Durante mucho tiempo dije que era mi zamba favorita. Hoy ya no estoy tan seguro de eso. De lo que sí estoy seguro es de la relación íntima que guarda con mi historia personal, y eso me hace amarla. Porque la “Zamba del laurel”, básicamente, fue la chispa que encendió la cosa.

Me crié en un barrio tradicional de Córdoba. Desde muy niño, el arte se manifestó en mis intereses, mis juegos, mis deseos: montaba obras de teatro en el garage de casa y ponía a actuar a los pocos amigos con que contaba para el plan, escribía canciones inventadas en un cuaderno Gloria, pasaba tardes enteras construyendo maquetas de teatros, escenografías, máscaras.

Hacer arte y contar una historia: esa era la única certeza para mi, a los 6 o 7 años. “Todo esto está muy bien, pero algún deporte tenés que hacer. Y no se negocia”. Las palabras de mis padres anunciaron lo que se venía: una peregrinación por cuanto deporte encontraran, con la ilusión de que para alguno sirviera. Fue inútil: fútbol, basquet (?), paddle (??), scouts (??!). Todo era bastante frustrante. Tenía que elegir si o si un deporte justo yo, que rogaba que no llegara la hora de educación física en la escuela porque tenía que esforzarme para hacer lo que al resto de los chicos le salía naturalmente, como jugar a la pelota. El contexto no ayudaba: entre las artes y mi nula condición deportiva, era el blanco de risas y burlas que fueron convirtiéndose en insultos y violencia.

Nada funcionó para frustración de todo el grupo familiar. Lo más parecido al éxito, fueron los cinco años de gimnasia deportiva y el karting (que sí me gustaba mucho). Este último venía por tradición paterna y era motivo de tensión entre madre y padre.

Precisamente allí estaba cuando pasó lo que pasó.

Cuando pienso en la música durante aquellos años, siento que era algo que rondaba la escena, pero no la ocupaba. Era algo que hacían los grandes fuera de casa. Mi abuelo, médico, cantaba durante las guardias o salía de farra con los amigos. Muy pocas veces (por lo general, para su cumple), la música venía a casa: su mejor amigo venía con la guitarra y cantaban y bebían largamente.

Mi mamá, por su parte, tomaba clases de canto.

Me generaba bastante intriga. Mi vieja siempre tuvo una voz preciosa, prístina, liviana... pero no se me ocurría qué cosas se hacían en una clase de canto. Llegó fin de año y la primera audición de canto de mi madre: “Discepolín” se llamaba el bar cultural de la calle Lima, en la Córdoba del ’98, al que asistimos con mi padre. Madre empieza a cantar: "Si lo verde tuviera otro nombre/ debería llamarse rocío”. Dentro mío, algo se corrió de lugar. Esa melodía, esas palabras, esa delicadeza y esa potencia, a los 10 años me revelaron una posibilidad que no imaginaba ni en juegos: cantar. Experimenté una inquietud que no conocía: la de querer ser yo quien estuviera en ese escenario. Me inquieté y ya no paró nunca más ese temblor.

Me acerqué al oído de mi viejo, que estaba a mi lado y le dije “Papá, quiero estudiar canto”. Mi viejo me miró y me dijo: “Bueno, pero entonces tenemos que vender el karting”. No dudé: "vendelo".

Luego vino el camino: las clases, los primeros escenarios, el trabajo, los viajes, los discos, Buenos Aires...

Cuando grabamos el disco Yo soy Juan (una especie de carta de presentación que hicimos para la EMI en el 2002), la incluí en una pre.selección de repertorio, junto con muchas otras zambas de Gustavo Leguizamón. Estaba obsesionado con el Cuchi, quería aprender todo de su música, de su vida, me fascinaba el personaje y su obra. Hacía muy poco que había pasado la muda de mi voz y tenía el registro muy corto, no podía cantarla. Siempre la deseé. Me frustraba y más la deseaba. El disco se grabó. Y después otro. Y otro más.

En el 2015, armando el repertorio para un disco folklórico, se me cruzó la idea. La retomé y calzaba muy diferente... ¡El traje ahora me andaba! Habían pasado 13 años de estudio, todo un proceso con mi instrumento... y la vida, que siempre agrega aquello que no se nombra y todo sabemos que es, y que sabemos reconocer en las voces que nos emocionan: un misterio agregado que viene con vivir.

La grabé y brindé, el mismo día en el estudio, por mis abuelos, mi madre y padre y la estrella que me guió a dar de lleno con la música, con el arte. Con esa grabación sellé mi deuda y relación con ella. Y la solté.

La música, más allá de que lo sabemos de ella, puede ser muchas cosas, dar sentidos diferentes a cada quien. Esta zamba me hizo señas, me llamó cuando era niño a un mundo sonoro y poético del que nunca más volví. Y estoy bien acá. Siempre le agradeceré por ello.

Juan Iñaki es un cantante y músico cordobés destacado por fusionar el folclore argentino con diversos géneros musicales. Con una sólida carrera artística, ha llevado su propuesta a importantes escenarios nacionales e internacionales, y es reconocido por su voz potente y su versatilidad interpretativa. Dentro del marco del festival Los Años Luz Córdoba, Iñaqui se presenta el sábado 9 en La Tangente, Honduras 5317. A las 20.