses comprobó que la amenaza no disuadió a miles de argentinos que ocuparon calles y plazas en defensa de sus derechos y conquistas amenazados o conculcados. A pesar del fracaso (o acaso por eso mismo) los dueños del poder fáctico le exigen al gobierno nacional que desacate mandatos de la comunidad internacional para evitarse “una derrota” que en realidad ya sucedió.
Las invectivas de la prensa oficialista causan la consecuencia que, supuestamente, anhelan evitar: meten miedo. Acicatear a los ocupantes de la Casa Rosada acusándola de debilidad fue el prólogo de los asesinatos cometidos en lo que sería el final de los mandatos de los ex presidentes Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde. La supuesta fortaleza derivó en violencia, en darle carta abierta a las fuerzas de seguridad y a los crímenes que no fueron cometidos por la gaseosa crisis sino por las desbocadas autoridades del Estado.
La Argentina no atraviesa una crisis similar a las de 2001 o 2002 en buena dosis porque la “herencia K” les dejó una cantidad de “colchones” que amortiguan los efectos del ajuste, tal como señaló en este diario el colega Alfredo Zaiat. Macri no viene de perder una elección por goleada como De la Rúa en 2001. Ni es un presidente interino y no votado por el pueblo, como Duhalde en 2002. Conserva un nivel pasable de aprobación, ciertamente menguante como derivación inexorable de sus desempeños. Pero sigue siendo un gobierno legal aunque ensuciado por brotes autoritarios.
Los cantos de sirena (en realidad gritos de Fronda) de sus aliados lo convocan a la violencia que es la que, en un pasado que todavía sangra, causó inolvidables muertes (asesinatos) de argentinas y argentinos de a pie.
Sin rumbo económico, traspapelada la muñeca política, Macri tiene todavía a mano la (mínima, básica) posibilidad de evitar las incitaciones a reprimir.