El año 1963 fue un punto de inflexión para The Washington Post, hasta entonces de modesta circulación y reputación, y desde entonces uno de los más prestigiosos de Estados Unidos. Y el logro le cabe a la dama que aquel año se puso al frente de la publicación: Katharine Graham. Una mujer que no solo marcó la agenda política durante los años que vendrían: convirtió a su diario en un gran conglomerado mediático. ¿Cómo lo logró? Con agallas. Como editora le caben dos grandes hitos del periodismo: haber publicado –contra la recomendación de sus abogados– los célebres papeles clasificados del Pentágono que desvelaban secretos de la guerra de Vietnam, y el caso Watergate que provocó la caída de Nixon. “¿Recibí algún otro recado?”, solía preguntar con ironía a Carl Bernstein y Bob Woodward, a cargo de la investigación de Watergate, tras ellos contarle que el ministro de Justicia John Mitchell les había hecho cierto… comentario: “A Katie Graham le van retorcer una teta con pinzas si publica la historia”. Sobra decir que no hizo mella ni la amenaza ni los constantes aprietes de la Casa Blanca…
“Jamás nos dijo que las licencias de la compañía estaban en jaque, que los informes de Watergate podían acabar con el diario. En los meses que duró el caso, nos dio total libertad y nos mantuvo informados de lo que Henry Kissinger, asesor de seguridad nacional de Nixon, decía. Si un funcionario del gobierno la llamaba, ella tomaba notas y nos las enviaba de inmediato. También nos ayudó a analizar las razones, los personajes…”, escribió Woodward tras la muerte de KG, agradeciéndole especialmente cierto consejo: que no se dejara encandilar por el spotlight, que el protagonista nunca debía ser el periodista sino la verdad.
A pesar de haber fallecido hace más de una década y media, hoy KG vuelve a estar en el candelero, y no solo porque el pasado junio hubiera cumplido 100 años. El mes próximo, se estrenará en Estados Unidos The Post (en Argentina llegaría en los primeros meses de 2018), flamante película de Steven Spielberg que vuelve sobre la publicación de los papeles del Pentágono, con Meryl Streep en el rol de Katharine. “Graham fue la primera de su generación en mostrarle a la gente que, frente a enormes presiones, ser un espectador pasivo no es una opción viable”, expresó un Spielberg reivindicador del valor del cuarto poder hoy, en tiempos de fake news, pos-verdad y un presidente (Trump) que le ha declarado la guerra tanto al periodismo como a la industria del cine.
Aunque la venidera película se centre en el citado episodio de 1971, la vida toda de Katharine Graham (1917-2001) es digna de novelesca biopic. Alcanza con echarle un vistazo a su libro de memorias, Personal History, notable bestseller que le valió un premio Pulitzer. Allí, además de repasar una infancia sin privaciones (materiales, más no fuera; papá banquero rico y mamá periodista/ activista/mecenas le daban poquísima bolilla), relatar sus estudios de periodismo en la Universidad de Chicago y su primer empleo en The San Francisco News, recuerda KG a su marido: Phil Graham, que le propuso casorio en la segunda cita y ella, flechada, no dudó en aceptar.
El padre de Katharine, Eugene Meyer, había comprado el Post en una subasta en el 33, pero legó luego la labor de editor a su yerno, convencido –como estaba– de que “ningún hombre debe trabajar bajo las órdenes de una mujer”. A KG le tocó entonces la suerte de “esposa felpudo”, como ella misma dice en su biografía, dedicada a criar hijos de un marido bipolar que cuando no la humillaba públicamente o se entregaba a la bebida, le metía los cuernos sin siquiera intentar disimular. Phil acabó suicidándose en el ‘63, y aunque la vasta mayoría recomendó a Katharine no hacerse cargo del Post, Graham se hizo cargo igual, modernizando el diario y sus secciones, diversificando el staff, tomando decisiones difíciles sin titubear. A los 46 pirulos, empezaba su “segunda vida”, en la que devino una de las personas más poderosas de la nación (por aquellos años, en reuniones con colegas, solía además ser la única mujer). Tan requerida y reputada que ni Truman Capote se resistió a dedicarle “la fiesta del siglo”, aquel baile en blanco y negro que dio tanto qué hablar.
Cuando invitaba a unos pocos selectos a almorzar a su casa de Martha’s Vineyard, lo hacía extendiéndoles notas de puño y letra; y los recibía con un pilón de sombreros de paja (no fuera a ser cosa que el sol los incomodara). Si alguien le preguntaba por algún suvenir que emperifollaba el hogar, contaba al pasar que había sido un obsequio del rey de Jordania o de la Princesa Diana… Ojo, a pesar de haber nacido en cuna de oro y pertenecer al jet-set, no se le caían los anillos al momento de arremangarse y ponerse a laburar: cuando el 80 por ciento del personal del Post no se presentó en la redacción por una huelga general en los 70, Graham se encargó de los avisos clasificados. “Estás sobrecalificada para este trabajo”, le dijo un tipo que llamó para anunciar la venta de su auto usado, y redobló a modo de chascarrillo: “No me digas que estoy hablando con Katharine Graham”. Y ella, sin aspavientos: “Sí, soy yo”.
En sus últimos años, caminaba con cierta dificultad. Igualmente, no abandonaba los elegantes taquitos y se negaba rotundamente a que la llevaran del codo. “¡Qué manera de irte, Kay! Almuerzo con Tom Hanks y Rita Wilson el día antes de tu muerte; un juego de bridge con Warren Buffet y Bill Gates; cena con el nuevo presidente de México…”, ofreció durante su funeral su amigo y empleado Ben Bradlee. En la ceremonia, sonó Bach, Respigui, Handel; salmos, himnos y campanas. Y BB explicó qué hacía de Katharine una persona extraordinaria: “Un diario es grande si tiene un gran dueño. Alguien que, con pasión y principios, esté comprometido con la búsqueda de la verdad. Alguien que trabaje con fervor, no con favores. Eso es lo que Kay Graham trajo a la mesa. Eso, y mucho más”.