En la era dominada por los festivales franquiciados (Lollapalooza, Primavera Sound, la vuelta de Creamfields), el Knotfest resalta como el esfuerzo de una banda para mantener ciertos márgenes de autonomía. Slipknot, que fácilmente puede ser considerada como una de las tres o cuatro bandas más importantes del new metal Y2K junto con Limp Bizkit, Linkin Park y Korn, aterrizó con su propio festival en Argentina por segunda vez, pero en esta ocasión al aire libre. La edición anterior, ni bien salíamos de la pandemia, había sido en el Movistar Arena con la presencia de ni más ni menos que Judas Priest. Ambas bandas tocaron cada una un día distinto.
Esta vez, en cambio, la banda de Corey Taylor eligió ni más ni menos que las ruinas del Parque de la Ciudad para hacer su presentación, esta vez toda en el mismo día. Pareciera difícil encontrar una mejor locación para la banda de las máscaras que un parque de diversiones destruído por la desidia, el paso del tiempo y el óxido. La propuesta emuló la organización de otros grandes festivales con un escenario central, un museo de las giras de Slipknot en una muy atinada carpa de circo, y diferentes propuestas comerciales: estacionamiento, patio de cerveza, locales de comida y puestos de merchandising oficial.
Si bien la propuesta gastronómica fue bastante amplia (incluyendo choripanes veganos), el sistema de compra que se impuso para festivales es más que engorroso. El día anterior, la organización avisó por la cuenta oficial de Instagram que era necesario adquirir una tarjeta prepaga para comprar la comida. La cerveza y el merchandising se podían pagar con un QR normal. Lo único un poco bizarro es que la cerveza sólo se podía tomar dentro del perímetro determinado, previa compra del vaso. Nobleza obliga, es la misma modalidad repetida en varios festivales grandes -su serie de requisitos burocráticos para un espectáculo de entretenimiento-, pero incluso queda más extraña en un festival organizado por Slipknot.
El lineup también contó con bandas locales, con la siempre ingrata tarea de abrir el festival. Bajo el sol tremendo de la primavera porteña, inauguró el concierto la banda Nvlo, que hace un deathcore con todos los ingredientes necesarios: voz podrida, blast beat y los necesarios breakdowns o cortes tan característicos de los géneros "core". La banda además viene en pleno crecimiento con tres discos de estudio, un vivo y la no menor presentación en el festival alemán de Wacken, el más importante del género en el viejo continente.
Después vino el turno de Arde La Sangre, la banda de dos ex Carajo, Corvata Corvalán y Teri Langer, que desplegaron su clásico altísimo nivel escénico y recorrieron su discografía. Es bastante significativo que no haya algo puntual para destacar sobre el resto, en una banda tan prolija y de semejantes músicos de este género: casi que es la rutina de lo perfecto.
Luego fue el turno del último invento de la OTAN, Babymetal, un grupo de idols asiáticas bajo ropaje metalero que convocó al público infanto-juvenil que participó del show a pura coreografía. Así introdujeron bastante de la cultura kpopera dentro de un público más bien reticente, aunque cabe destacar que el público del metal es histórico primo cercano de la cultura otaku. Y no solo dijo presente para la versión pesada de las idols de laboratorio sino que había mucha pareja de tipo humano metalero con chica otaku vestida de maid. Gran crossover que sirve para derribar el mito de la virginidad eterna del público metalero y además introduce nuevos componentes con mucha onda para el público vernáculo.
Ya cuando promediaba la tarde y asomaba la hora mágica (ese momento del día que la luz del sol adquiere tonalidades ámbar y se vuelve un filtro de Instagram natural), fue el turno del plato más fuerte del festival: Meshuggah. Los suecos formados en 1987 desplegaron toda su potencia musical de la mano del death metal ultra técnico que los caracteriza. Etiqueta que resulta algo inútil dada la influencia, variedad y registro que maneja la banda de Jens Kidman. Es increíble pensar que el grupo comparte país de origen con Abba. En realidad, lo que es increíble es el abanico de la música sueca, también cuna de los productores pop más destacados del Siglo XXI y de Spotify (como para tener en cuenta). Como sea, la banda cerró con Bleed y Demiurge, dos temas capaces de enterrarte a piñas en el cemento caliente que oficiaba de piso. Después de eso podría haber terminado el festival.
Pero fue el turno de Amon Amarth, otro clásico del metal extremo, en su caso con claros tintes nórdicos. También tuvieron una performance impecable pero a medida que uno crece toda la parafernalia neo vikinga va quedando cada vez más lejos en la escala de la autenticidad y se parece más a un gesto adolescente. Más allá de eso, la banda cumplió.
Y por último, pero no menos importante, fue el cierre de los anfitriones. La banda de Corey Taylor salió al escenario con el clásico overol rojo, desplegando toda su faceta performática y teatral, además de la musical a la cual nos tienen acostumbrados. La novedad fue el estreno del baterista, Eloy Casagrande, el segundo desde la partida del histórico y fallecido Joy Jordison. La novedad del espectáculo se dió cuando el vocalista anunció que dado que su disco debut, Slipknot, cumplía 25 años, esta noche sería como escuchar a la banda en 1999.
Resultó una grata sorpresa para los fanáticos del grupo formado en Des Moines, Iowa, que pudieron escuchar en vivo temas que quizá nunca antes habían podido. También fue una sorpresa para el público golondrina que quizá se acercó hasta el show esperando escuchar los superhits Duality y Psychosocial, que cayeron en la volteada. Sumado eso a la ubicación un poco trasmano del Parque de la Ciudad, ya a mitad del show de Slipknot se percibió un éxodo un poco adelantado de cierta parte del público, que venía también de una jornada larga y extenuante.
Quizá esa haya sido la razón por la cual la banda se fue del escenario sin despedirse del público. O tal vez sea sólo otra arriesgada conjetura de este imaginativo cronista. Como sea, el grupo igual le metió duro y parejo durante 90 minutos en los cuales no decepcionó, desplegando toda su potencia musical y escénica. Con el diario del lunes (o de hoy, miércoles) queda preguntarse cómo habrá sido el saldo para Slipknot y los productores locales. De haber sido exitoso, se podrá especular con una próxima edición y quizá, de a poco, con lograr un festival estable en el calendario musical argentino. Algo tan necesario para este género casi siempre tan olvidado y marginado por los grandes organizadores como el propio Parque de la Ciudad.